El ‘procés’ ha significado para Cataluña la pérdida de una década. Si contamos desde el 2010, cada dos o tres años ha habido que acudir a las urnas unas veces con el señuelo de las “mayorías excepcionales” que nunca existieron, otras con el espejismo de las “elecciones plebiscitarias” y siempre porque el proceso soberanista ha envenenado de tal manera las relaciones políticas y sociales que la incapacidad para gobernar de forma digamos “normal” ha sido la tónica dominante en estos años.
Después del fracaso del segundo tripartito, Artur Mas consiguió una amplia victoria, con 62 diputados, pero el inicio del procés en el 2012, superado por la calle en la primera Diada multitudinaria, por los recortes sociales y por la corrupción de su partido, le llevó a disolver el Parlament a los dos años, en busca de una “mayoría excepcional” que se quedó en 12 diputados menos de los que tenía.
En el 2015, Mas anunció elecciones para el 27 de septiembre el día 14 de enero, es decir, con ocho meses de anticipación, una innovación en la ciencia política. Después vinieron el 1-O, la DUI y las elecciones del artículo 155, que se celebraron el 21 de diciembre de 2017. Y aún Quim Torra aportaría después otra innovación política, anunciar elecciones pero sin convocarlas ni fijar la fecha. Lo hizo el pasado 29 de enero y a primeros de marzo se desconoce cuándo se colocarán las urnas, aunque parece que gana puntos que las elecciones serán en otoño.
Es decir, desde el 2010 al 2020, Cataluña habrá ido a elecciones en cinco ocasiones (2010, 2012, 2015, 2017 y 2020), sin contar las otras cinco elecciones generales en ese periodo (2011, 2015, 2016, 2019 y 2019) y las tres municipales (2011, 2015 y 2019). Es imposible gobernar con eficacia con esta acumulación de convocatorias electorales: 2013, 2014 y 2018 fueron los únicos tres años de la década en que no hubo elecciones. Pero en Cataluña es particularmente destacable la frecuencia en elecciones autonómicas. Eso, unido a los sobresaltos del proceso soberanista, a la división entre los partidos independentistas y a la fractura política, social y existencial en dos mitades, ha convertido la acción de gobernar en algo que pertenece al mundo de los sueños y, como decía Ortega, al esfuerzo inútil que conduce a la melancolía.
La división entre los dos grandes partidos independentistas viene de antiguo, casi desde el mismo inicio del procés, pero después de los hechos de octubre del 2017 se ha ido agravando cada vez más. El punto de no retorno parecía que se había producido cuando, el 29 de enero, Torra declaró la legislatura “agotada” por la “deslealtad” de ERC y anunció elecciones en respuesta a la connivencia de Esquerra en la retirada del acta de diputado al presidente de la Generalitat.
Pero las cosas aún irían más lejos con el mitin de Perpiñán hasta llegar a la sesión de control del pasado miércoles en el Parlament, en la que asistimos a un hecho insólito: el portavoz parlamentario de uno de los dos socios del Govern recriminó al president, como representante del otro socio del Govern, los ataques lanzados en el acto protagonizado por Carles Puigdemont contra la mesa de diálogo con el Gobierno de España en la que se sientan cuatro delegados de Puigdemont.
Sergi Sabrià, siempre tan ortodoxo, se dejó ir y pidió a Torra explicaciones de por qué “en un mismo espacio político se carga con dureza y amargura contra la mesa” mientras el propio president dice que nunca se levantará de la mesa, calificada en Perpiñán de “engañifa” por la exconsellera Clara Ponsatí y menospreciada por Puigdemont. Torra respondió acusando a ERC de “ir con el lirio en la mano” y remachó que para él la mesa solo tiene una utilidad: fijar una fecha para el “referéndum de autodeterminación”. No tardó nada Puigdemont en volver a embarrar el campo fijando como objetivo para la próxima reunión que Pedro Sánchez reconozca que “Cataluña es una nación”, algo que el presidente del Gobierno ha admitido en diversas ocasiones y está escrito en el preámbulo del Estatut del 2006.
¿Es posible seguir así hasta unas elecciones anunciadas pero no convocadas? ¿No es una afrenta a todos los ciudadanos mantener la ficción de que el Govern gobierna? ¿Hasta cuándo va a durar este espectáculo lamentable? Porque, en realidad, Puigdemont, Torra y sus adláteres lo único que esperan es que la mesa de diálogo fracase y que el fracaso desgaste lo suficiente a ERC como para volver a ganarles las elecciones in extremis, como ocurrió en el 2017 –si descontamos en primer puesto de Ciutadans--, y para dejar de nuevo sumida a Cataluña en la incertidumbre, en la unilateralidad y en la confrontación permanente.