Aunque cambie mil veces de nombre, Convergència nunca podrá hacer olvidar que fueron ellos quienes otorgaron carta de protagonismo político a la CUP; tampoco ERC puede ahora rasgarse las vestiduras por los disgustos que los cedeerres les causa a su nueva táctica, la de no romper más platos para salvar lo que queda de vajilla institucional. Mil veces se dijo que aquello (aceptar el chantaje parlamentario de cambiar de líder) era un error y otras tantas se respondió que lo importante era preservar la unidad de acción del independentismo ante una pronta (e inevitable) proclamación de la república.
De todo aquello vino esto, la alteración de las pacificas vidas de los catalanes perplejos por parte de unos supuestos revolucionarios que más bien parecen patriotas incívicos pero felices de dirigir la historia a golpe de telenoticias. No saben hacia dónde. Pero la mueven.
Hay que tener mucha fe o tener una capacidad de prospección política casi profética para ser capaz de ver un beneficio político directo para las aspiraciones de Cataluña y los intereses de los procesados y encarcelados en los cortes de circulación, los señalamientos a personas y las agresiones a los inmuebles de los adversarios políticos realizados en las últimas semanas.
Cuesta de entender, pero algunos miles de los miembros de la comunidad mental republicana descrita por Puigdemont se han dejado seducir por la propuesta de la CUP de exhibir la desolación y el cabreo en la calle. La retórica es tentadora, convertirse en protagonistas de una lucha desigual, desesperada, una hazaña que pudiese provocar las dudas de los jueces españoles, alemanes o británicos o, tal vez, hacer tambalear a su enemigo, el oprobioso Estado español.
Cuesta de entender, pero algunos miles de los miembros de la comunidad mental republicana descrita por Puigdemont se han dejado seducir por la propuesta de la CUP de exhibir la desolación y el cabreo en la calle
La batalla de la calle es una batalla a destiempo, no se libró cuando creían que debían hacerlo porque sus líderes, en un último instante de sensatez, no llamaron al alzamiento popular tantas veces teorizado. Provoca, además, una incomodidad manifiesta en los antiguos socios de la CUP transmutados en defensores del pragmatismo, también al conjunto del país; a todos, menos a los jueces y al Gobierno español que van a tirar del hilo de estas movilizaciones de afectación indiscriminada hasta encajarlas en el tipo penal más conveniente para sus planes que no son otros que la destrucción del soberanismo.
Cataluña no está en estado prerrevolucionario porque no hay ninguna revolución en marcha; de todas maneras, pronto va a ser difícil de discernir la realidad de lo que hay, un ejercicio práctico de los antisistema al que han conseguido alistar a los partidarios de la épica independentista.
Esta oleada de incidentes de gravedad dispar podría ser respondida con una eficaz acción de los Mossos y la aplicación de las subsiguientes responsabilidades jurídicas donde las haya; pero no va a ser así. Los halcones al servicio del Estado no parecen dispuestos a desaprovechar la ocasión para argumentar la existencia de un miedo colectivo y decretar un nuevo episodio de rebelión. La debilidad electoral del PP y la fuerza mediática de las posiciones alarmistas de Ciudadanos harán el resto. Y entonces ya habrá habido dos rebeliones y la tercera solo dependerá del número de procesados en esta segunda, y así, sucesivamente, hasta donde ya intuimos: el desastre.