Si hay en España alguna tierra, pueblo, nación, nacionalidad, región o comunidad --elíjase el vocablo que se prefiera-- que a lo largo de su historia haya sido invadida, ocupada, repoblada o expoliada en incontables ocasiones esa es Andalucía. El victimismo andaluz sería la consecuencia más simplista que se podría derivar de la premisa anterior. ¿Acaso los andaluces de hoy o de siglos atrás no son descendientes de tantos y tantos invasores? Además, sin colaboracionistas internos es muy difícil que dichas entradas se hubieran podido producir.
En el imaginario nacionalista español se recuerda la heroica resistencia de Girona, Madrid, Zaragoza o Cádiz durante la Guerra de la Independencia, y se oculta que en otros lugares se celebró --y de qué manera-- la llegada de José I, Pepe Botella. Se cuenta que cuando el nuevo rey entró en Sevilla el 1 de febrero de 1810 lo hizo a lomo de su caballo mientras repicaban las campanas de la Giralda y muchas mujeres se echaban a sus pies. No todo fue tan fácil, Cádiz se resistió a la inminente ocupación y Huelva intentó ayudar a sus habitantes enviándoles vituallas. El castigo no se hizo esperar y la villa onubense fue sometida a dos días de degüello, incendios y saqueos.
Dos siglos más tarde y salvando las distancias bélicas y temporales, una nueva invasión se está produciendo en el Sur. Aunque Pedro Sánchez todavía no ha hecho su entrada triunfal en Sevilla, ya se ha cepillado el levantamiento de alcaldes y militantes del PSOE en la provincia de Huelva. Gracias al casi absoluto dominio que Moncloa-Ferraz tiene sobre los medios, se ha difundido que el sofocado incendio onubense ha sido un episodio más de la pugna entre sanchistas y susanistas por el control del partido en Andalucía. Una trampa en la que han caído tertulianos y demás periodistas.
Es cierto que esa protesta ha sido aprovechada por Sánchez para restar a Susana Díaz algunos apoyos en Huelva, y para ello ha tirado de Mario Jiménez. Hasta hace un año, este parlamentario era un estrechísimo colaborador de la expresidenta autonómica, además de cerebro de la gestora que intentó pilotar el desembarco en Madrid de la susodicha. Fracasada esa operación por el inesperado triunfo de Sánchez, el escudero Jiménez fue sacrificado como portavoz y relegado a los aposentos de su cacicazgo onubense, donde ha preparado el contrataque para derrocar a Díaz, aliándose ahora con las huestes del Señor de Ferraz.
La ocasión se presentó cuando el cuñado de Jiménez y presidente de la Diputación, Ignacio Caraballo, tuvo que dimitir por la acumulación de escándalos, el último: un supuesto acoso sexual a una exmilitante socialista. Díaz quiso imponer un sustituto y Jiménez propuso a la vicepresidenta de Caraballo: María Eugenia Limón. Y Sánchez eligió a ésta, sin atender a la propuesta de más de la mitad militancia y de los alcaldes de la provincia que no querían la continuidad de la opacidad y el clientelismo más descarado al frente de la institución.
Todo hubiera quedado en una pelea entre susanistas y sanchistas si no fuera porque la candidata oficial y, desde el pasado sábado, flamante presidenta de la Diputación --o Cueva de los 170 millones-- no formara parte del llamado clan de los bartolinos.
El clan es originario del pueblo onubense de San Bartolomé de la Torre, cuyo consistorio ha acumulado durante años todo tipo de beneficios e infraestructuras en claro perjuicio del resto de pueblos de su entorno. Este grupo ha gobernado, mano a mano con Caraballo y Jiménez, las finanzas provinciales, las gerencias de mancomunidades y demás entramados satélites. La perla de este engranaje clientelar con sueldos estratosféricos es GHIASA, la empresa provincial de aguas que ha impuesto unas tarifas altísimas en zonas muy deprimidas, y que está dirigida con mano de hierro por el padrino de la actual presidenta de la Diputación, jefe principal del dicho clan de los bartolinos.
El motín de las juventudes, militantes y alcaldes --muchos de ellos sanchistas de la Sierra de Huelva-- no ha sido a favor de Susana sino en contra de esas prácticas caciquiles del ahora aliado de Sánchez que determinan el funcionamiento del partido y, por supuesto, el de las instituciones provinciales. Ante el ordeno y mando de Ferraz, los militantes argumentan que elegir a dedo a la candidata ha sido una forma de “corrupción democrática”. Además, abrir la caja de Pandora ha supuesto que buena parte del municipalismo muestre abiertamente su hartazgo ante el sistemático saqueo al que la cohorte caciquil ha sometido y sigue sometiendo a la provincia desde hace décadas. La propuesta no era otra que, antes de nombrar a la candidata, se reuniese y decidiera el comité provincial del partido y, en segundo lugar, que la Diputación se alejase del clientelismo asfixiante y desvergonzado. Sánchez ha optado por la “corrupción democrática” y el clientelismo, justamente lo contrario por lo que fue votado por la militancia.
Como hizo José I, el dueño del PSOE conquista Andalucía degollando muchos y muchas onubenses. Será casualidad, pero la derrota del hermano de Napoleón comenzó también en Huelva, con la entrada de tropas inglesas, en cuyo avance colaboraron muchos vecinos que organizaron su propia defensa ante los saqueos que sufrían a manos de las tropas del nuevo rey.
Quizás haya creído Sánchez que ningunear y acallar a los militantes y a los alcaldes socialistas onubenses le ha salido muy barato, un precio insignificante en su anhelada conquista de Andalucía. Sin embargo, la historia es muy terca. Los disidentes y los insurgentes siempre han sido decisivos en el resultado final. El municipalismo puede tener la última palabra, salvo que los ediles prefieran seguir sometidos al capricho del cacique de turno antes que atender las necesidades de sus vecinos. Mientras se lo piensan, el nuevo rey de Andalucía ya ha elegido, para él Huelva no vale ni una misa.