Alejandro Fernández no es el PP de siempre, pero las siglas ponen mala a la gente cuando se acercan los comicios. Me acuerdo de Josep Piqué y de Francesc Vendrell, una dupla que pudo llegar lejos sin someterse a la inteligencia reptiliana de José María Aznar. Piqué había sido el jefe de la diplomacia española en la segunda Administración Aznar y se lo debía todo a su jefe de filas. Alejandro, por su parte, no tiene ínfulas ni deudas y ahí está precisamente su gracia; se siente incapaz de proyectar un frente constitucionalista como le gustaría a Carlos Carrizosa, jefe de la oposición en su último telediario. El actual líder del PP catalán tiene a su favor sentido del humor y mano izquierda. Ha fichado a Lorena Roldán, una impenitente del transfuguismo a la que se le da bien no tener ideología (un ejercicio muy sano, por cierto), lo que le confiere la ubicuidad necesaria para saltar de madriguera sin expiar el pecado de lesa traición. Lo hará bien, si es que tiene que hacer algo; de momento, Fernández tiene claro que Lorena se ha sumado al PP porque es “la única alternativa al independentismo”; lo dijo tal cual, en la COPE y delante de Carlos Herrera. Hombre, única lo será con permiso de Salvador Illa, la carta sociata abierta sobre el tablero por Miquel Iceta.
Lorena es la número dos de la lista pepera y Eva Parera, la número tres, ambas designadas por Fernández. Eva tampoco rige a partir de principios estrictos, como no sea el de rezar delante de la tercera ola del Covid. Se fraguó en la Unió Democràtica extinta, a medio camino entre la herencia de Carrasco Formiguera y de la conservadora Nuria de Gispert: un protomártir nacional y una gloria celestial pegada a la fe de Sanjosemaria. El olor a cirio quemado permanece. A la derecha le sientan bien los ejercicios espirituales en los que se hace apostasía de la interrupción del embarazo y de la muerte digna. Pero a la hora de la verdad le da lo mismo un cosido que un barrido, como a la izquierda. Ambos lados utilizan leyes contra las que un día se opusieron rotundamente.
La mugre que atacó el Capitolio de Washington ha desencadenado en España una de sus habituales combustiones. En el centro del debate se compara la toma del Parlament por parte de los indepes con las milicias de Trump, el ogro feo a punto de su extinción política y cerca de su inculpación judicial. Se trata, por ejemplo, de saber ¿qué es peor? ¿Aquellos dos días de septiembre del 2017, en los que se votaron las leyes de desconexión del procés, o el asalto a la Cámara de Representantes y el Senado estadounidenses del pasado miércoles? Tanto monta, porque al final el oscuro objeto del deseo populista es violentar las instituciones sin previo aviso; cambiar el reglamento a medio partido. Algunos emparentan al Capitolio con la masa que rodeó el Congreso el 25S de 2012 o con el bloqueo del 15M sobre el Parlament, en 2011, y hasta con los uniformados taponando la Puerta de los Leones en la Carrera de San Jerónimo, con la ayuda de las milicias negacionistas del barrio de Salamanca. También han entrado en juego la manifestación apoyada por parte de la izquierda española frente al Congreso de los Diputados, en 2016, coincidiendo con la investidura de Mariano Rajoy; o la concentración feminista, apoyada por el PSOE, frente al Parlamento de Andalucía el día que Vox facilitó la investidura de Juan Moreno en enero de 2019. Hay para todos los gustos.
Qué triste que es la moda de asaltar cámaras legislativas. Aunque en España, entrar, lo que se dice entrar en el hemiciclo, solo lo hizo Tejero, el 23F. Basta con ver a un energúmeno de los ultraderechistas Proud Boys, sentado con las patas encima de la mesa del despacho de Nancy Pelosi, para concluir que estéticamente ha sido peor lo de Washington. Aquí, en materia de mal gusto, los indepes no les van a la zaga, pero en EEUU la gente compra fácilmente el espectáculo zangolotino de Yellowstone Wolfe, semejante mamarracho. El todavía presidente estadounidense contaba con que algunos de los suyos fuesen armados y que la policía que rodea el Capitolio fuese un coladero para los asaltantes. Resultado: cinco muertos; en eso gana la maldad de la turba trumpista que idolatra a John Adams y odia sin saberlo a Alexis de Toqueville. Si quieren comparaciones, añadiré que cuando Trump, al final de la jornada desgarradora, dijo aquello de ahora “go home” y transición ordenada, me recordó al mismísimo Jordi Pujol, subido en el capó de un coche aparcado delante del Hotel Majestic, diciendo “ara, tots a casa a descansar”, después de una noche electoral. Para ambos rige la misma ley: primero los pongo a cien y cuando están cachondos, los mando a casa.
Para salir del socavón catalán, a Fernández no le convienen las amistades peligrosas de la conexión Steve Bannon-Vox. Si quiere que Vox no se le coma la tostada, le conviene mantenerse lejos de Rafael Bardají, aquel ideólogo de Aznar en la guerra de Irak, actual consejero de Expal Systems, una empresa que fabrica armas y municiones. Ignacio Garriga, el candidato de la fuerza ultra, da por hecho el sorpaso. Alejando Fernández podría evitarlo acercándose al PSC, pero afirma que los socialistas solo quieren pactar con ERC; y así, ni modo. El sondeo más reciente sitúa a Illa como favorito con el 24,4%, lo que representa 8,5 puntos más de los que obtuvo Iceta en la anterior encuesta. El todavía ministro de Sanidad ha conseguido distanciarse de sus rivales: le saca 10 puntos a la presidenciable de Junts, Laura Borràs (14,4%), y uno más al de ERC, Pere Aragonès (13,6%); ambos candidatos independentistas retroceden unas pocas décimas, pero mantienen entre ellos una distancia similar respecto al mes pasado. En fin, Alejandro, ahí te las compongas; la política catalana es como La vida de Brian.