Es difícil entender y, por lo tanto, explicar qué diantres nos ha pasado o qué hemos hecho para merecer esto. Es un sinvivir continuo, de sobresalto en sobresalto. Cada semana tiene su sorpresa y su momento de incertidumbre. Empezamos con el lio de la investidura; después vino el pin parental, un buen ejemplo de cómo Vox marca la agenda de la derecha; aparece de súbito una reforma del Código Penal; otro día, se produce el barullo con Juan Guaidó, y el ambiguo encuentro de la vicepresidente venezolana con José Luis Ábalos, que actúa después de sobrado diciendo que “yo he venido para quedarme y no van a echarme” (a saber lo que opina el presidente del Gobierno); de fondo, el juicio a la cúpula de los Mossos y su exmayor, Josep Lluís Trapero; hoy, el Parlamento de Cataluña se enfrenta a la inhabilitación y pérdida del acta de diputado de Quim Torra (JxCat), con el marrón sobre la mesa del presidente de la institución, Roger Torrent (ERC). El incremento de las pensiones, el salario mínimo o el sueldo de los funcionarios parece que hubiesen quedado en el limbo.
Apenas llevamos cuatro semanas de 2020 y dos del nuevo Gobierno. ¿Alguien da más en tan poco tiempo? Cuando se mira hacia atrás, no sabemos si estamos en el túnel del tiempo o en el de la risa. A juzgar por el barómetro del Centro de Estudios de Opinión de la Generalitat publicado la semana pasada, podríamos llegar a la conclusión de que, si fuese independiente, Cataluña sería un Estado fallido. Sólo el 1,6% opina que el Govern está resolviendo los problemas del país y el 61,6% cree además que no sabe cómo hacerlo. Para acabar de arreglarlo, cuando se consulta por la imagen de los distintos segmentos profesionales, los políticos reciben una calificación del 2,65, solo superados en el último lugar por sacerdotes y religiosos (2,63), sin que nos podamos explicar si se trata de un proceso de laicidad acelerado o un ataque de agnosticismo político/religioso. Habrá que esperar al próximo barómetro del CIS para saber si los ciudadanos del resto de España tienen percepciones similares respecto del Gobierno central.
En su primera aparición como portavoz del Gobierno, María Jesús Montero, a la sazón ministra de Hacienda, subrayaba que “la política no se puede esconder detrás de las togas”. El caso es que, sin apenas respiro, nos hemos topado con la idea de reformar el Código Penal en lo que concierne a los delitos de rebelión y sedición, aunque con indicios de que pueda ser más amplia. La ministra dijo que sería una reforma para "homologar" el Código Penal con los de otros países europeos, siendo preciso abordar otras materias, como incluir el consentimiento expreso en las relaciones sexuales. Parece improbable pensar que se vaya a reformar el tema de la acusación particular que no existe en país alguno de la UE y exigiría una reforma de la Constitución que, a su vez, precisa de 210 votos.
Según José Luís Rodríguez Zapatero (últimamente, perejil de todas las salsas al que tendría su gracia ver de mediador en el conflicto catalán), no hay “mercadeo” en la reforma, sólo se persigue “desinflamar” la crisis catalana. Entonces, ¿para qué tanta prisa? Algunos mal pensados han salido precipitados a proclamar que es un ardid para arreglar el tema de los presos del procés. Hasta hay quienes opinan que las declaraciones de Oriol Junqueras hace unos días condicionando la negociación de los presupuestos a la marcha de la mesa de negociación Gobierno-Generalitat eran un aviso para los navegantes de la Moncloa, una especie de “qué hay de lo mío”. No hay problema: el ministro Jose Luis Ábalos informaba que “el tema de los presupuestos subyacía en las conversaciones” con ERC y la vicepresidenta, Carmen Calvo, aseguraba que la reforma del Código Penal “no forma parte de la mesa de diálogo”.
Diríase que vivimos una crisis aguda de incontinencia verbal que hace todo más confuso. Lo único que está claro es que tanto los presupuestos como la aludida reforma del Código Penal, requieren ser tramitados como leyes orgánicas, lo que exige mayoría absoluta de votos del Congreso, es decir, la cifra mágica de 176 diputados. Ello, por sí solo, hace impensable que ambas cuestiones estén ausentes de la mesa de diálogo entre gobiernos. Cada cual tiene sus urgencias. Unos necesitan aprobar las cuentas lo antes posible; otros, que se resuelva la reducción de penas e inhabilitación, mientras dan hilo a la cometa de la autodeterminación y la amnistía.
Llegados a estas alturas, ante la complejidad de reunir una mayoría absoluta en el Congreso, la incertidumbre de la fecha de las elecciones catalanas y la guerra sin cuartel ERC-JxCat, sorprende que no se haya optado por una fórmula alternativa a la reforma del Código Penal. La última se hizo en 2015 con Alberto Ruiz Gallardón en Justicia y tampoco se trata de una ley que suela modificarse cada poco tiempo, máxime cuando no se atisba voluntad alguna de abordar esa reforma por parte de la oposición. Al menos, es lo que opinan algunos expertos que subrayan además la necesidad de hacer estas cosas con cierta mano izquierda, siendo una forma discreta de modificar la ley. La fórmula, apuntan, podría ser el recurso a las circulares de la Fiscalía General del Estado que, careciendo de carácter de ley, pueden acabar teniendo el mismo valor.
Después de todo, la acción penal es materia exclusiva del Estado y los jueces no pueden condenar si los fiscales no acusan. Una circular (hay muy pocas al año) permitiría describir con más precisión los delitos de rebelión o sedición añadiendo algunas circunstancias necesarias. En definitiva, se trataría de un mecanismo que faculta modificar preceptos legales por la vía de la interpretación del delito. Serviría para reducir tanto la pena como la inhabilitación, siempre subsidiaria de aquella salvo en los casos de prevaricación. Todo es cuestión de que no se demore demasiado la toma de posesión de Dolores Delgado como nueva fiscal general.
Todavía hay tiempo. Y, visto lo visto, aún podemos ver mucho más.