Cada año cuando me llega un sobre con el escudo de los Grimaldi ya sé que es la invitación al Baile de la rosa, y lo tiro sin abrir directamente a la papelera. No estamos para bailecitos, y menos ahora que se acaba de morir Karl Lagerfeld.
El baile de la rosa acaba de celebrarse, sin él (y sin mí). La muerte del modisto es otro paso en la ineluctable desaparición de la magia: el proceso de sostenido desencantamiento del mundo.
Cuando el mundo era más joven y nosotros más crédulos metíamos el smoking en la maleta y nos íbamos muy gustosamente a Mónaco, para asistir al Baile de la Rosa. La arrogante belleza, resplandeciente de dinero, de fortuna infinita, que adornaba a la princesa Carolina, venía a sumarse como una reconsagración a la leyenda tradicional, al arquetipo atávico, de la Bella y la Bestia, de el príncipe y la corista, encarnada por sus padres: el “príncipe” Rainiero --que era retaco y tenía aspecto de administrativo en una ventanilla, pero lucía uniforme de fantasía chapado en condecoraciones de oro y piedras preciosas-- y la actriz de Hollywood gobernando sobre un pequeño enclave en el rincón más dulce del litoral mediterráneo. Con sus calas, sus villas, hoteles y casinos, con su carretera serpenteante a lo largo de la cornisa panorámica, con vistas a los yates blancos de los armadores griegos y los playboys alemanes meciéndose en alta mar.
El formidable cliché descansaba sobre todo en el tabú del matrimonio indisoluble --por conservadurismo de los cónyuges, por razón de Estado, por interés económico-- entre Rainiero y Grace, con su aroma de frustración, de discreta desdicha y de íntimas soledades glaciales bajo el sol de la costa Azul. El “sacrificio” era una celebración de la familia católica tradicional elevada a la enésima potencia, que halló su apoteosis final en la muerte de Grace en desdichado accidente de coche, siniestro accidente con rumores sobre is llevaba o no alguna copa de más y sobre si era ella la que de verdad estaba al volante, o si quien conducía era su hija: Estefanía, la que siendo “princesa de un cuento de hadas” quería montar un circo. Y grabar un disco en California. Su carrera pop la llevó a ser entrevistada en TVE por Pedro Ruiz. ¡Menuda princesa! En fin.
Sin la inviolabilidad del matrimonio, sin el fatalismo de la institución como cárcel dorada en la que la condena es a cadena perpetua, se hundió todo el tinglado mítico del principado, se le vio la sustancia de pegolete, la trama raída, el cuartucho secreto donde un sórdido contable cuenta los billetes de dólar y de euros. Las hijas y sus novios domadores, aventureros, camorristas, el hijo sin gracia personal, las nietas insignificantes, todo ese horror de decadencia avanzando hacia la vulgaridad va perfectamente, idealmente acompasado con la destrucción general de la belleza del mundo, no digamos ya del litoral mediterráneo.
La presencia de Karl Lagerfeld, por absurdo y delirante que pareciese ese señor en muchos aspectos, entre los cuales especialmente su devoción por su gata Choupette, Satanás la confunda, todavía le daba a Mónaco cierto aura de profesionalidad --profesional en la moda, pero profesional--. Yo a Lagerfeld le guardaba respeto y hasta cierta admiración, y no por tantas charlas como sostuvimos a lo largo de los años durante las noches del Baile de la Rosa, en las que era pródigo en comentarios divertidos, a veces maliciosos y hasta zahirientes, sobre el vestido de tal o cual señora; sino porque en determinado momento tuvo la fuerza de voluntad de adelgazar drásticamente, cuando padecía una obesidad mórbida, siguiendo una dieta muy estricta y prolongada y recurriendo para ello a una fuerza de voluntad admirable. Desayunando cada día, durante años, un yogurt y una tostada, y comiendo y cenando con espartana austeridad logró convertirse de Gordo en flaco. Y todo ese esfuerzo con el único objetivo de poder vestirse con los trajes de un diseñador al que admiraba, que creo que era Ford. Él explicaba que a cada uno le mueven diferentes motivos para hacer las cosas, y si lo miramos bien da casi igual que el motivo que le lleva a uno a transformarse radicalmente a otro le parezca frívolo, pues lo importante es la voluntad, el esfuerzo y alcanzar el objetivo. Tenía razón.
Ahora también él ha muerto. Ahora Mónaco solo parece una versión aseada de un barrio de casinos sacacuartos de alguna capital del este europeo, cuando veo las fotos del Baile de la Rosa Mustia me recuerdan las “festassas” en casa de Pilar Rahola en Cadaqués, con paella, camisas hawaianas, el madero tocando la guitarra, y venga cubatas. Qué feo se ha vuelto el mundo.