Es de tontos tropezar dos veces con la misma piedra, pues debemos aprender todos de nuestros errores para evitar volver a cometerlos.
Contemplábamos este pasado domingo cómo un grupo de extremistas norteamericanos alentados por el aún presidente de Estados Unidos, Donald Trump, asaltaban sin complejos el Capitolio, el congreso y el senado de dicho país, ofreciendo una denigrante imagen --más propia de esa Venezuela que adoran el neocomunista vicepresidente tercero Pablo Iglesias y el errático expresidente Zapatero-- que de la primera potencia del mundo.
Hay dos verdades como templos y es que (i) no se puede jugar con la ilusión de la gente y (ii) antes se pilla a un mentiroso que a un cojo. Los populismos consistentes en engañar a la gente jugando con su ilusión y sentimientos, así como en vivir de los réditos que siempre da el victimismo asociado a equiparar persona y territorio, como si fuesen indisociables, han aupado a muchos dirigentes políticos y visto está el nefasto resultado que a todos les ha dado.
Y es que lamentablemente está lleno el mundo de políticos carentes de escrúpulos que anteponen sus caprichos, y, ni que decir tiene, su ego, al bien del colectivo y lugar al que se dirigen y dicen amar. Y sorprendentemente está lleno también el mundo de gente que aparca la razón, eclipsada por la pasión, y actúa más sentimental que racionalmente, no contrastando los datos que le dan y creyendo cuanto le dicen, haciéndose tan absolutamente incondicional del líder político en cuestión, que llega a incumplir la Ley si dicho político, que normalmente está cómodamente atrincherado en su casa, le exhorta a ello. Pero paradójicamente el tiempo demuestra que este tipo de políticos que venden la unión para hacer la fuerza son realmente los mayores generadores de discordia y división entre los miembros de la sociedad civil a la que se dirigen, con el consiguiente daño.
Si analizamos detenidamente la figura del ex presidente de la Generalitat de Cataluña, Carles Puigdemont, observaremos múltiples denominadores comunes entre él y Donald Trump. Así, ambos niegan la realidad y venden una mentira; en el caso de Trump, el que las últimas elecciones de su país han sido amañadas y que la victoria de Joe Biden ha sido fraudulenta; y en el caso de Puigdemont, que Cataluña es una república independiente --falacia que reivindicó tras aprobarla sin tener estructuras de Estado y cancelar dicha aprobación segundos después-- y que el “opresor” Estado español --tan opresor que permitió una manifestación del independentismo en Madrid-- le persigue sin motivo, como si saltarse la Ley y huir de la justicia fuesen actos inocuos. Ambos incitan a sus seguidores a alterar el orden público como si ello llevase a algo positivo, cuando sólo genera desasosiego entre la restante población civil, destrozos --que luego tenemos que pagar a base de mayor presión fiscal-- y transmite una imagen que ahuyenta a inversores. Y ambos dicen amar a su tierra cuando con su actitud le infligen un daño enorme por sembrar la discordia y la división entre sus conciudadanos, pues no hay pueblo en el mundo que prospere dividido.
Espero que en las elecciones catalanas del próximo 14 de febrero todo el mundo vote más con seny, indisociable del uso de la razón, que por pasión incondicional e irracional, pues creo que nadie en su sano juicio quiere un Trump catalán.