Juan Rodríguez Teruel (Barcelona, 1974) es doctor en Ciencia Política por la Universitat Autònoma de Barcelona y profesor de Ciencia Política en la Universidad de Valencia y editor de Agenda Pública. Piensa mucho sus frases, y matiza, pero llega a la conclusión que podía haber lanzado al inicio. Cree necesario, sin embargo, ese giro para que se recoja la complejidad de la materia, que es la que analiza una realidad política tan cambiante en estos momentos. Rodríguez Teruel se ha especializado en el estudio de las élites políticas, y en la descentralización del poder. En esta entrevista con Crónica Global señala que, al final, “todos los descendientes del procés acabarán volviendo a Pujol”, a quien valora por haber gestionado mucho mejor, a su juicio, el toma y daca con el Gobierno central. En lo que insiste este politólogo es en la dificultad que tendrá España, en su gobernabilidad, si no acaba asumiendo que debe contar con la “mayoría interna catalana”.
--Pregunta: ¿Cómo se puede gobernar en España con una atención especial en Cataluña? ¿Es incompatible en estos momentos?
--Respuesta: Yo lo expresaría al revés: no se puede gobernar una España democrática sin Cataluña, como ha demostrado cada período democrático de los últimos dos siglos. La inestabilidad gubernamental de los últimos cinco años está causada, en buena medida, por el desajuste de esa integración. Incluso cuando ha habido mayorías absolutas, la gobernabilidad y el despliegue de cualquier agenda de políticas ha requerido de la implicación de la mayoría política que se ha dado, en cada momento, en Cataluña para asegurar su eficacia en el tiempo. Si se hubiera producido un pacto entre PSOE y Ciudadanos después de abril, no habría sido diferente. Ni siquiera el Aznar salido de las urnas en 2000 lo desconocía. Otra cosa es que hayamos banalizado esa clave de bóveda del sistema político español, reduciéndola a un mero intercambio de votos en el Congreso entre el partido mayoritario y el nacionalismo gobernante catalán. El resultado ha sido muy perverso, ya que la participación catalana en la gobernabilidad del Estado ha acabado limitándose a un reparto caricaturesco de esferas territoriales: déjame gobernar en Madrid y haz lo que quieras en Barcelona. El resultado: un Estado descatalanizado --apenas hay catalanes en los grandes cuerpos de la Administración, la cúspide del poder judicial o en otras instituciones fundamentales del Estado--, y una autonomía catalana que ha llegado a creer que la independencia significaba solamente arriar una bandera y cerrar un grifo. Y en ambos lados, un creciente desconocimiento de lo que sucede enfrente. Yo diría que ese equívoco sobre la interdependencia existente entre Cataluña y el resto de España no se da con esa intensidad fuera del ámbito político, sea social, económico o cultural. Que la principal perdedora de este fallo sistémico sea Cataluña es lo de menos: la política española también paga un elevado coste de oportunidad por resignarse a esta situación.
--Lo sucedido en Barcelona, con actos de violencia constantes, durante una semana, ¿se podía prever, en el sentido de que la frustración por la imposibilidad de lograr el objetivo de los independentistas lleva de forma inexorable a la violencia?
--No deberíamos sorprendernos por lo sucedido en ese semana: que habría una expresión contundente de enfado y decepción en buena parte de Cataluña (una expresión sana y comprensible), y que --tarde o temprano-- los líderes independentistas se verían desbordados por quienes han creído que la independencia era inminente y que cualquier retroceso o moderación era una traición era previsible. Un desbordamiento que siempre acaba siendo violento, como muestra la historia repetidamente. Otra cosa es verlo hecho realidad: como en el 1-O, impresiona constatar el fracaso de que lo previsible se acabe aceptando como inevitable.
--¿Por tanto?
--Pues que, sin relativizar lo ocurrido, no deberíamos dejar que se nos pasara una curiosa y significativa coincidencia: de forma casi simultánea, hemos visto las mismas imágenes en Barcelona, Santiago de Chile, Beirut y Hong Kong, como hace unos meses en Francia, a las que habría que añadir las manifestaciones masivas (y más pacíficas) en Londres o Montevideo. Contextos muy distintos, con problemas distintos, pero con resultados similares. Se trata de una enorme capacidad de movilización masiva de ciudadanos enfadados por decisiones (o indecisiones) políticas, pero sin liderazgos al frente que canalicen ese enfado. No es un fenómeno nuevo, pero va a más: la movilización a la contra, que deja al poder contra las cuerdas, pero sin capacidad de articular alternativas porque no tiene líderes que sepan transformar esa movilización en políticas pragmáticas e institucionalizadas. Las tecnologías están ayudando a reducir el coste de esas muestras de acción colectiva, pero no las convierte en una verdadera palanca de cambio. Como explica en un reciente libro Konstantin Vössing, How leaders mobilize workers, las grandes y masivas movilizaciones del movimiento obrero de los siglos XIX y XX fueron muy eficaces para avanzar en los derechos laborales porque al frente tenían líderes que acertaron cuando acelerar, cuando elevar el tono y cuando quitar gas. No es eso lo que vemos hoy.
