Hace un par de semanas, la escritora Nuria Amat organizó una cena con el (presunto) alcaldable Manuel Valls a la que fui invitado junto con Isabel Coixet, Javier Mariscal y algunos representantes más de eso que se conoce como el mundo de la cultura, cuyos nombres no voy a revelar porque puede que prefieran mantener un perfil bajo al respecto (así funcionan las cosas en la Cataluña del Rey de la Ratafía). Acudí encantado porque tenía ganas de conocer de primera mano la Barcelona que tiene en la cabeza el señor Valls, que coincidió exactamente con la que uno lleva en la sesera desde que la palmó el Caudillo: una ciudad catalana, española y europea en la que el nacionalismo sea residual y que pueda acceder a la primera división cultural de las grandes urbes mundiales. Dado mi interés por la figura del underdog, término anglosajón para definir a gente a la que se ignora o desprecia, tenía ganas de ver de cerca al tipo que más hostilidades ha despertado en la sociedad catalana, de izquierda a derecha, desde los primeros tiempos de Ciutadans, cuando todo el mundo pareció ponerse de acuerdo para ignorarlos, despreciarlos, atacarlos y acusarles de todas las maldades posibles. Con Valls se encabrita todo el mundo, y cualquier mindundi se atreve a considerarlo un fracasado que viene a España a buscarse la vida porque en Francia ya no le dan bola alguna. Hace falta cuajo para tildar de fracasado a alguien que llegó a primer ministro de la república francesa, pero ya se sabe que la desfachatez de algunos de nuestros políticos no conoce límites.
Ciertamente, es muy fácil meterse con Valls: los socialistas franceses lo detestan, Hollande lo considera un traidor de las dimensiones de nuestro Mascarell, y Macron lo basurea a conciencia. Pero él mismo es consciente de que su futuro en Francia no es muy prometedor y, como el político profesional que es, piensa desempeñar la segunda parte de su carrera en España. O eso nos dijo.
En la distancia corta, Valls es un tipo listo, de ingenio rápido, con sentido del humor --reconoció que entra aterrorizado en Twitter cada mañana para ver si su hermana Giovanna ha vuelto a ponerle de vuelta y media-- e imbuido de esos valeurs républicaines que hacen que gente como él o Anne Hidalgo parezcan clones de Albert Einstein en comparación con sus homólogos españoles. Eso sí, no sé si es plenamente consciente de dónde ha aterrizado. En España, incluida Cataluña, abundan los que no están dispuestos a permitir que un extranjero les diga cómo llevar las cosas de casa: que una chica de Cádiz llegue a alcaldesa de París les parece muy bien, pero que el antiguo primer ministro francés quiera ser alcalde de Barcelona les resulta ofensivo. Aunque sea del Barça, como es el caso.
Uno de los asistentes a la cena, que siente una gran simpatía por Valls, comentó que los valores republicanos del candidato están muy bien para Francia, pero que aquí las cosas funcionan de otra manera desde los tiempos del Timbaler del Bruc. O sea, que un tipo con porte de estadista lo va a tener muy difícil en una sociedad tribal aromatizada con la halitosis del cura de la parroquia como la barcelonesa, donde aún cuentan los apellidos de esas familias que, según Millet, lo controlan todo desde tiempo inmemorial. Valls aspira, además, a una candidatura transversal --no en el sentido mascarelliano del término-- en la que Ciudadanos sea el marco más cercano, pero no el único. Por eso confía en que su amigo Miquel Iceta le echará una mano, mientras los allí presentes pensábamos que solo se la echaría al cuello para estrangularlo.
Salí de la cena contento por haber conocido a un tipo muy interesante al que pienso votar si se presenta a la alcaldía de Barcelona. Pero algo me dice que no lo va a tener nada fácil y que aún no se ha dado cuenta del todo de cómo nos las gastamos por aquí. Puede que nos traiga la racionalidad, la ilustración, la integración plena en la cultura europea y la ciudad con la que algunos soñamos durante los cinco años transcurridos entre la muerte del Caudillo y la llegada del infame Jordi Pujol, pero estamos rodeados de gente a la que todas esas cosas le dan pavor, miles de adictos a la ratafía y a las maravillas de la vida rural cuyo sueño húmedo es una Barcelona que sea la capital de una república imaginaria.
Mucha suerte, Manuel, que te va a hacer falta.