Hoy se estrena en Madrid, en el teatro Bankia Príncipe Pío, de la Cuesta de San Vicente, al lado del palacio Real, el espectáculo de María Callas que desde hace cuatro años ha estado dando vueltas al mundo de manera incansable. La estilizada silueta física de la gloriosa soprano griega se alzará una vez más sobre el escenario, con un realismo inquietante, y desde la platea la iremos y la veremos, a ella o más bien a su espectro de luz, cantar el aria de las joyas de Gounod, en aquel éxtasis inquietante del que solo tuvimos un pálido atisbo escuchando una y otra vez el viejo, crepitante LP Callas sings…, allá por el año de la gran nevada y en los años siguientes.
Tan fantasmal como su presencia en el escenario será también la platea, por donde estaremos los melómanos y fetichistas desperdigados entre butacas vacías para mantener entre nosotros la distancia de seguridad, aislados, enmascarados y atónitos. Y si María Callas baja un momento la vista hacia la concha del apuntador verá que está completamente vacía y a oscuras, pues no hace falta apuntador ninguno cuando quien canta en el escenario no es un ser humano capaz de olvidarse del papel sino un holograma.
Sé que, tal como promete la publicidad, será “una experiencia mágica, casi mística”… y por solo 18 euros. Por el mismo precio, en otra sala del mismo teatro, quien no le guste la ópera y tenga unas preferencias un poco más… moviditas --sobre gustos no hay disputas-- puede también acceder a esa experiencia “casi mística” escuchando y viendo a la desdichada Whitney Houston, que ha vuelto de ultratumba en forma de ser de luz para protagonizar su Hologram Tour y cantar I will always love you y demás gemas de su dudoso repertorio.
Tengo el recuerdo imborrable de la primera vez que vi un holograma. Fue en un museo de la técnica en Barcelona: era una cabecita de Clark Gable, en tres mercuriales dimensiones, con su undoso pelo y su sonrisilla de cuñado listillo bajo el fino bigote, que daba lentas vueltas sobre un pedestal de mármol posado sobre una mesita, en un ambiente tenebroso --la técnica estaba en mantillas. Y en la mesilla de enfrente estaba la espectral cabecita de una minúscula Marilyn Monroe. Por descuido toqué un interruptor y ante mis ojos, ¡oh, magia negra!, desaparecieron en la sombra las diminutas cabezas de Clark Gable y Marilyn Monroe.
El profesor gritó mi apellido, le dio al interruptor y ahí estaban otra vez los fantasmitas de Hollywood como si no hubiera pasado nada.
Alguna vez, un par de años antes del virus, en la terminal 2 del aeropuerto de Barcelona, subida la escalera hacia las puertas de embarque, he pasado junto al holograma (¡ya en colores, y a tamaño natural! ¡La técnica adelanta que es una barbaridad), de una azafata muy gentil que gesticulaba suavemente, y por un altavoz escondido no sé dónde su agradable voz repetía en una especie de aterciopelada súplica: “Pasajeros con pasaporte Schengen, por favor, sigan a la izquierda… Los viajeros con pasaporte de la Comunidad europea, por la derecha”.
¡Aquello sí que era un ser de luz! Casi todos íbamos con prisa y pasábamos a su lado sin que nadie se tomase el tiempo para admirarla como merecía (¡aquel pañuelo anudado al cuello! ¡La gorra graciosamente ladeada! ¡La blusa ceñida! ¡la falda tubo!) y para someterse al embrujo de su real ausencia. Estaban todos más bien preocupados de no perder el avión. Qué lástima, pensé, no aprovechar que nadie presta atención, para desmontar el ingenio, meterlo en la maletita, y esta noche, cuando llegue a mi habitación de hotel, volver a montarlo, y que se pase las horas repitiéndome eso tan bonito de “pasajeros con pasaporte Schengen…”
Los hologramas se los inventó Bioy en la novela La invención de Morel, y eran eternos porque un generador automático les proporcionaba electricidad permanentemente. En música, la pionera fue Céline Dion, que en el año 2009 interpretó un dúo con el espectro de Elvis Presley, ausente de este mundo desde 1977. A Claude François (1939-1978) le sometieron hace cuatro o cinco años a un proceso digno de un doctor Frankenstein: acoplaron el holograma de su cabeza al holograma del cuerpo de un bailarín y así fue dando muchos y muy animados conciertos por toda Francia, donde el cantante de El teléfono llora era tan popular.
Su propio holograma de tres metros de altura, proyectado en los mítines de la campaña electoral, ayudó a Erdogan a ganar las elecciones de 2014: a sus electores les parecía un titán. A Jean-Luc Mélenchon esta técnica gracias a la cual daba mítines simultáneamente en Nantes, París y la Isla de la Reunión, no le salvó de una derrota estrepitosa pero le sirvió para dejar una imagen de modernidad y futurismo.
El rapero Kanye West, sujeto extravagante y acaso algo perturbado, ha sorprendido a su esposa Kim Kardashian por su cuarenta aniversario regalándole un holograma de su difunto padre (el de ella, el sr. Kardashian) de tamaño natural. A Kim le ha conmovido. Su resucitado padre le dice, con la voz prestada por un especialista de la imitación: “Felicidades, hija mía, en tu cumpleaños… ¡Mírate, Kim! Estás estupenda, igual que cuando eras niña… Pienso cada día en ti, y en tus hermanos y hermanas”, y luego añade: “Me alegro de tus éxitos financieros y vitales, y además estoy muy contento porque te has casado con el hombre más, más, más, más genial de la humanidad”.
Quel culot, Kanye!... Dice Kim que es un regalo muy delicado y maravilloso. Que lo está mirando una y otra vez.