La fenomenología de estos tiempos, tiempos como de calma chicha a la espera de un gran acontecimiento que estamos viviendo, la fenomenología del procés, a veces me trae a la memoria a un comisario de la policía de hace décadas, al que yo cuando empezaba en periodismo frecuentaba en busca de confidencias para convertirlas en noticias. Le invitaba a copas en el 292 de Consejo de Ciento y otros antros o a una hamburguesa en el Nuria de plaza Cataluña, o a alguna partida de billar en la calle Caspe, y él unas veces me contaba cosas, pero otras veces me decía que, en lo tocante a determinado caso --bandas callejeras, atracos a joyerías, terrorismo nacionalista, etcétera-- tenía los labios sellados. No podía decir nada, me explicaba, porque “Queda gente por detener”: gente que era mejor que siguiera confiada, sin recibir aviso ni sospechar que la policía le estaba pisando los talones, le estaba soplando en el cogote.
El recuerdo de aquel comisario y su frustrante sonsonete, “Queda gente por detener”, me vienen a la memoria a menudo. Porque el problema que tienen los nacionalistas (y quizá no sólo ellos) no se reduce a los que hoy están presos o fugados.
Al revés, es mucha la gente que, durante alguno de los muchos episodios de tensión procesista, empujada por el fanatismo patriotero y la tensión adrenalítica del instante, se ha pasado de la raya, y que acaso confiaba en salir impune de determinados delitos y desplantes claramente punibles --que ahora no detallaremos--. Supongo que consideraban que los máximos responsables de los delitos más gordos, los cabecillas de la trama golpista, bastan y sobran como chivos expiatorios y como víctimas propiciatorias del escarmiento que el Estado tenga que aplicar a la levantisca multitud de la “bona gent” para que a ésta no se le ocurra repetir sus andanzas y desafueros. Según sus cálculos, tampoco al Estado le conviene aplicar castigos demasiado severos, para que no crezca aún más el famoso “desafecto”.
Me temo que no va a ser así. Irán viendo que esa impunidad u olvido era una ilusión; y en los próximos meses y años irán cayendo como gotas de agua de la clepsidra las citaciones, las comparecencias ante el tribunal, las sanciones y las penas.
Pertenece a este mismo ángulo de la fenomenología del procés cierto sector de la opinión pública que difunde la idea de que al fin y al cabo la acción contra el Estado no fue tan grave --no murió nadie, y la multitud cantaba el Virolai-- y por consiguiente está de más el rigor en la represalia, a no ser que lo que España pretenda sea una miserable venganza, indigna de un Estado de Derecho.
Lo mejor para calmar el ambiente, sostienen, sería conceder a los investigados en primer lugar la libertad condicional o alguna medida “alternativa” --a pesar del peligro de fugas, del que hay precedentes harto conocidos--. Luego, la absolución, ya que en realidad aquellos cabecillas ni desobedecieron, ni prevaricaron, ni se rebelaron, ni malversaron, ni nada, no hicieron nada malo, sólo se les calentó la boca alguna que otra vez; y si la absolución no es posible --porque al fin y al cabo hay que reconocer que todo el mundo pudo ver lo que pasó, vimos el golpe con crasa evidencia, a la luz de intensísimos focos--, por lo menos que sentencias indulgentes y a renglón seguido los indultos.
Entiendo que algunos predican esta benevolencia con cálculo hipócrita, para quedar como personas buenísimas, cercanas, sensibles, con el corazón transido por el sufrimiento de los golpistas cautivos. Otros creen de buena fe que aquí no pasó nada salvo algunas travesuras sin verdadera importancia, y se extrañan de que “en España” no encuentren mucho eco sus peticiones de blandura, como si predicaran en el desierto.
Creo que esta gente no se da cuenta del "zafarrancho aquel de vía Merulana” que se armó, de la violencia sistémica y física que ejercieron, del perjuicio económico causado y de la intensidad de los sentimientos de agravio e indignación que han despertado en muchos estamentos y categorías de la sociedad. La quiebra de la simpatía de la que avisó Pla ya se ha producido hace tiempo. El surgimiento de Vox es en parte consecuencia de esa indignación, aunque se quiera negar. Y cada nueva provocación nacionalista multiplica el hartazgo y la repugnancia con que se ve su causa.
Pueden seguir repitiendo que lo mejor sería soltar a los golpistas después de darles si acaso unos azotitos en las nalgas, tal como esperaba aquel desdichado que creía entrar en la cárcel para pasar un par de días o tres, a modo de escarmiento, y que luego le soltaría. Y que ahora comprende quizá que la vida no es un tebeo. Y que la ley es dura, pero es ley. Y que queda gente por detener.