Hace ya más de una década que volví de China, donde tuve la suerte de vivir cuatro años, pero mis familiares y amigos siguen considerándome una experta en el país. “¿Crees que el gobierno chino nos oculta información sobre el coronavirus y mandó cargarse al médico que dio la alerta? ¿Es verdad que comen murciélagos y que son unos guarros? ¿A ti te caían bien? ¿Cómo son los chinos?”
Me gusta especialmente esta última pregunta, teniendo en cuenta que hablamos de un país de 1.300 millones de personas. "¿Cómo son los chinos?” Pues habrá de todo, les respondo. Supongo que la proporción de simpáticos, imbéciles, marranos, ricos o maleducados debe ser similar en cualquier país del mundo, y que también dependerá de su nivel de desarrollo. No se comporta igual un multimillonario de Shanghái que un campesino de una zona rural de Hubei.
“¿Y es cierto que escupen?”
Pues sí, escupen bastante por la calle. Algunos. No todos.
“Me han dicho que están deslumbrados por el consumismo y obsesionados con comprar...”
Pues no sé si más que los americanos o los europeos. En eso de consumir y despilfarrar les llevamos unos cuantos años de ventaja. Lo que sí pude constatar durante mi estancia allí es que miles de personas estaban dispuestas a emigrar del campo a las ciudades, dejando atrás a sus familias, para poder sacar a sus hijos de la pobreza y lograr que estudiaran en la universidad. Cualquier persona que haya viajado a la China rural habrá visto que hay niños haciendo los deberes en cualquier parte: en la mesa de un restaurante, detrás del mostrador de una tienda, sobre la cama de sus padres. También constaté que en su cultura se respeta mucho más a los mayores y se preocupan más por la salud. Todos esos aparatos para hacer gimnasia que hoy vemos en los parques de Barcelona ya existían desde hace tiempo en Pekín.
Sin embargo, cuatro años viviendo en China --además de unas breves vacaciones, hace dos veranos-- no son suficientes para conocer el país. Y mucho menos sin hablar su idioma (se me daba fatal).
Cuando llegué, en 2007, los JJOO de Pekín estaban al caer y el gigante asiático se había convertido en el foco de atención mundial. Disfrutaba aprendiendo y descubriendo cosas nuevas cada día, y me esforzaba por no caer en los prejuicios que tan rápido afloraban entre los expatriados occidentales que residían allí. Coincidí con varios periodistas jóvenes –españoles, franceses, italianos-- que hablaban con desprecio de los chinos, llamándolos incluso “macacos”, o se reían de ellos cuando el camarero no entendía el inglés o se equivocaba al traerles la comida. Me irritaba profundamente ese eurocentrismo, esa superioridad con la que los occidentales nos paseamos por el mundo pensando que somos mejores que el resto. Muchos de estos expatriados eran gente viajada, con estudios, lo que me hizo dudar de la típica frase “viajar te abre la mente”.
Mi experiencia personal me ha enseñado que viajar solo te abre la mente si ya saliste de tu pueblo con la mente abierta, si tus padres consiguieron educarte con una mente libre de prejuicios a la hora de mirar el mundo y no quedarte con los estereotipos.
He conocido a gente que ha viajado poco, o que ni siquiera ha llegado a salir de su país, mucho más curiosa y abierta de mente que otros con los que he coincidido en el extranjero. Mi abuelo, por ejemplo, viajó poco y más tarde, por problemas de salud, se quedó inmovilizado en casa. Cuando iba a verlo y le contaba mis viajes, me hacía preguntas inteligentes, sin juzgar, y luego insistía en que leyera un librito que a él le había gustado mucho: Voyage autour de ma chambre, Viaje alrededor de mi habitación, del escritor francés Xavier de Maistre.
El libro, publicado en 1794, narra la historia de un joven oficial encerrado durante 42 días en la ciudadela de Turín después de un duelo y es una especie de parodia de los libros de viajes de la época: sin poder salir de la habitación, el protagonista realiza un viaje mental a partir de los objetos que lo rodean --un libro, un cuadro-- y reflexiona sobre las grandes cuestiones existenciales: la vida, el arte, el amor, la literatura...
