Hay algo que permanece en la conciencia colectiva de muchos barceloneses: su fascinación por el apellido Maragall, el centro de una pequeña leyenda de Arturo en Camelot. El Pasqual que reinó desde la noche olímpica del tabardo negro alimentó la envidia. Pero el mejor Pasqual no pasó a la historia oficial; fue el de algunos años después, como lector en Italia, esta vez enfundado en un abrigo camel, tocado con un stetson de ala ancha, en un paseo familiar stendhaliano por Florencia, lejos de la política acanallada. Y sin embargo, este segundo Pasqual, sin valor documental, debió ser la peor puñalada en el costado rencoroso de los cainitas.
¿Quién convenció a Pasqual para volver a casa y ser presidente de la Generalitat en aquel tripartito alucinado? ¿Su hermano Ernest, actual candidato de ERC a la alcaldía? Aquel Govern mostró su atractivo catastrófico desde que Josep Lluís Carod-Rovira dejó sus complejos de noi de poble para tomar café en la casa grande del abuelo Maragall, domicilio actual de Pasqual en el barrio de Sant Gervasi. Aun con todo, no me cabe ninguna duda de que la integración del lingüista Carod-Rovira en el ambiente cosmopolita fue un cruce digno de consideración, siempre que dejemos a Heribert Barrera, al histórico Doctor Robert y unos cuantos más en el aparcadero de la “raza catalana”, algo muy desagradable y sin la menor consistencia.
Al alcaldable de ERC, Ernest Maragall, el agua le llega al cuello, pero él tiene redaños: “Colau sabe que los acuerdos antinatura, como el suyo con Manuel Valls, son imposibles en democracia”. Ganó en las urnas por escasísimo margen, pero perdió la mayoría en el consistorio. Esta semana puede perder la apuesta por Barcelona, en la que Valls es la palanca y los comuns el poder que confiere la alcaldía, una figura reforzada en la Constitución del 78, que puede salvar presupuestos municipales y vivir confortablemente gracias el voto de calidad en los jugosos consorcios público-privados (Fira Barcelona sirve de ejemplo y tenemos un buen montón para ir colocando piezas). Se lo debemos a Valls, el masonazo, como le llaman los marcianos de Vox. Estos últimos no saben todavía que el rencor no descuenta. Valls ha mostrado velocidad, generosidad y destreza. El ex primer ministro francés controla los usos del Hotel de Matignon, conoce los sinsabores de la cohabitación, desde que Chirac rozó los cielos y Mitterrand puso en marcha sus doce años en el Elíseo.
El mejor Ernest es un relator de importancia secundaria; el peor es un modelo que será emulado por los chicos de los CDR, en el improbable caso de que llegue a ganar la alcaldía. En su bitácora ha incorporado la vivienda, la escuela infantil, la emergencia climática y la desigualdad social; es decir, cuatro de los puntos de Colau, a 48 horas del jaque mate. Este hombre es de los que copian antes del examen. Y por poner algo de su parte, añade a su repertorio “liberar a los presos políticos y celebrar un referéndum de autodeterminación”, dos cosas a las que él llama trabajo institucional, una contradicción en sus términos como aquel penal llamado Libertad de Eduardo Galeano. Ernest es un tránsfuga, como lo fue François Guizot, el hijo de un girondino decapitado, ministro de Instrucción Pública con Luis Felipe de Orleans y autor de una reforma educativa, que inauguró una neurosis de catálogo. A Ernest le dio por lo mismo en su etapa de consejero de Educación de la Generalitat. Sin que nadie se lo pidiera, este hombre abordó la reforma educativa del tripartito, para dolor de muelas de maestros, alumnos y padres.
Mientras tanto, Tarragona ha caído: comuns y ERC echan al PSC del ayuntamiento de la ciudad. Las murallas de Escipión el Africano no han soportado la presión indepe y ahora las hordas rurales de estelada y gorro frigio tienen Girona, Lleida y Tarragona. Estamos rodeados. Se nos fue la Agencia del Medicamento, estamos mal con la Fórmula 1, empatados en el Supercomputador, fritos en el 22@ y, si manda Ernest, perderemos el Mobile World Congress. El segundo Maragall no es alternativa: ha conducido un fragmento del socialismo catalán hacia el aislacionismo y ha rendido sus lanzas ante una miscelánea nacionalista de héroes sin épica. De contrapartida tenemos a Colau sostenida por Valls, la mano invisible de un mercado extenuante, como es el ciclo electoral español (generales, municipales, autonómicas y europeas), mirando a París. No olvidemos que, después de ganar, Pedro Sánchez despachó con Macron, antes de ser recibido por el Rey. Y ahora está en la pole del llamado “Gobierno de cooperación”; Iván Redondo ha colado un pulpo como animal de compañía.
El perfil de los Maragall empezó cuando George Noble y su hermano Ernest –suegro del poeta Joan Maragall– instalaron en Barcelona la Sociedad Anglo Española de Electricidad. Introdujeron los adelantos británicos en las instalaciones eléctricas del restaurante Gambrinus, la relojería El Siglo y la sastrería Duran conocida popularmente como la del Feo malagueño, cuenta Rossend Llates en la Barcelona del vuit-cents. Pero el éxito de los Noble y los Maragall Noble empezó con la primera Expo Universal, en la que ganaron medallas. Mientras fue alcalde, Pasqual mostró discreción y respeto por sus antepasados; Ernest no sabe dónde meterse la herencia vindicada. Pasqual podría ser El Primer hombre, la película sobre JFK, el visionario que puso en marcha el Apolo 11. Pero Ernest tiene los problemas de imagen de Ted; pondrá fin a su dinastía política, en el callejón ciego de la Cataluña ensimismada. Quiere mostrar al PSC que la hegemonía es de ERC, pero tiene una piedra en el zapato: bloqueó el nombramiento de Miquel Iceta en el Senado.
Ernest quiere blanquear el ayuntamiento indepe del Consejo de Ciento. Tiene dos caras: la del político sin gancho del republicanismo y la de un estratega de tresillo y mesa camilla infundiendo contenido a la Rosa de Fuego. Su modelo virtual de ciudad-ciudadela ofrece poco más que sacrificios innecesarios. Su intención real consiste en ser el relevo de Torra. Atravesar la plaza de Sant Jaume y convertir la Casa de la Ciudad en la trinchera de la impunidad.