Decía Jorge Wagensberg que los cuatro sentidos fundamentales de la convivencia “son el sentido del humor, el sentido común, el sentido crítico y el sentido del ridículo”. Después de conocer cómo han respondido el Gobierno de la Generalitat y los militantes de TV3 al recordatorio de la Junta Electoral Central sobre el uso de símbolos y expresiones independentistas en el espacio público, ha quedado constancia que al nacionalismo no le interesa lo más mínimo la convivencia, por si alguien lo dudaba todavía. Y todo puede ir a peor. En estos momentos, lo más grave es que ninguno de esos cuatro sentidos son practicados por el nacionalismo en general, español o catalán tanto da, incluidos sus cómplices, sean del color que sean.
A raíz de que una presentadora televisiva utilizara la expresión “prisis pilítics”, la opinión pública se ha dividido una vez más. Unos lo han celebrado como una manera inteligente de saltarse la represión, según su imaginario, del Estado español. Otros lo han visto como una explícita burla a la autoridad que vela por evitar la manipulación en tiempo electoral. Lo que para unos es puro sentido del humor, para otros no tiene ninguna gracia. Lo que para aquéllos es una crítica feroz a una pretendida ausencia de libertad de expresión, para otros es la carencia absoluta de sentido común y del ridículo. De seguir así, la convivencia ni está ni se les espera.
Nuestra literatura atesora numerosos e inteligentes gestos de autores que tuvieron el ingenio de decir públicamente lo que no estaba permitido. Una de esas tantas anécdotas la protagonizó, al parecer, Quevedo, a quien le retaron a decirle en la cara a la reina que era coja. Y contra todo pronóstico ganó la apuesta, se presentó con un ramo de flores ante la reina, y le hizo este comentario: “Entre el clavel y la rosa, Su Majestad escoja”. Sería mucho pedir que los voceros televisivos del régimen nacionalcatalán, incluidos los cómicos polacos, tuvieran un atisbo de esa inteligencia quevediana. Entonces ¿para qué sirve ese humor? Sin duda, las gracias y los chistes de esa cohorte deben tener algún objetivo terapéutico.
Cuentan que en el siglo XVIII hubo un obispo francés que adoptó un mono como animal de compañía. Estando enfermo y casi agonizando con los pulmones encharcados, los criados dejaron solo al moribundo para que entregase, con el poco aire que le quedaba, su alma a Dios. El simio se metió en la habitación y se puso las sandalias, la casulla y la mitra episcopal. La esperpéntica imagen provocó que el anciano obispo comenzase a reír con carcajadas tan sonoras que sus pulmones expulsaron toda la mucosidad que le asfixiaba. Al menos en esa ocasión, el gracioso primate salvó a su amo de una muerte inmediata y segura. Fue por poco tiempo.
Los presentadores, opinadores y demás cómicos de TV3 tienen un cometido terapéutico, similar al del mono como animal de compañía: mantener con vida al independentismo hasta sus últimos estertores, y a ser posible con risas, expresión de una alegría que, para colmo, puede transmutarse en su opuesto, en lágrimas y tristeza. Ya hubo un aviso con la proclamación puigdemontiana de la república. Ahora, con los cachorros desbocados haciendo sus necesidades por cualquier esquina, aquella imaginaria revolución, la de las sonrisas, parece más lejana todavía. Pero, sea con prisis pilítiquis o con prisis pilinguis, el derecho a la risa es inalienable. Rían pues, pero no molesten.