Me pide una publicación extranjera que haga un resumen de lo que ha sido el año 2019 en la política española, con una proyección de lo que puede ser 2020. Seiscientas palabras, me advierten desde la sede en Londres. Les digo que mucho habrá que abreviar, mucho que dejarse en el tintero. Al final, envío una faena de aliño, en la que tengo que olvidar muchas cosas. Porque 2019 ha sido el año más tenso e intenso que uno, como cronista político, ha vivido desde aquel quinquenio que, de la mano de Adolfo Suárez, Leopoldo Calvo Sotelo y Felipe González, dio la vuelta al Estado como un calcetín, pasando de una dictadura centralista a una democracia descentralizada.

Uno creía que, tras la abdicación de Juan Carlos I y la entronización de Felipe VI, hace casi seis años, había comenzado una segunda Transición, tan importante como la primera que acabó con el indeseable legado de Franco. Cómo imaginar entonces que, en los albores de la tercera década del siglo XXI, este 2019 iba a ser el año de los grandes retrocesos, de las enormes paradojas incomprensibles. El año en el que los partidos, desde el PP hasta el PSOE y no digamos ya los emergentes, iban a sufrir profundas transformaciones, tan profundas que en algunos casos --Rajoy, Albert Rivera, Errejón y, si se quiere, un Pablo Iglesias que del tambaleo pasó a aspirar a la vicepresidencia del Gobierno-- se produjo incluso un cambio dramático de sus dirigentes. Ha empezado la recomposición de la izquierda, el centro y la derecha, y la abultada presencia de Vox en el Parlamento es todo un síntoma sobre el que pienso que habrían, habríamos, de meditar.

Este año 2019 marcó el fin de los consensos del 78; un estancamiento en las instituciones, comenzando quizá por la Jefatura del Estado; unas peleas soterradas en el poder Judicial, que lleva más de un año habiendo sobrepasado su mandato; una parálisis del legislativo aún mayor que en los tres años anteriores, y además, mantener al Ejecutivo en funciones, es decir, funcionando apenas para perpetuarse en La Moncloa, para seguir en el poder. Montesquieu, lanzado por la borda. Los partidos de la oposición, mirando al cielo, a ver si llueve.

Y la mayor parte de todo ello, propiciado, claro está, por lo que en Moncloa llaman situación de Cataluña, que ha involucionado a la nación. Desde que, en octubre de 2017, se produjo el intento de declaración unilateral de la independencia, con las consecuencias por todos conocidas, la coyuntura no ha hecho sino empeorar, entre otras razones porque el Estado español carece de los instrumentos jurídicos necesarios para atajar, paliar y conllevar un levantamiento como el que suponía el procés. Y, así, los reveses judiciales propiciados por la eurojusticia, que dieron con Puigdemont mostrando, orgulloso, su credencial en el Parlamento europeo, y supongo que darán próximamente con Oriol Junqueras de alguna manera en la calle.

Ni Rajoy, primero, ni Pedro Sánchez, después, pese a los intentos de diálogo con Esquerra y con el preso más famoso de España, en Lledoners, fueron capaces de embridar la cuestión, que llega a 2020 rodeada de perfiles cuando menos inquietantes. Y ahí está la cuestión catalana, influyendo sobre la gobernabilidad del resto del país, procurando alianzas entre muy extraños compañeros de cama y aplazando sine die los remedios para los otros muchos problemas que España tiene planteados, comenzando por unas profundas reformas legislativas, incluyendo la Constitución. Y, en primer lugar, el cambio en la normativa electoral, que ha de facilitar la gobernación del vencedor en unas elecciones, sin forzar pactos contra natura: de nada han servido las cinco elecciones desde diciembre de 2015 hasta el pasado 10 de noviembre sino para demostrar que, así, no se puede seguir.

No podemos conformarnos con los mensajes tranquilizadores de una Corona que no está, en su fuero interno, nada tranquila. Ni con la irresponsable postura de quienes, desde los Gobiernos, dicen que la normalidad es la que reina en España porque abren las panaderías y los niños van todos los días al colegio. O que la angustia política es propia de los 30, 40.000 que están en esa política o estamos en el periodismo del comentario. La verdad es que hemos construido un sistema que no deja respirar a la democracia, donde la sociedad civil es casi una entelequia. Y a eso, a dar oxígeno a nuestra democracia aletargada y vitaminas a la acción de esa sociedad civil, es a lo que debemos dedicarnos, creo, en esta década que ahora comienza. Desde mañana mismo, con o sin investidura.

Me dicen desde la redacción de Londres que nada he comentado sobre el Brexit y Boris Johnson, ni acerca de la situación social explosiva que ha hundido las navidades de los franceses. Les comento que bastantes líos tenemos a domicilio como entrar en honduras sobre nuestro entorno. Y que en 600 palabras no cabía más diagnóstico sobre el gran lío que tenemos.