Mi abuela paterna, en cambio, ya apuntaba maneras de joven. Hace poco recuperé unas cartas que le enviaba a mi abuelo desde Suiza, donde ella y su hermano pasaron la guerra civil. En 1937, cuando tenía entonces 17 años, escribió: “Noi, cada dia trobo Suïssa més estupenda, Suïssa i no els seus habitants, que son una colla d’idiotes”. Me reí mucho, pues podía imaginármela diciendo esa barbaridad. Mi àvia era una mujer con estudios y una lectora empedernida. Venía de una familia viajada y de mucha cultura, pero no se libró de tener algunos prejuicios.
También los tenía el escritor Josep Maria de Sagarra, uno de sus autores favoritos, que un año antes, en 1936, hizo un viaje en barco a la Polinesia, cuyas impresiones volcó en el libro La ruta blava. Y eso dice Sagarra de los chinos: “hi ha una raça que es va estenent com l’oli per totes les illes del Pacífic, que es filtra pertot arreu i que s’apodera i s’aprofita de tot: és la raça groga”, escribió.
Según el autor catalán, en Papeete todas las tiendas estaban en manos de los amarillos, y las pocas que no lo estaban “desapareixeran, perque el dragó xinès, amb la seva infinita voracitat, se’ls haurà menjats de viu en viu”. Sagarra tampoco se corta al describir a los chinos como “mosteles sense pèl, d’ulls estirats i de somriure humil”.
Diez años después, en octubre de 1957, Ryszard Kapuściński viajaba por primera vez a China. Sus primeras impresiones del país, recogidas en el libro Viajes con Heródoto, delatan un profundo respeto por una cultura y civilización que desconoce. Kapuściński se esfuerza por comprender las diferencias: por ejemplo, se pregunta por qué su traductor oficial, el compañero Li, a veces se queda callado en lugar de traducir. “Igual es de mala educación abordar las cosas a bocajarro, me decía. Muchas veces había leído que Oriente tenía un ritmo de vida distinto, mucho más lento, que cada cosa tenia su propio tiempo, que uno debía conservar la calma y aprender a ser paciente, aprender a esperar... que el Tao no valoraba la agitación sino la inmovilidad”.
Sus descripciones de los lugares y sus gentes, hombres y mujeres vestidos igual, yendo en bicicleta a trabajar, están hechas con cariño y respeto, libres de prejuicios y mofas. “Confucio dice que la persona nace en el seno de una sociedad luego tiene una serie de obligaciones. Las mas importantes son: cumplir las ordenes del poder y obedecer a los padres”.
¿Tendríamos que leer todos a Confucio y Lao Tse para comprender China? No sé, pero sí deberíamos ir por la vida sin repetir como loros los prejuicios que oímos en boca de otros, sin ser unos hipócritas. Diez años antes de que Sagarra viajara a la Polinesia, George Orwell se atragantaba en Birmania al ver como sus compatriotas británicos trataban con desprecio a los locales. Denunciar el racismo europeo es el tema de fondo de su novela Días en Birmania, donde el protagonista Mr. Fleury, no solo lamenta los aires de superioridad de los británicos con los nativos, sino que se autoflagela por no defenderlos: “Toda tu vida esta plagada de mentiras… oyes cómo a tus amigos orientales se les llama babas grasientos y admites disciplinadamente que de hecho son babus grasientos o contemplas cómo unos mequetrefes recién salidos de la escuela tratan a patadas a criados ya canosos …”
Albert Einstein, ganador de un Nobel, llegó a decir que el racismo era una “enfermedad de blancos” y uno de los “males más urgentes de esa sociedad”. Sin embargo, la reciente publicación de sus Diarios de viaje (Princeton University Press, 2018) ha revelado que Einstein tenía ciertos prejuicios contra los chinos. A su paso por Asia, entre octubre de 1922 y marzo 1923, Einstein anotó que los chinos eran “una gente trabajadora, asquerosa y obtusa” que “en lugar de sentarse en un banco para comer, lo hacen de cuclillas, como hacen los europeos para aliviar sus necesidades en un bosque frondoso”.
El reconocido científico también escribió que allí los niños “no tienen espíritu y parecen tontos” y que, dada su alta tasa de fertilidad, “sería una pena que estos chinos suplantasen a todas las demás razas. Para gente como nosotros, el mero pensamiento es indescriptiblemente lúgubre”.
Por suerte, en público Einstein supo morderse la lengua.