--¿Se ha podido constituir una generación que hará política en la calle, con actos de este tipo, que se politizó con las Diadas a partir de 2012?
--Como apuntan los estudios, ciertos acontecimientos pueden marcar la socialización política de una generación, cuyo impacto permanece luego en el tiempo. Lo explica bien, para nuestro caso, Oriol Bartomeus en El terretrèmol silenciós. No tengo tan claro cuál será ese impacto en este caso: ¿convertir la autodeterminación o la independencia (así como su reverso: la oposición contundente a todo ello) en referentes básicos de futuras agendas políticas? ¿o más bien el impacto lo producirán los efectos de un plausible fracaso del procés, esto es, el rechazo al maximalismo, o la necesidad de construir nuevos consensos por encima de nuestras diferencias? Es muy probable que esté emergiendo una generación del procés, que no será la de la independencia sino la de la exigencia: ciudadanos más exigentes y críticos con las promesas de sus representantes, y más escépticos con las posibilidades de la participación política tradicional, la cual suele dejar mucho margen de la iniciativa a las instituciones. También más volátiles electoralmente. No obstante, los estudios también cuestionan al alcance del impacto generacional, muchas veces diluido por factores de corto alcance.
--¿Y dónde se sitúa el foco?
--Para tratar de entender eso, no deberíamos fijarnos en los que aparecen en primera línea de las movilizaciones, sino en los que se suelen quedarse atrás o en casa (sean de un sentido u otro). Tampoco deberíamos perder de vista qué nueva generación de liderazgos surgirán de estos años: el procés ha sido una máquina de triturar carreras políticas. No tenga duda de que los aspirantes a gobernar a sus ciudadanos están tomando buena nota de ello.
--¿Cómo puede el indepedentismo vehicularse de forma institucional? ¿Hay que darle alguna salida, en función de las mayorías que logre?
--El auge de los movimientos secesionistas es una tendencia común en varias democracias de Europa y más allá. Y la descentralización en antiguos Estados unitarios les ha acabado ofreciendo posiciones de poder a estos partidos con programas y discursos que desafían al centro: en Bélgica, en el Reino Unido, en Italia, en Francia, en España… Es curioso el papel de la integración europea. La defensa de la subsidiariedad alimentó ese proceso, pero ahora la UE aparece más bien como un freno para su culminación. En un contexto de reducción sustancial de los recursos al alcance de los poderes públicos, estos movimientos nacionalistas periféricos tratan de rentabilizar la crisis de los Estados nacionales y les plantean un nuevo dilema: ¿cómo contenerlos? ¿Devaluando nuestra democracia para mantener la unidad nacional de los viejos Estados, o actualizándola mediante nuevas reglas democráticas que clarifiquen los límites y las exigencias para romper estos Estados: gobiernos compartidos de tipo federal y mayorías reforzadas para decidir? No hay que perder de vista que la pérdida de atractivo de los viejos Estados fue en paralelo con políticas neoliberales basadas en el desprecio del papel de lo público. Por eso, no sé si la recuperación de las retóricas nacionalistas de los Estados puede ser muy útil para el mantenimiento de su unidad: si crees que la unidad de España es preferible a la independencia de Cataluña, demuestra que con aquella gobernarás mejor. Hasta ahora parece que el discurso sea el contrario: quizá lo que tenemos no sea muy brillante, pero la ruptura será peor. Es una posición demasiado cómoda, que oculta los defectos existentes en la estructura autonómica, y que tienen efectos muy negativos y concretos. Una lectura de Turbulències i tribulacions, el relato de lo vivido por Albert Carreras y Andreu Mas-Colell en su etapa al frente del Departament d’Economia muestran perversiones insostenibles en la financiación de la Generalitat. Ese libro se escribió pensando en lectores catalanes, pero debería ser más bien lectura (y debate) para el resto de la opinión española. Canalizar institucionalmente el independentismo también es reconocer que la crisis catalana es, ante todo, una crisis política española.
--¿Debe cambiar, por tanto, la gestión de lo político, para atender esas demandas que se vehicula desde la calle?
