Paso a paso, la función pasa y esta semana sabremos qué propone el Rey y si acepta Pedro Sánchez, el que tiene en principio todos los números para ser propuesto como encargado de formar Gobierno. Segundo acto de esta pesada obra, tendremos una incógnita menos para despejar, a la espera del desenlace final. Y si no acepta, pues habrá que acudir de nuevo a las urnas. Qué ocurra ya es otra historia. Inquietos por intuirlo, nos empeñamos en contemplar las encuestas del CIS con la vista fija en su proyección electoral. De esta forma, se nos pierde la percepción de la realidad por el electorado: desconfianza (34,2%), aburrimiento (15,8%) e indiferencia (13,3%) son los tres primeros sentimientos que le suscita la política. Es como si esta se hubiese vuelto estéticamente fea y éticamente reprobable. Además, en torno al 90% cree que la situación política es regular, mala o muy mala. Un verdadero poema: justo a un paso de hacerse común la idea de que los políticos y su gestión se hayan mutado en una infernal máquina de destrucción masiva de valor y/o valores, sea estimación de cosas, hechos o personas.
Más que ante un escenario fragmentado, vivimos en una realidad con compartimentos estancos. Ya no se trata de contemplar dos bloques en la escena, sino tres: izquierda, derecha e independentistas. Cada cual va por su lado y a su bola. Incapaces de llegar a acuerdo alguno, se acaba trasladando el problema al jefe del Estado ignorando deliberadamente su papel constitucional. Pablo Iglesias ha sido el más claro: pedirá al Rey que asuma un papel de arbitraje y mediación para convencer a Pedro Sánchez de la bondad de un gobierno de coalición. Eso sí, con una nueva modalidad de coalición: a prueba, hasta que se hagan los Presupuestos. Carlos Sánchez apuntaba en El Confidencial al principio de El sonajero frente a la argumentación, lo infantil frente a la madurez. Y eso en un país cuya edad media era de poco más de 33 años al inicio de la Transición y ahora supera los 44. Como si envejeciéramos pero no madurásemos. Quizá sea una de las razones por las que la política se ha transmutado en un inmenso plató de televisión.
Estábamos la semana pasada pendientes de que pasaría con la Diada de Cataluña. Pues bien, ya pasó. Más allá del eterno baile de cifras y la constatación de una menor asistencia, es evidente que acudió mucha gente en una ambiente de festiva romería o fiesta mayor poblada de hombres, mujeres, niños y ancianos. Y los partidos haciendo de comparsas en una manifestación en donde la voz cantante la tuvo una asociación que nunca se presentó a las elecciones por lo que no se sabe exactamente a quiénes ni cuántos representa. Aunque con desparpajo suficiente como para repartir puyas a diestro y siniestro, pero sobre todo entre las propias filas del independentismo. Tal vez sea la nueva política de otra forma.
En esta tendencia a reformular la politología a la que parecemos ser adictos, sería curioso plantear el experimento de hacer unas votaciones por bloques. Lo más patente es la mala relación entre todos, hasta el punto de que el enemigo parece estar más en la casa común que fuera. Los indepes a su guerra, con un expresidente en Waterloo y un virrey en Barcelona al que, dada su inanidad, mejor sería no tenerle ni de presidente de la escalera, mientras se despellejan entre ellos y se espera la sentencia de los políticos presos como revulsivo incentivador de sentimientos marchitos y unidades quebradas, en el marco de esa querencia por celebrar derrotas. La izquierda, por su parte, como siempre, enganchada a garrotazos, cociéndose en su propia salsa, con escasas posibilidades de revivir el temor al trifachito de hace cinco meses y la amenaza de la abstención. Y la derecha con la ocurrencia de una España Suma que no sabemos a quién deja fuera, incapaz de proponer algo que vaya más allá de su propio espacio y con la única novedad de que Pablo Casado nos ha vuelto con barba de las vacaciones, no sabemos si para hacer la competencia a Santiago Abascal. Todos contra todos y entre sí, acabaremos concurriendo a unas nuevas elecciones, si se cumplen las previsiones, por pura obligación y no por convicción.
La desafección hacia los partidos tradicionales no es exclusiva de España. A lo mejor retomamos la máxima lampedusiana de “cambiar todo para que nada cambie” y acabamos proclamando un nuevo mundo para preservar el viejo, aunque no sepamos a ciencia cierta cómo es uno y que queda del otro. Aunque lo decisivo sería debatir si una política es justa y si responde al interés general, no tanto si es vieja o nueva. Todo organismo genera anticuerpos para preservarse de invasiones nocivas y sobre la mesa está el debate de si el populismo es una patología de la democracia o no. Su éxito político está condicionado por el liderazgo y la capacidad de sugestión del líder, además de sustituir ciudadanía por pueblo. De líderes carismáticos, caudillos y salvapatrias ya sabemos algo. Habrá que esperar, aunque sea fumando tras los cristales de alegres ventanales, para poder acabar alegremente cantando aquello de Concha Piquer en Tatuaje hace ya mucho tiempo: “Él vino en un barco, de nombre extranjero, / lo encontré en el puerto un anochecer… / Era hermoso y rubio, como la cerveza…”. Habrá que esperar, a ver si hay suerte y aparece un lider superlativo, un Oscar Camps cualquiera, capaz de manejar con destreza la aguja de marear y guiarnos, con Ada Colau de avispada grumete, por las aguas procelosas que se barruntan.