Políticos, periodistas y el común de los mortales nombramos lo que sucede en Cataluña como El conflicto catalán. Algunos, cuando se les pide una detenida reflexión sobre lo que encierra ese término, acceden a rectificar y a denominarlo de manera más precisa como un conflicto independentista o separatista. Cierto, utilizar el término El conflicto catalán es aceptar el mantra nacionalista de que una parte representada al todo.
No es una cuestión baladí esta tendenciosidad de la semántica nacionalista. Es conocido el mal uso que los independentistas y demás cómplices soberanistas hacen de conceptos clave como democracia, libertad, justicia o lengua materna. En este tira y afloja sobre la hegemonía del significado tiene también especial interés el empleo de unas preposiciones y no de otras. No es lo mismo el conflicto de Cataluña que el conflicto en Cataluña. Y así podríamos continuar con toda la lista de preposiciones hasta la última, porque muchos de los abruptos finales que suceden en los debates cotidianos en el resto de España sobre política llegan vía Cataluña.
Otro enorme éxito del separatismo ha sido que todo se plantee como si las preposiciones contra o versus fueran tan reales como el aire que respiramos. El frentismo que ha cultivado el independentismo ha dado sus frutos y el monstruo del nacionalismo español, que desde el inicio de la Transición estaba casi en estado vegetativo, ha resucitado con una extraordinaria fuerza, desconocida hasta ahora. Muchos se preguntan cómo es posible que, lo que no consiguió el nacionalismo vasco y su filial terrorista, lo haya logrado el nacionalismo catalán. La primera respuesta se ha de relacionar con la evaporación de la artificiosa invención de que España fue una creación de Franco y que españolismo es sinónimo de franquismo, aunque haya muchos de uno y otro lado que sigan convencidos de esa absoluta tontería. La segunda explicación la podemos hallar en cómo el Estado respondió (aunque tarde) al terrorismo etarra y en cómo ha respondido ahora, con muchos titubeos y contradicciones, dejando a la Justicia como principal institución defensora del Estado democrático.
La debilidad del poder ejecutivo y del poder legislativo está siendo de traca. La picadura que el separatismo ha hecho en partidos como el PSOE puede haber alcanzado el fin que tenía: desactivar --por un tiempo impreciso-- el consenso constitucional en el seno de esos poderes. El veneno está inoculado, aunque Sánchez y su cohorte hayan sido incapaces de percibir inflamación alguna. Eso sí, los socialistas manifiestan claros síntomas de percepción alterada al considerar que existe El conflicto catalán --recordemos: único y con mayúsculas-- y que ellos son los más capacitados para reconducirlo.
La pasada excursión al centro de Madrid de una representación numerosa de indepes --acompañados de un coro de desnortados izquierdistas-- brilló por sus continuas amenazas, insultos y desprecios a la Justicia. ¿Conseguirá el separatismo que arraigue el mantra de El conflicto catalán en el corazón mismo del Poder Judicial? En la historia se conocen muchos casos de jueces cuyas decisiones han estado condicionadas por las amenazas de los acusados y sus cómplices. El separatismo afirma que la sentencia ya está escrita y pide la absolución de los presuntos delincuentes. Llegado ese momento podría suceder como en el conocido episodio de un matón cubano que amenazó al juez con matarle, y éste le contestó: “- Ya sé que piensa usted quitarme de en medio si le condeno, y como estoy muy a gusto en este mundo, voy a absolverle. Pero sepa usted que absolveré igualmente a todos cuantos le peguen a usted”. La sentencia fue comentada en toda La Habana, y las palizas que recibió el matón fueron tantas que nunca más se supo de ese Conflicto cubano. Esperemos que nada de eso ocurra aquí, pese a que el primer paso (el de las amenazas) sea tan firme y reincidente.