--Sin duda, una visión más ajustada de lo que puede ofrecer la política, de lo que pueden hacer las instituciones públicas, de sus obligaciones y de sus límites, ayudaría a no caer en lo que Stephen Medvic (In defense of politicians) denominó “la trampa de las expectativas”. Es lo contrario de lo que suelen sugerir esos versos del poeta que tanto gusta repetir: "Tot està per fer, i tot és possible". Así no extraña que acabemos confundiendo la fundación de una república con pedir “helado de postre cada día” (uno de los eslóganes de la ANC en su campaña de 2015). O, en el lado contrario, sugerir que un Gobierno puede impedir sin más ayuda que la ley, que una masa de ciudadanos se organice al margen de la constitución para realizar un ejercicio de desobediencia civil.
--Hay una interpretación ahora a partir de lo sucedido con el Brext, que señala que hay nuevos políticos que quieren hacer política, como Boris Johnson, o, incluso, Pedro Sánchez, que no quieren limitarse a cumplir las reglas. ¿Es acertado, es posible ese camino, es lo que esperaban los ciudadanos?
--No veo clara esa tesis. En contra de lo que se suele decir, apenas hay políticos que no hagan política. Es un sinsentido. Yo más bien veo políticos obligados a sobrevivir y desarrollar su agenda bajo una aceleración de los tiempos de la política, donde la inacción está absolutamente penalizada. Esta aceleración de los ritmos (junto al papel de las nuevas tecnologías y otras causas) está encogiendo el papel de los partidos y favoreciendo una política más personalizada y desintermediada, mediante la cual los nuevos dirigentes tratan de adaptarse a electorados más fragmentados y volátiles. Esta nueva forma de competir y representar incentiva giros y mutaciones más frecuentes de discursos y programas. Johnson dudó antes del referéndum entre dos discursos que le habían pasado: a favor y contra el Brexit. Escogió el que pensaba que le llevaría más lejos. Y no me extrañaría que fuera el político que entierre el Brexit (o vender un Brexin que parezca un Brexit). Sánchez sabe ahora que para recuperar centenares de miles de votantes de centroizquierda de Ciudadanos debe ofrecer un discurso distinto del que blandía en 2016 y 2017 para contener a Podemos. Todos estos nuevos líderes tienen en algo en común: la completa subordinación de partidos más pequeños y débiles al líder. Alemania, Portugal o Grecia quizá sirvan de contraejemplos. Podríamos plantear la hipótesis siguiente: allí donde las estructuras y las bases de los partidos se mantienen mejor, los gobernantes pueden plantear una agenda política más estable en el tiempo. Cuando no es así, los líderes son más vulnerables ante las inevitables contradicciones que acarrea construir mayorías y gobernar. A veces, caen en la tentación de autoimponerse una huida hacia adelante: ¿cuadra eso con lo que puede haber sucedido en Cataluña desde 2012?
--En todo caso, sí se puede apuntar una cosa: ¿ha cambiado la percepción de lo que ha sido históricamente Cataluña, como adalid de la modernidad, con el proceso independentista? ¿Fuera de Cataluña, pero también desde dentro de Cataluña?
--Un libro reciente de Jacint Jordana (Barcelona, Madrid y el Estado) ofrece una clave interesante, muy maragalliana: el proceso independentista como fruto de las dificultades de Barcelona para mantener su competición con Madrid por los recursos decrecientes del Estado. De ser así, el procés no habría ayudado: algunos indicadores muestran que los flujos de inversión, de población o de capitales podría haber empeorado particularmente las opciones de Barcelona. Así lo apunta la caída en la llegada de jóvenes de otras ciudades de España en comparación con Madrid. ¿Es algo temporal o una intensificación de una tendencia de largo alcance? Hay que ser prudente, porque la potencia económica de la región Barcelona es demasiado fuerte, incluso para el procés. En ese sentido, un aspecto llamativo, no del todo contemplado por la tesis de Jordana, se refiere a cómo el cambio político en Cataluña en la última década y media ha coincidido con un auge de la influencia política de grupos y liderazgos catalanes surgidos lejos de Barcelona. ¿El declive político de Barcelona era una condición para la eclosión del procés?
--¿Qué es a su juicio lo que el independentismo no ha entendido todavía sobre su pluralidad interna, siguiendo esa idea expresada por Vallespín en el artículo Los otros?
