Ernest Maragall es el Yo asaltado por diversas formas del Otro; y resulta que, en el Otro, reconocemos a su hermano Pasqual, exalcalde de Barcelona y expresidente de la Generalitat. Ernest es la viva imagen del català emprenyat (catalán cabreado), que diría Gaziel: ceño fruncido, boca en torsión y una ceja enarcada, como ventana abierta al exterior. Cuando este hombre, economista del turno de tarde, apareció en la política, el Art Decó barcelonés era ya un mundo muerto. Él se reconocía noucentista sin otro oficio que el de esperar pacientemente a que sus mayores le mostraran el camino. En los años del mejor Pasqual, el Ayuntamiento tenía buenos gerentes y así, Ernest, sin necesidad de meterse en jaleos económicos, se pasaba los días mirando de soslayo la quietud clasicista del arte escultórico contemporáneo sobre las piedras inmemoriales de la Ciudad Gótica: los Gargallo, Josep Clarà, Manolo Hugué o Enric Casanovas. Ernest, que ya nació ensimismado, intuía que el arte se inclina ante el linaje; él ha estado siempre dispuesto a aplicar a raja tabla la rendición de la creatividad ante la autoridad.
Pasqual Maragall, sobrino-nieto del ingeniero británico George St.Noble, pionero de la Sociedad Anglo-Española de Electricidad, encajó una herida simbólica en el costado, en el último flechazo del modernismo arquitectónico. Su hermano Ernest, mirando con desconfiada a todo el Consell de Cent, ha esperado el fruto maduro hasta el momento de caer del árbol y ahora está a un pelo de la recolección, en liza con Ada Colau. De momento, el resultado de las últimas elecciones generales del 28A, en las que ERC superó en sesenta mil votos al partido de Colau, no es un buen presagio para la lideresa de los Comuns.
Retrato de Ernest Maragall / Pepe Farruqo
Pasqual fue edil por expansión, pero Ernest quiere serlo por contracción. Mientras el primero voló lejos del cascarón para contemplar con perspectiva los déficits de su ciudad, el segundo se ha enrocado para difuminar el brillo de la marca y cubrirla después bajo la bandera del resentimiento. Pasqual se multiplicaba con entusiasmo más allá del laberinto y, con su misma pasión, el actual Maragall toma el camino contrario: desanda el rizoma en busca del símbolo, viaja a la entraña votiva del dogma nacionalista. Se ha convertido en un sujeto-estampa, dispuesto a mantener esencias como aquel Amilcar Barca, jefe militar, estadista, padre de Asdrúbal y abuelo de Aníbal; el mismo que “inventó la marca Cartago is not Roma”, según la versión paródica ofrecida por Arturo Pérez-Reverte, en Una historia de España (Alfaguara), de reciente aparición.
En lo que lleva de campaña municipal, el candidato de ERC se ha dirigido a los barrios más castigados para asegurar a su vecinos que no les abandonaría y de paso desplantar a sus excamaradas socialistas por haber aceptado el 155. Lo más gracioso de los nacional-populistas es ver como escurren el bulto. Ellos nunca han roto un plato, aunque su caterva sea un puente de plata permanentemente tendido hacia la intransigencia, germen del soberanismo.
El tono desmedido de la política se ha agravado con la distorsión del segundo Maragall, un candidato al que los foros de opinión más mesurados se sacuden de encima. En su reciente documento titulado Respuestas ante la tentación populista, el Cercle d’Economia manifiesta que “Espanya tiene la gran oportunidad de asumir el papel más relevante en las instituciones europeas y a su vez, Europa necesita voces, como la nuestra, para alcanzar estas metas”. Ni rastro de la tentación soberanista, que en el mundo de las élites académicas se denuncia, como una “tendencia disolvente en el interior de la UE”, en palabras del socialdemócrata y exvicepresidente de la Comisión, Frans Timmermmans.
En el alma del alcaldable de ERC no se oye el eco de su hermano. No se olvide que Pasqual quiso una urbe abierta al norte, lejos de conformarse con la Cataluña romántica, “esencia inmutable a la que debíamos adaptarnos”, en palabras de Jordi Pujol. Para ponerme antitético, elijo el “érase una vez” de Reverte contado como la historia hispana o Ishapan, “literalmente tierra de buenos conejos”, y la integro en la narración de una ciudad empobrecida y propensa al drama; al drama triste de Ernest, el malhadado. Pero dicho esto, merece la pena pensar que si quisiéramos no estaríamos tan lejos de aquella Barcelona olímpica adaptada a la templanza y el buen gusto de urbanistas, como Martorell, Bohigas o Mackay. Y a la magia de la diseminación escultórica sobre la piel de la urbe: el monumento al Doctor Robert, el Picaso en la Ciutadella, el Miró del Escorxador o las hojas de Xavier Corberó en la estación del Norte, además de las recuperaciones de entornos pétreos, como la Plaza Sant Agustí, la neoclásica Casa de la Caritat.
Los maragalles se llevan bien en lo personal, pero chocan camino a la calle, al pasar del portón de la que fue residencia en Sant-Gervasi de los de Noble-Maragall, la casa grande. Además de la estética, de la concepción luckaksiana del día adía y de la música, a los dos les separa el Senado. Es conocido que cuando Pasqual era alcalde, incluyó la posibilidad de trasladar a Barcelona la sede del Senado, en el marco de su conocida teoría de la bicapitalidad de España. Casi tres décadas después, el tema se atranca definitivamente. Miquel Iceta aceptó indirectamente ponerse al frente de la Cámara alta, con el socorrido adagio: “si el Senado no va a Barcelona, Barcelona presidirá el Senado”. Pero ahora, tras el aislacionismo del partido de Junqueras (¡nunca más!), es el lúcido Manuel Cruz quien liderará el Senado. Aunque sea de puro arrepentidos, los de ERC dicen ahora, en voz alta y gangosa, que en la investidura votarán a Pedro Sánchez. ¡Iceta, no, Sánchez, sí! es el grito de guerra de esta tribu desdibujada.
Libre de las contradicciones morales que tuvo en su juventud, como cuadro de la izquierda dura, Ernest se acurruca en la cómoda ERC de Tardà, un ex internacionalista converso al estilo del gran Francesc Vicens, culto, crítico y buen amigo de Picasso. Los republicanos se ocuparán de ganar para él la Alcaldía de la ciutat d’ideals que volíem bastir, como describió a Barcelona el poeta Marius Torres, en circunstancias verdaderamente dramáticas, comparadas a las de hoy. Le sentarán en el trono, renunciando al código parlamentario no escrito y lesionando la ética y el fair play. Nuestros republicanos son feos, feos, además de torpes, intelectualmente grises y mediopensionistas.