Cuando Jordi Pujol sentía la necesidad de intervenir en cualquier cuestión de actualidad o simplemente quería comunicar alguna reflexión enviaba textos a las agencias para que los distribuyeran entre sus clientes como si fueran noticias. También se hacía autoentrevistas. El summum de ese afán de injerencia --¡qué tardes nos habría dado de haber contado entonces con Twitter y Facebook!-- se produjo en enero de 1990, cuando entregó a La Vanguardia una pieza redactada en formato pregunta respuesta que ocupaba dos páginas del diario y que debía salir el domingo, día 7. La víspera de su publicación quiso cerciorarse de que efectivamente se mantendrían sus títulos y cuando el director adjunto le informó, quejoso, de que no llevaría firma, el presidente de la Generalitat justificó aquella cacicada con el argumento de que él era el mejor entrevistador de sí mismo.

Lluís Prenafeta, secretario de la presidencia, estaba montando El Observador, un diario pensado para desbancar a la cabecera de Godó de su liderazgo. Pujol ya disponía de una TV3 y una Catalunya Ràdio de éxito, además de la incondicionalidad de cabeceras como Avui y la docilidad del resto de los diarios catalanes, pero aun así quería dictar a La Vanguardia qué debía publicar, cómo y cuándo. También aplicaba el nihil obstat en los nombramientos de los directores.

Ese afán por controlar la prensa, mucho más allá de la mera influencia, hizo del político catalán un caso único en la historia democrática española. Hubo otras iniciativas de ese estilo, también en Barcelona. Él mismo había perdido mucho dinero con la adquisición de El Correto Catalán y Destino. El banquero Josep Maria Santacreu se había hecho con El Diario de Barcelona para ponerlo al servicio de Manuel Fraga en su carrera posfranquista, de la misma forma que José María Porcioles compró El Noticiero Universal que tantos quebraderos de cabeza le había dado siendo alcalde de Barcelona. Incluso Aurelio Delgado contó con el vespertino barcelonés para la causa de su cuñado Adolfo Suárez y el CDS.

Pero lo de Pujol era otra cosa: no quería un medio que le fuera favorable, los quería todos. Y para eso necesitaba intermediarios como Prenafeta y ejecutores como Alfons Quintà, el protagonista de El hijo del chófer, el libro de Jordi Amat. No tenía bastante con enviar emisarios o presionar personalmente para evitar que se publicaran informaciones incómodas, tenía que ir más allá e impedir el escrutinio de su gestión, privada y pública. Quintà le había demostrado con las primeras informaciones sobre el caso Banca Catalana en El País que era su hombre. A pesar de las especulaciones que circularon sobre las causas de su elección para poner el marcha TV3 --el gran instrumento mediático de Pujol--, no hubo chantaje, concluye Amat. Claro que no: en aquel momento el periodista ya había publicado todo lo que tenía del banco. Había hecho tanto daño y con tanta maestría a Pujol sacando a la luz los trapos sucios de Banca Catalana que el presidente de la Generalitat supo enseguida que era el más indicado para encargarse de aquella obra capital.

La biografía-disección de Quintà pone al descubierto algunas disfunciones del país, como señala el autor. La que más llama la atención es esa persistente resistencia a la libertad de prensa y al equilibrio de poderes, una deriva muy preocupante siempre tratada con sordina. Pujol encuentra en el periodista de Figueres al hombre inteligente, sin escrúpulos ni ética, capaz de fabricar el instrumento que él quiere, que consigue aunar la calidad y modernidad innegables del producto y el relato sobre la nación perseguida con tanta potencia y capacidad de penetración en la Cataluña no metropolitana que convierte en casi inútil toda réplica.

Amat da una pista cuando subraya que el gentío que Pujol reunió en la plaza Sant Jaume el 30 de mayo de 1984 para desafiar a Madrid gritaba “TV3, TV3, TV3”, como el que se refiere a su bandera, a su identidad, como el que lanza un eslogan patriótico; sorprendente e insólito para una televisión que no tenía ni un año de vida. Fue la gran obra del periodista catalán más agresivo, brillante e informado de la Transición, una creación de la que renegaría después y que le atormentaría el resto de su vida.

Pese a que no era el propósito del autor, la biografía verité de Quintà también es la de Pujol, porque sin hacer un repaso detallado de su vida, Amat selecciona material básico y suficiente --como ocurre en El orden del día-- para que el lector vea la ausencia de criterios éticos y morales en su actuación. El desprecio por la ínfima calidad humana de colaboradores a quienes encargaba las tareas más delicadas, recurriendo a monstruos como el que describe El hijo del chófer, es muy ilustrativo del propio líder y su manual para la construcción de Cataluña.