--La dirección política del independentismo sí ha tenido una idea bastante aproximada de la pluralidad interna de Cataluña. No en vano, algunos de esos dirigentes provienen de la tradición integradora del PSUC, el PSC o la CiU más o menos identitaria. Por eso quizá la interpretación pueda ir en sentido contrario: sabiendo que la independencia no dispone de una verdadera mayoría social, aprovecharon lo que consideraron una ‘ventana de oportunidad’ y tuvieron el acierto de focalizarla en torno a la idea de ‘derecho a decidir’. El referéndum es un instrumento útil para decantar mayorías artificiales en torno a cuestiones complejas que admiten diversas respuestas u opciones, porque polariza el electorado al máximo. En el contexto del desprestigio provocado por la crisis económica y política de esta década, algunos vieron la oportunidad de completar esa minoría independentista con el segmento más decepcionado respecto a España del resto de la sociedad. Lo que algunos llamarían la ‘mayoría del 3 de octubre’. Y las prisas para aprovechar esa oportunidad provinieron de quienes temían que, cerrada esa ventana, el resultado no solo fuera el retorno al punto de partido sino un poco más atrás. Como predicen las teorías de los conflictos étnicos basados en la competencia partidista en forma de subasta, la radicalización de un lado alimentó la reacción contraria. El resultado bien podría ser (o haber sido) una Cataluña belga, o una ulsterización de la sociedad, como han apuntado varios analistas. Pero algo no ha acabado de funcionar en ese esquema: Ciudadanos no ha cuajado en su estatus de tribunos de la Cataluña no independentista. Para haberlo conseguido, deberían haber renunciado a sus aspiraciones a substituir al PP.
---¿Para hacer qué?
--Bueno, lo que pasó es que Cataluña acabó siendo un argumento más en su estrategia española, que se desplomó con la recuperación del PSOE tras la moción de censura. Si el independentismo chocó con la pluralidad interna de la sociedad catalana, Ciudadanos lo hizo con la pluralidad interna de la sociedad española. Como he argumentado antes, tampoco en España hay una mayoría política y social suficiente para gobernarla sin la mayoría interna catalana. España es incluso más diversa.
--¿Existe una vía posible?
--Tras estos fracasos, y el consecuente tiempo de transición post-procés, hay una vía posible, sí, para que, tarde o temprano, volvamos a la obligación de articular mayorías cruzadas que reduzcan la polarización soberanista. Curiosamente, eso implicará una recuperación de los discursos de Pujol y de Maragall. Soy de quienes tienen una posición más benevolente respecto a la herencia política de Jordi Pujol, sin entrar ahora en los aspectos más oscuros de su legado, que para el tema que nos ocupa son poco relevantes. Pujol no solo comprendió siempre las implicaciones (y la fuerza) de esa pluralidad interna de la sociedad que aspiró a gobernar (toda ella, un matiz hoy no menor). También tuvo la inteligencia política de anticipar los costes de despreciar esa pluralidad. Desde ese punto, el procés es también un fracaso temporal del nacionalismo más genuinamente pujolista. Pero todos los descendientes del procés acabarán volviendo a Pujol. Si me permite simplificar, ese posibilismo -injustamente despreciado como la puta i la ramoneta- es la estrategia más razonable, a mi entender, para forjar mayorías en una sociedad étnicamente plural. Pujolismo, maragallismo o PSUC… no siendo lo mismo, son todos antónimos de la belgicanización catalana.
--Si Torra quiere hablar con Sánchez, ¿se puede generar también una demanda interna en Cataluña de hablar con el independentismo para pactar un nuevo consenso interno, desde los medios de comunicación públicos al papel de las escuelas y la inmersión lingüística?
--Ese es un camino posible. Sin embargo, aún hay que evolucionar más. No estoy seguro de que hayamos llegado al punto de tensión que lleve a ambas partes -dirección del movimiento independentista y partidos mayoritarios del Congreso- a aceptar esos términos del debate (lengua, escuela, medios, mossos). Hay que reconocer aquí que a los líderes políticos españoles les costará entrar a negociar en esos términos (con las contrapartidas correspondientes para el lado independentista) si es el resultado de la derrota del independentismo. ¿Para qué negociar concesiones con los derrotados? Sobre todo, si persiste la tentación de regresar al viejo modelo de intercambiarnos espacios de poder, como he comentado al principio. Si ERC acepta ser la nueva CiU, podemos volver a los viejos tiempos. Esa es la posición que muchas veces se observa en buena parte de los sectores políticos y mediáticos más jacobinos. No me convence.
--¿Por qué?
