Llegué a Miramar por primera vez diez años después de que en aquel edificio que sirvió de hotel durante la Exposición Universal de 1929 se hubiesen instalado los estudios de Televisión Española. Recuerdo que me temblaban las piernas cuando crucé el umbral de aquella puerta, porque sabía que allí se hallaban mis referentes. Aun sin conocerlos personalmente, me había familiarizado con ellos desde el día que llegó a casa el primer televisor: Federico Gallo, José Luis Barcelona, Joaquín Soler Serrano... significaban para mí mucho más que cualquier estrella del cine o del deporte. Y yo quería parecerme a ellos, vivir como ellos la magia de aquel oficio en el que me había iniciado con dieciséis años. Atrás quedaban Radio Juventud y Radio España de Barcelona, porque aquel día, cuando no había cumplido veinte años todavía, todo se me antojaba distinto: había ganado las oposiciones a Radio Nacional –que era para mí algo así como jugar en la selección española– y, de la mano de Juan Viñas, la televisión iba a ofrecerme la oportunidad de formar parte de aquel empíreo.

El pequeño palacete de Miramar era un mundo; un pequeño olimpo habitado por los dioses más diversos: en él coqueteaba el topo Gigio con Ana María Solsona; Luis Miravitlles desvelaba los secretos del cosmos; Federico Gallo buceaba en la biografía de los personajes más ilustres; Herta Frankel movía los hilos de Marilín; Mario Cabré y José Luis Barcelona coronaban reina por un día a una muchachita menesterosa… Pues bien, en aquel vetusto caserón transcurrieron los años más intensos y felices de mi vida profesional. Entre sus paredes me hice un hombre, traté a los personajes más diversos y, lo que es más importante, trabajé con los mejores profesionales que ha dado la televisión de este país. Pedro Amalio López, el principal realizador de dramáticos, desechaba, por ejemplo, los muy superiores medios de que disponía en Prado del Rey para producir sus programas en Barcelona, entre otras razones porque aquí podía contar con los mejores en todos los ámbitos, como Juan Felipe Vila-San-Juan, con quien llevó a cabo series tan memorables como El Conde de Montecristo y La Saga de los Rius. Eran seres humanos que suplían con vocación y esfuerzo los escasos recursos de que se disponía por aquellos días: las películas de los corresponsales llegaban cada mañana por recadero –las de la vuelta ciclista se lanzaban desde un helicóptero al parterre contiguo a los estudios- y había que llevarlas sin demora al tren de revelado y después a la moviola, donde Ramón Blázquez oficiaba de fantástico prestidigitador; luego estaba el equipo de maquilladoras, a las que Margarita Llopart instruía en la aplicación del pancake que cuarteaba el rostro de los presentadores y que no resistía más allá de un par de horas. Y luego estaba el bar, el legendario bar de Miramar, en el que se compartía mesa con los individuos más diversos, caracterizados muchos de ellos de acuerdo con el papel que representaban en las obras de teatro que dirigía Esteban Durán, y en el que una tarde tuve ocasión de confiarle a Felipe González la receta de nuestras peluqueras para matizar las incipientes canas que ya empezaban a platear sus sienes.

Con la llegada a la dirección de programas de José Joaquín Marroquí, Miramar descubrió una nueva frontera más ágil, más moderna, en la que ya predominaron los formatos de actualidad. A sus órdenes presenté una revista diaria, en la que competía –porque Paco García Novell, la mano derecha del jefe, puntuaba nuestros trabajos– con Rosa María Calaf y Pedro Ruiz, por ocupar un lugar destacado en la pantalla.

Luego, con la transición política que aconsejaba caras nuevas ante las cámaras, me trasladé a Prado del Rey para presentar la primera edición de Telediario y otros programas, como 300 millones, que se emitió para todos los países de habla hispana. Allí descubrí una manera de hacer televisión distinta de la que había conocido: producciones de gran presupuesto, platós inmensos, y un desbordante universo profesional desde el que regresé nuevamente a Barcelona, de la mano de Tomás García Arnalot, para dirigir el que habría de ser el primer informativo diario en lengua catalana, que se tituló, precisamente, Miramar. Tomás y Juan Manuel Martín de Blas fueron, sin duda, los artífices de aquella nueva televisión que tanto hizo por la normalización lingüística y política en Cataluña: Joaquim María Puyal, Montserrat Roig, Joan Anton Benach y Joan Castelló Rovira fueron situados al frente de espacios semanales de extraordinario nivel que, junto al legendario Giravolt de Antoni Serra, constituyeron la mejor oferta que ha dado TVE desde Barcelona. Personajes de la nomenclatura catalana que con el tiempo resultarían habituales en la pantalla, fueron convocados por primera vez ante las cámaras por aquel pequeño grupo de profesionales. Siempre he creído que el error del ente público ha sido no incorporar a su oferta una cadena hecha en catalán y desde Cataluña, en condiciones de competir con la de titularidad autonómica. Pilar Miró –que con Rafael Ansón, Fernando Castedo y Jordi García Candau constituye lo más relevante que ha pasado por la dirección general de RTVE– lo intentó, pero el proyecto decayó inmediatamente, supongo que por las presiones que resultan imaginables. 

No sorprende, por lo tanto, ahora que se aprovecha cualquier suceso insignificante para exprimir su recuerdo hasta la saciedad, que los sesenta años de Miramar se vean envueltos en un silencio ominoso. Algunos creen que la televisión catalana la inventaron ellos y que comenzó ayer.