La designación de Quim Torra por parte de Carles Puigdemont supone para el independentismo un error de primera magnitud, una equivocación que va a marcarlo con fuego porque confirma con todas las letras lo que hay en el fondo de la pulsión separatista: supremacismo identitario puro y duro. Le va acostar mucho a un articulista como Francesc-Marc Álvaro volver a refutar lo que a base de generalidades y tópicos hizo en La Vanguardia meses atrás, negando rotundamente que el movimiento separatista tuviera tintes de supremacismo. Imposible desmentir ahora que en la República catalana de Torra habría una etnia prevalente, por ejemplo.
Los ominosos tuits y los deleznables artículos cargados de xenofobia perseguirán al nuevo president hasta el final de su mandato, que por lo que parece no va a ser muy largo. Que sea un admirador de un partido parafascista y racista como Estat Català como retrataba Javier Cercas en El País, es otro dato imposible de olvidar. Además, en el debate de investidura, fue incapaz de responder a la pregunta que en repetidas ocasiones le lanzó el líder de los comunes Xavier Domènech, "¿què pensa vostè dels espanyols i del 70% dels catalans que també es consideren espanyols?". Cinco días después seguimos sin saberlo y las timoratas disculpas que ofreció por sus tuits no hicieron más que confirmar cuál es su auténtico pensamiento.
Lo peor no es que Torra sea un xenófobo sino que 66 diputados de JxCat y ERC lo han hecho president y que la CUP ha posibilitado su elección. Sería injusto calificar de etnicista e hispanófobo a todo el independentismo, pero es muy grave que a sus partidos, medios e intelectuales no les haya importado demasiado situar a una persona con esas credenciales en la más alta posición institucional de Cataluña. Resulta patético escuchar o leer cómo lo disculpan o lo blanquean. El problema es que el separatismo no existiría sin esa pulsión de desprecio --y hasta de odio-- hacia lo español, sin ese chovinismo de creerse no solo muy diferentes sino mejores. En mayor o menor intensidad el supremacismo caracteriza a todos los nacionalismos, también al catalán, que analizado en detalle tiene muy poco de cívico.
La elección de Torra es una consecuencia de cómo se ha ido degradando la vida institucional desde que empezó el procés. Recordemos que, en 2015, tras el paso de Muriel Casals a la política como diputada por JxSí, el ahora president de la Generalitat se hizo cargo interinamente de Òmnium Cultural, de la que era vicepresidente. Es entonces cuando salieron a la luz por primera vez esos tuits que inmediatamente borró cambiando su cuenta en Twitter. Al cabo de unos pocos meses, fue elegido Jordi Cuixart y de su antecesor al frente de la histórica entidad nacionalista no se supo nada más. Le dieron un cargo en la Generalitat como director del Centre d'Estudis de Temes Contemporanis. Las acusaciones que entonces se vertieron contra el antiguo responsable del Born Centre Cultural de etnicista y xenófobo desaconsejaban su nombre en un momento en el que se trataba de ensanchar la base social del independentismo para llevar a cabo la hoja de ruta de los 18 meses. Si a finales de 2015 se le apartó de la junta de Òmnium por su perfil etnicista de ultraderecha, alegando “motivos personales”, ahora ya no importa. No pudo presidir una entidad cultural pero sí en cambio la presidencia de la Generalitat.
Puigdemont decidió la semana pasada que su diputado más fiel y manejable, su hombre de paja era Torra, por quien debe sentir cierta simpatía personal, y tanto ERC como la CUP han tragado porque el hardcore integrista se ha impuesto en el campo independentista. Con todo, sorprende el tamaño del error porque el nuevo president es una pésima tarjeta de presentación en Europa. Con citar las frases en las que llama “bestias y hienas” a los castellanohablantes es suficiente. A partir de ahora, no hará falta decir mucho más para descalificar al separatismo que pasaba por democrático y progresista. Con todo, lo más probable es que Puigdemont no fuera consciente del escándalo que iba a organizarse y desconociera la gravedad de los textos más duros de Torra, dando por amortizada la anterior polémica sobre los tuits. Pero en política ya se sabe que más importante que los aciertos propios son los errores ajenos. En su desesperación, ante la negativa a reconocer el fracaso del procés, cuando ya nada importa y solo se persigue la bronca y el conflicto, el legitimismo de Puigdemont se ha disparado un tiro.