--En realidad, los arreglos federales o consorcionales llegan cuando todos los otros escenarios son peores. No son producto de la magnanimidad, sino de la necesidad. Ambos lados accederán a negociar en esos términos cuando se reconozcan mutuamente debilitados. No es ese el punto en el que estamos. Desde luego, no mientras haya dirigentes en la cárcel porque eso desequilibra demasiado la balanza en favor de la política española. Al margen de cuestiones morales o legales, la liberación de los presos es una condición básica para reconducir el conflicto por cauces consensuales. ¿A alguien se le ocurre que algún dirigente político español entre en una prisión para hablar de acuerdos o negociaciones? Antes de eso habrá poco que hacer. Después, no está asegurado. Dependerá de nuestra madurez política.
--¿Ha habido un exceso de ingenuidad en la sociedad catalana o de vivir fuera de la realidad en su forma de relacionarse con el Estado?
--Más que ingenuidad, un error de cálculo fenomenal basado en un mal diagnóstico por parte de los dirigentes, y alentado a menudo por una visión distorsionada de la otra parte. Resulta un sarcasmo que hayamos pasado unos años dedicados a la construcción de estructuras de Estado (por cierto, sin que casi nadie haya reivindicado las verdaderas estructuras de Estado de que dispone Cataluña para incidir en el cuadro de mandos de la política española) y al final la lección sea que hemos descubierto que el Estado -español- es más fuerte de lo que nos creíamos. Por no hablar de la leyenda del reconocimiento internacional inminente auspiciada por la Conselleria d’Afers Exteriors, y finalmente desmentida por la realidad: la UE es una alianza de Estados que, por encima de cualquier principio, se respetan y protegen entre sí. ¿Hasta qué punto eso se debe a la pérdida de conocimiento sobre cómo funcionan realmente las estructuras políticas? En la lista de libros fundamentales sobre política catalana (a la que el procés apenas ha podido aportar nada), se encuentra un volumen publicado en 2006 y editado por destacados historiadores y periodistas de este país: La rectificació. Siendo todos y cada uno de sus capítulos todavía hoy de lectura imprescindible, pienso ahora en el que escribió Enric Juliana, donde ya hacía mención al desconocimiento del funcionamiento del Estado por parte de cada vez más políticos catalanes como un factor disfuncional de la primera legislatura del tripartito. Creo que hoy estamos aún peor en ese aspecto. La caricatura a la que el independentismo catalán pretende reducir hoy las instituciones políticas españolas no ayuda a plantear bien les escenarios de enfrentamiento o de negociación que podríamos tener por delante.
--¿Cuál cree que es el efecto más trágico de eso?
--El efecto más trágico de esa acumulación de errores de cálculo se ha visto con la judicialización del proceso, y con la frivolidad con que, durante 2016 y 2017 se trató, desde los dirigentes independentistas, las posibles consecuencias penales que podían derivarse de algunos de sus actos (más allá de si esas consecuencias son justas o no). El “No s’atreviran” que repetían en privado a quienes sí temían lo que se podía venir es una terrible evidencia de ese desconocimiento. Las frivolidades en política siempre tienen un previo excesivo. Hay que añadir, aunque no me lo ha preguntado, que no ha habido menos desajustes del diagnóstico en el lado contrario durante la etapa de Rajoy: desde la perplejidad ante los primeros años del movimiento hasta la absoluta incertidumbre con la que se proyectó la aplicación del 155. Que sus principales responsables no dejen de repetir hasta hoy que fue toda una sorpresa la aceptación por parte de la administración catalana de aquella autoridad sobrevenida es una muestra del desconocimiento que tenía el gobierno Rajoy de lo que iba a hacer tras aquel 26 de octubre. Sin duda, contaba con muy malas antenas. Gracias al PSC, Sánchez no sufre ese problema. Si el procés ha tenido algo de fallo cognitivo generalizado, podríamos hacer una lectura optimista de estos años: hemos aprendido que sabíamos muy poco del adversario, y ahora deberíamos no repetir tantos errores de previsión. Para empezar, debemos conocernos mejor. ¿Es eso pedir mucho en los tiempos de Twitter?
--¿Cómo puede influir en España y no sólo de cara a las elecciones, la salida de Franco del Valle de los Caídos?
--No me convence esa lectura generalizada que ha querido ver en la salida de Franco del Valle de los Caídos un retorno de flujos franquistas o una constatación de que el franquismo está presente en la sociedad. Aunque las culturas políticas son estables en el tiempo, y en España persiste una corriente autoritaria más importante de lo que sería deseable, si ahora se ha podido realizar esa operación es porque ya no era importante para la sociedad actual. Ha sido una reparación en nuestra memoria histórica. Era un acto necesario. Ahora ya pertenece al pasado. Quizá ayude al partido del Gobierno a reafirmar su discurso de orden y estabilidad, pero creo que, más allá de eso, apenas tendrá efectos en las elecciones del 10N. Menos aún después.