La semana que acaba de pasar ha sido la Semana Grande del PSC, un partido al que no hace tanto se daba por muerto y que estos días ha transformado un buen resultado en las elecciones municipales del 26M en un resultado extraordinario, gracias a la habilidad de su máximo dirigente, Miquel Iceta, en los pactos poselectorales. En la democracia representativa y parlamentaria tienen tanta importancia los votos como la capacidad posterior de gestionarlos en los pactos que conforman los gobiernos cuando no hay mayorías absolutas.
De las 20 mayores alcaldías de Cataluña, 10 tienen alcalde del PSC, que gobierna además en otras tres, entre ellas Barcelona, merced a pactos transversales que incluyen desde los comunes a los posconvergentes. El PSC ha perdido Tarragona y Lleida, pero lo ha compensado con creces.
El PSC ha conseguido acordar con Ada Colau un gobierno prácticamente paritario en el Ayuntamiento de Barcelona, en el que comunes y socialistas se reparten las áreas más importantes y las seis tenencias de alcaldía a partes iguales. En este caso, se trata de un pacto lógico --PSC y comunes ya gobernaron juntos hasta la ruptura a causa del procés--, pero que tuvo que contar con el empujón decisivo de Manuel Valls, lo que le costó la ruptura del grupo de Ciutadans en el consistorio.
Y en la misma semana, la alcaldesa de L'Hospitalet, Núria Marín, ha sido elegida presidenta de la Diputación de Barcelona, esta vez con los siete votos de Junts per Catalunya (JxCat), en un pacto impensable hasta hace muy poco y que ha significado el enésimo enfrentamiento entre los dos grandes partidos independentistas, JxCat y ERC. En el caso de la Diputación, la ironía ha consistido en que el antecesor de Marín en el Ayuntamiento de L’Hospitalet Celestino Corbacho, del que tanto se habló para encabezar un PSOE separado del PSC en Cataluña, fue quien entregó la vara de mando a la nueva presidenta en un acto gélido, en el que en un primer momento el ahora diputado provincial de Ciutadans ni siquiera le dio la mano a Marín.
La Diputación de Barcelona es la más potente de España, con 955 millones de presupuesto, 4.076 personas en plantilla (de las que hay vacantes para ocupar 1.749) y 92 asesores designados a dedo por los partidos presentes en la institución que cobran entre 2.473 y 5.825 euros brutos al mes. Estos datos quizá expliquen, más que las acusaciones que se han cruzado, la pugna encarnizada entre los partidos independentistas para controlar un organismo que, según todas las tendencias del nacionalismo, debía haber desparecido hace años.
El botín que representa la Diputación, que reparte subvenciones y ayudas en toda la provincia de Barcelona y coloca a miembros descolgados de los aparatos de los partidos, quizá explica también una de las actitudes más extrañas de este pacto PSC-JxCat, el ensordecedor silencio de Carles Puigdemont en todo el proceso negociador. Émulo de Donald Trump en el uso de Twitter, el president de Waterloo se mantuvo callado y parece ser que menos crítico ante el pacto que algunos de sus lugartenientes en Cataluña (Albert Batet, Josep Costa o Laura Borràs), que desde el principio echaron pestes sobre lo que iba a ocurrir. De ahí que hasta minutos antes de la elección de Marín se intentara revertir el acuerdo, que finalmente se cumplió.
Puigdemont seguía callado, pero el viernes, al día siguiente de la constitución de la Diputación, disparó dos enigmáticos tuits. “Algunos tienen lo que buscaban y querían desde hace tiempo. Sus estrategas y aliados mediáticos son persistentes no en la confrontación con el Estado represor, sino entre nosotros. Se equivocan”, decía el primero. “Hay una cosa que no se puede olvidar ni menospreciar nunca: la fuerza de la gente. La gente quiere unidad, ahora más necesaria que nunca. Hace falta una reflexión profunda y tomar decisiones”, afirmaba en el segundo.
La interpretación más evidente es que se trata de un nuevo dardo contra ERC, dentro de la lucha por la hegemonía independentista que mantienen Puigdemont y Oriol Junqueras, aunque en este caso quien se ha aliado con “uno de los partidos del 155” ha sido la formación que el expresident controla con mano de hierro. Pero la apelación a la unidad solo puede entenderse dirigida a ERC porque es inconcebible que Puigdemont incluya en ese concepto a la Cataluña no independentista. La fuerza de la gente, por otra parte, ha quedado por los suelos después de que apenas 300 manifestantes protestaran en la calle contra el pacto PSC-JxCat. Puigdemont anticipa asimismo las discrepancias independentistas que se producirán seguramente en la reacción a la sentencia del Tribunal Supremo.
Pese a ello, no hay que hacerse demasiadas ilusiones sobre una de las posibilidades de futuro que abre el pacto de la Diputación, la ruptura de la política de bloques en Cataluña, por la que deberá pasar necesariamente la solución al conflicto, si es que hay aún alguna salida. Se abre una puerta, pero los partidos independentistas no entrarán por ella mientras no aterricen en la realidad y acepten que no tienen ni la fuerza ni la mayoría social ni los aliados internacionales necesarios para seguir por la vía que emprendieron hace ya siete años.