“Gil trabaja para Janés. Durante la semana conduce una camioneta, y a veces un coche, por las calles de Barcelona. Es un buen conductor, muy eficiente, muy tranquilo. Pero, de vez en cuando, sin razón aparente, se desvía o pisa el acelerador bruscamente. Entonces, justamente enojados, los policías le chillan”. De este modo describía el novelista británico John Lodwick a Antonio Gil en el prólogo de su primer y único libro: Tú no lo entiendes (1957). Al parecer, según Josep Mengual, este volumen fue una apuesta entre el editor y su chófer, quien le demostró que podía escribir un libro de relatos y novelas, pese a no tener estudios. Un día que el conductor no hizo de ángel de la guarda, Janés y Lodwick se mataron en un accidente de coche a 138 kilómetros por hora, cuando iban a una calçotada.
Los chóferes han sido y siguen siendo hombres de confianza de las élites, en algunos casos su fidelidad les llevó hasta morir junto a su jefe, así le sucedió al conductor de Carrero Blanco o al cochero de Prim. La gran mayoría siempre ha optado por el silencio, nunca sabremos qué conversaciones o contactos lúbricos mantuvieron en los asientos traseros sus señores, adónde fueron llevados o en qué innombrables lugares fueron recogidos…
La historia política de nuestro país sería mucho más interesante si esos trabajadores del volante hubieran dejado sus memorias o, llegado el caso, respondieran ante la policía con la claridad que hizo Juan Francisco Trujillo, el chófer de Francisco Javier Guerrero, director general de Trabajo y Seguridad Social de la Junta de Andalucía en tiempos del PSOE y principal implicado en la trama de los ERE hasta su reciente fallecimiento. Fueron noches de fiesta, acompañadas de alcohol y drogas, cenas de lujo… El conocido como “chófer de la cocaína” no fue sólo un conseguidor y un lazarillo, fue también un “empresario fantasma” que cobró cerca de un millón de euros en subvenciones públicas para construir una imaginaria casa rural en la Sierra de Andújar, una inexistente fábrica de muebles o una granja de pollos de papel.
La dependencia del chófer tiene un coste que, en algunas ocasiones puede dar lugar a chantajes, prácticas que pueden ser gestionadas hasta por el hijo del conductor, como relata Jordi Amat en su último libro sobre las andanzas de Alfons Quintà. Un servicio o favores no correspondidos pueden poner a estos conductores en manos de los enemigos de su jefe. El chófer de Bárcenas fue, presuntamente, un espía al servicio del omnipresente comisario Villarejo para conocer qué papeles comprometedores contra el PP tenía todavía en su poder el extesorero. Un excelente trabajo que, según los informes de la operación Kitchen, pudo ser premiado con el ingreso del chófer en la Academia de Ávila de la Policía Nacional y posteriores destinos privilegiados con los gobiernos del PP que han sido la comidilla en el Cuerpo.
En todo el negocio editorial del procés no hay ningún libro de confidencias de chóferes de los señores y señoritos que dirigieron la trama independentista. ¿Cuántas invocaciones genitales o mamarias, al estilo Salvadó, nos hemos perdido? ¿Cuántas reuniones y pagos en metálico en el asiento trasero? ¿Cuántos cambios de vehículo en el interior de un túnel o huidas en maletero? La verdad que aún nos falta conocer del lamentable espectáculo del procés la conservan los chóferes de los líderes, con sus confesiones el cuadro estaría más completo y el próximo votante lo tendría aún más claro. Si los chóferes hablarán Cataluña sería por fin libre.