La guerra del taxi concluyó en Madrid y Barcelona. El desenlace en las dos ciudades es diametralmente distinto. En la capital del Reino, tras 16 días de huelgas y manifestaciones, los conductores aprobaron en votación el abandono de los paros y la vuelta al trabajo.
No consiguieron torcer el brazo al Gobierno autonómico del popular Ángel Garrido. Regresaron al tajo pero, entre tanto, han dejado de ingresar entre 1.600 y 2.100 euros por cabeza que nunca recuperarán. Dados los nulos frutos de su protesta, puede decirse que para semejante viaje no hacían falta tales alforjas.
El Ejecutivo de la Comunidad se mantuvo firme y se negó en redondo a pasar por las horcas caudinas de tener que establecer un periodo de 15 minutos de preaviso a los vehículos con chófer o VTC.
Por su parte, la Guardia Urbana extendió un reguero de multas por los cortes de calles perpetrados por los taxistas y utilizó la grúa a destajo. También intervinieron los antidisturbios, para impedir que se cerrase el acceso a la feria Ifema.
En definitiva, las Administraciones de Madrid no hicieron otra cosa que cumplir con su deber. Actuaron como lo harían ante cualquiera que obstruyera el tráfico por las vías públicas y dificultase el normal desarrollo de la vida de los ciudadanos.
Así, pues, los taxis y el tándem Uber-Cabify seguirán coexistiendo en la villa del oso y el madroño. Los madrileños podrán escoger cualquiera de ellos libremente. Constituye una obviedad de perogrullo que mayor competencia acarrea un servicio mejor y más barato. Así, los grandes beneficiarios de este final feliz son los habitantes de la urbe.
En Barcelona el asunto se ventiló de forma bien distinta. El Gobierno de Quim Torra se plegó a las exigencias abusivas y a la violencia manifestada por el gremio del taxi. La bajada de pantalones resulta antológica. La claudicación de Torra contó con el apoyo entusiasta de la alcaldesa antisistema Ada Colau.
En la Ciudad Condal, el chantaje, la coacción y el matonismo de la opulenta organización taxista ganan por goleada. La Gran Vía y el paseo de Gràcia permanecieron durante muchos días tomados al asalto por las hordas de alborotadores.
Mientras tanto, Colau exhibió una indolencia y una inacción absolutas. La munícipe exokupa no impuso una sola sanción, pese al flagrante secuestro de la vía pública y los perjuicios ocasionados a la población.
Capítulo aparte merece la postura del consejero del ramo, Damià Calvet. Éste hizo suyas las pretensiones de los taxistas y fijó a los VTC un periodo mínimo de preaviso de 15 minutos. Con ello el transporte se desnaturalizaba y perdía buena parte de su razón de ser. De hecho, el 95% de los viajes registra habitualmente un tiempo de respuesta inferior a los 5 minutos.
En las negociaciones de la consejería de Calvet con los representantes de los VTC, aquella propuso a éstos que aceptaran la nueva reglamentación. A cambio, les ofreció bajo cuerda un apaño incalificable: el Govern haría la vista gorda si se incumplían los 15 minutos. Es más, les prometió que en caso de que les lloviesen las penalizaciones, se abstendría de cobrarlas.
Los secuaces de Calvet han negado de plano que se plantease tamaña componenda. Pero dada la proverbial tendencia de los jerifaltes del Govern a mentir como bellacos y manipular la realidad de forma grosera, parece que la versión más creíble es la de los VTC. Así pues, Barcelona continuará sometida al férreo monopolio urdido por los poseedores de licencias de taxi.
El corolario de estos lamentables episodios no se ha hecho esperar. De momento, ya se han presentado dos expedientes de regulación de empleo. Moove Cars ha lanzado uno para 730 personas, de las 2.000 que tiene en plantilla en toda España. Vector Ronda, que gestiona el mayor número de licencias VTC en Barcelona, ya ha prescindido de 950 trabajadores. Y Auro, la tercera firma del ramo, prevé despedir a unos 300.
En total, casi 2.000 humildes conductores van a perder su colocación de la noche a la mañana. La inmensa mayoría de ellos eran anteriormente camioneros, trabajadores o pequeños empresarios que acabaron en el paro, se arruinaron o perdieron sus modestos negocios durante la pasada crisis.
Tras mucho tiempo sin devengo de ingreso alguno, las VTC les habían brindado la ocasión de reintegrarse al mercado laboral. Casi todos ellos rebasan los 45 años de edad, por lo que sus posibilidades de ser contratados son casi inexistentes.
Los barceloneses se quedan así sin un medio de traslado esencial, que hoy se encuentra disponible en las grandes ciudades del mundo. Cuando se inaugure dentro de pocos días la mundialmente famosa feria de los móviles, las decenas de millares de visitantes se quedarán pasmados. Comprobarán que Uber y Cabify no funcionan en la Ciudad Condal, pese a que ésta presume de ser la capital de la movilidad.
Las compañías propietarias de los VTC no se van a quedar de brazos cruzados ante el atropello sufrido. Sus abogados ya están preparando las correspondientes demandas contra el Govern. En ellas solicitarán resarcimientos por un importe cercano a los 1.000 millones de euros. Es más, planean extender las reclamaciones patrimoniales, de forma individual, a los políticos que participaron en el apaño.
Yo, modestamente, les animo a interponer sus denuncias. Así, la factura de sus desafueros dejará de recaer sólo sobre las espaldas de los contribuyentes, como hasta ahora viene ocurriendo. En todo caso, quede constancia de que este desastre tiene tres claros responsables: Torra, Calvet y Colau.