La fiscal jefe de Barcelona dijo que “nunca había visto una mirada de odio” como la que le lanzaron al salir del juicio del 9N en febrero de 2017. Un guardia civil, testigo en el juicio del procés, ha declarado bajo juramento que vio “el odio reflejado en la cara de las personas” en una actuación en septiembre de 2017. Fueron miradas de independentistas corrientes a personal de la Administración del Estado democrático en el ejercicio de sus funciones.
Habrá quienes (escépticos) se pregunten cómo se mide el odio en la mirada y quienes (combativos) justifiquen tales miradas por la condición de los destinatarios y por las circunstancias en que se produjeron. Incluso en la confusión conceptual imperante habrá quienes enmarcarán las miradas, y las palabras ofensivas que con frecuencia las acompañan, en la omnicomprensiva libertad de expresión.
Ha habido, y hay, muchas más de esas miradas y no sólo a funcionarios del Estado; las niegan los que las lanzan y los que no quieren verlas. El odio ha sido un medio fundamental para el fin de la independencia. No un odio espontáneo, sino un odio inducido desde arriba por los dirigentes institucionales y civiles del independentismo y compartido acríticamente desde abajo.
Para que la separación de España fuera deseada, previamente había que conseguir que España fuera odiada. El eslogan estrella de Junqueras, “España nos roba” –repárese en que no es el Estado, sino España quien “nos roba”– tenía ese objetivo, igual como sigue teniéndolo el arsenal de difamaciones de España vertidas continuamente por los dirigentes independentistas, desde Torra hasta Elisenda Paluzie.
El secesionismo ha sido derrotado, pero deja el territorio sembrado de miradas cargadas de odio y de emociones negativas. Ninguna sociedad puede progresar con una parte de sí misma anclada en el odio. Este es el principal problema político y emocional que tenemos planteado los catalanes y que concierne, y mucho, al resto de los españoles. España no se puede permitir una Cataluña ensimismada y fracturada, con parte de su población desconectada emocionalmente del conjunto y que, además, hace gala de ello con una iconografía y un lenguaje de combate (profusión de banderas estrelladas, lazos, plástico amarillo, consignas…).
Revertir el odio y volver a la normalidad de las diferencias reales es, en primer lugar, una tarea de Cataluña, pero también compete al resto de España, que debe aportar comprensión política y ayuda emocional. No basta con el rechazo ideológico de las ideas destructivas del secesionismo. Ese (imprescindible) rechazo tiene que ir acompañado de un ofrecimiento seductor de participación de los catalanes en el proyecto común de España. El “ya se les pasará” de Rajoy se ha demostrado palmariamente inútil.
Necesitamos con urgencia políticos e intelectuales comprometidos en la superación del odio y en la reconciliación –que es más que la simple convivencia– y sobran los que, como Casado y Rivera, solo echan leña a la hoguera del odio.
Por supuesto que las advertencias a los aventureros del independentismo son necesarias, y cuanto más objetivas y firmes mejor, pero las amenazas fuera de lugar no ayudan en absoluto, ni siquiera reconfortan a muchos catalanes no independentistas.