Hace unos días los jóvenes de S’ha Acabat denunciaban a un profesor de la UAB porque, entre otras lindezas, en sus clases tacha a Ciudadanos de ser un partido de extrema derecha y se refiere a España como “Estado fascista español”, llegando a plasmarlo así en el enunciado de un examen.

Casi a la vez, Joan B. Culla, otro profesor de la UAB, publicaba en Ara un artículo infame titulado “Espanyolisme d’ahir i d’avui” en el que también identificaba con la extrema derecha --de un plumazo y sin un solo argumento-- a entidades cívicas que, al igual que Ciudadanos, representan un constitucionalismo sin complejos, sobre todo en materia lingüística: Impulso Ciudadano, Asamblea por una Escuela Bilingüe y la propia S’ha Acabat.

Son dos ejemplos muy recientes entre tantos y tantos que se podrían apuntar --basta revisar las redes sociales-- para ilustrar una estrategia del nacionalismo que siempre ha buscado estigmatizar --con ataques furibundos de unos y el silencio cómplice de otros-- a aquellas personas y colectivos que identifica como serios obstáculos para el logro de sus fines. Fue en su día el caso de los preclaros firmantes del Manifiesto de los 2300 o el de los impulsores del Foro Babel. Más recientemente ha sucedido con Societat Civil Catalana (SCC), un proyecto que conozco bien porque fui durante más de tres años miembro de su junta directiva.

Señalar al disidente como fascista (o ultraderechista) sin ninguna evidencia y con el único fin de desacreditarle es un comportamiento profundamente antidemocrático desplegado ya por el estalinismo. La generalización de esta práctica en Cataluña, alentada desde el poder --recordemos al entonces consejero Romeva tachando de falangistas a los miles de manifestantes del 19 de marzo de 2017-- y por líderes de opinión en tertulias delirantes, ha logrado acallar a muchos constitucionalistas y ha condicionado enormemente el discurso de otros. Los señalamientos limitan de forma evidente la capacidad de las víctimas para difundir sus planteamientos, no solo porque pierden credibilidad --difama que algo queda-- sino porque han de invertir gran parte de su tiempo en defenderse.

Como profesora de Comunicación me resultó particularmente obsceno ver cómo un colectivo de periodistas, el Grupo Ramon Barnils, encargaba a Jordi Borràs la redacción del libro Desmuntant Societat Civil Catalana, un panfleto publicado en 2015, que solo buscaba desacreditar a esta entidad debido, sin duda, a la fuerza que iba cobrando. El propio autor, sin ningún rubor, reconoce en la introducción que la iniciativa es del Grupo Barnils y afirma que “SCC es aquella entidad que ondeando la bandera de la transversalidad ha acogido a carlistas, socialistas, neonazis, nostálgicos franquistas y constitucionalistas en nombre del no-nacionalismo, el seny y la concordia…”. Y, ¡claro!, una se imagina departiendo con neonazis como si tal cosa…

 

Para colmo, el entonces presidente de este numeroso colectivo de periodistas, David Bassa, hoy jefe de informativos de Televisió de Catalunya (TVC), apuntaba alegremente, ya en la primera página del prólogo del mencionado “libro”, que “los vínculos entre los dirigentes de SCC --una servidora, por ejemplo-- y la ultraderecha son desvergonzadamente constantes”. Así se entiende perfectamente la “ecuanimidad” con la que informaba TVC sobre la histórica manifestación del 8 de octubre de 2017: “La gran manifestación en contra de la independencia será mañana en Barcelona. La ha convocado SCC si bien otras formaciones como la Falange, Vox o Plataforma por Cataluña han hecho llamamientos a participar…”.

Pero sucedió que a aquella manifestación, y a la del 29 del mismo mes, asistimos cientos de miles de demócratas que aplaudimos con entusiasmo los discursos de Josep Borrell, Mario Vargas Llosa, Carlos Jiménez Villarejo, Teresa Freixes, Félix Ovejero y del recientemente fallecido Paco Frutos, quien fuera secretario general del Partido Comunista de España durante casi una década. Precisamente él ponía el acento en la estigmatización del constitucionalismo: “¿Qué puedo decir yo de gente que envía a niños y niñas de 17 años y menos a manifestarse por Barcelona con una pancarta que dice ‘Contra el Franquismo’… ¡Es miserable!”.

A partir de estas grandes movilizaciones, la campaña de descrédito orquestada por el nacionalismo quedó muy debilitada, sobre todo en lo que a SCC se refiere. No obstante, se siguen observando no pocos coletazos que han de ser contestados enérgicamente si queremos ponerle realmente fin. Por eso celebro tanto --retomando los ejemplos que apuntaba al principio-- la denuncia de S’ha Acabat, con el respaldo de Universitaris per la Convivència y Foro de Profesores, al docente de la UAB que en sus clases califica de fascista al partido político vencedor de las últimas elecciones catalanas. Y por eso celebro también el genial artículo “La lista de Culla” con el que José Domingo, presidente de Impulso Ciudadano, afea a este historiador su intento de demonizar de forma realmente patética a diversas entidades constitucionalistas que le resultan molestas: “Joan B. Culla ha estudiado los movimientos totalitarios y es un avezado propagandista. Jordi Pujol, a principios de los años noventa, designó a ochenta y cuatro «agentes actuantes» para ejecutar un plan de nacionalización de Cataluña. Él fue uno de ellos y en el año 2020, en plena pandemia, sigue realizando eficazmente ese cometido".

Es indudable que se han acabado los tiempos de silencio. La insoportable presión del procés ha despertado muchas conciencias, como se advierte en el entorno universitario con S’ha Acabat y Universitaris per la Convivència. A este último colectivo ya nadie se ha atrevido a colocarle las etiquetas habituales, unas etiquetas que ahora --con el separatismo inmerso en una disparatada huida hacia delante-- parecen especialmente reservadas para instituciones como el Poder Judicial o la Jefatura del Estado. Resulta inaudito --solo apto para populistas y nacionalistas muy fanáticos-- ver cómo son tachadas una y otra vez de franquistas por haber tenido la osadía de proteger el orden estatutario y constitucional. Exabruptos, en definitiva, de quienes no asumen, como reza el acertado lema de Tabarnia, que esta función ha terminado.