El sector más zote de la izquierda --como las lumbreras que ocupan el Ayuntamiento de Barcelona-- suele considerar que el orden público es cosa de la derecha, de los fachas. Por miedo a ser tachados de intolerantes y represivos, estos profesionales del progresismo suelen acabar convirtiendo las ciudades que gobiernan en franquicias de la célebre marca Can Pixa i Rellisca. Y, además, contribuyen así a que las siguientes elecciones las gane un animal de bellota, un equivalente local de Rodrigo Duterte que opta por el garrotazo y tentetieso sin discernir entre la chusma que merece ser reprimida y los que la soportamos.

Para que no la acusen de facha, Ada Colau es capaz de no condenar el acto de intimidación de los independentistas en la universidad a quienes pretendían reunirse para hablar de Cervantes. Y por el mismo motivo, adopta una actitud a lo Rajoy frente al top manta, esperando que el problema se resuelva solo. De hecho, Ada empieza a ser más rajoyana que Rajoy. ¿Narcopisos? Perfectamente controlados, pero solo se cierra alguno de uvas a peras, no fuésemos a crear alarma social. ¿Organizar una mega redada con la Guardia Urbana? ¡Ni hablar! ¡Esto no es un Estado policial!

Como no había suficiente personal tocando las narices, de un tiempo a esta parte se han sumado unos simpáticos grupos de grafiteros que pintan sus mierdas en los vagones del metro y, si se tercia, le zurran la badana al primer segurata con el que se cruzan, aunque tampoco le hacen ascos a brear a pedradas a empleados y viajeros. Luego cuelgan sus hazañas en la red para que la gente vea lo guays que son. Para el vídeo más reciente, hasta han tenido el detalle de despelotarse y mostrar sus bien torneados cuerpos alternativos. ¿O es que solo Jorge Javier Vázquez tiene derecho a enseñar el trasero y, de paso, enterarse de su futuro gracias a la habilidad para la culomancia del maestro Joao?

Una ciudad desprovista de gentuza es una quimera. De hecho, no sería una ciudad. Se trata, simplemente, de mantener cierto equilibrio entre la ciudadanía y la chusma. Como el que suele conseguir el neoyorquino medio con las cucarachas de su apartamento, a las que concentra en la cocina para que no invadan el salón; si lo hacen pese a la prohibición, saben que les espera una justa ejecución por el inapelable sistema del zapatazo. Ada ni negocia ni reprime ni respeta a los lectores de Cervantes ni trata de mejorar la existencia de sus conciudadanos. Me gustaría saber a qué dedica su jornada laboral, francamente.