Jorge Moragas ha estrenado despacho en la sede de Naciones Unidas en Nueva York y se encomienda a Inocencio Chencho Arias, el padre de Diplomacia moderna, mientras su sucesor en Moncloa, José Luis Ayllón, maquina a cualquier hora del día y de la noche. Y así será durante mucho tiempo porque el nuevo jefe de Gabinete de Presidencia machaca los temas hasta el final; podríamos decir que al endogámico barcelonés Moragas le ha sustituido un representante puro del laborioso pueblo catalán.
El primero confesó que practicaba un vicio semi-solitario que algunos compartimos: tumbarse en el suelo en algún punto de La Ricarda, la finca de los Serra Feliu en el Delta del Llobregat, para ver a muy pocos metros del suelo la panza de los aviones que despegan o aterrizan. El pack completo consiste en comer en algún restaurante de la arboleda marítima y luego instalarse en la punta exterior de la vieja pista central del aeropuerto de El Prat, la del estruendo, muy cerca de donde viven Messi, Luis Suárez o Coutinho.
Ayllón no es tan cuco. Más bien es un coco, el niño listo de Soraya Sáenz de Santamaría, la dama del centro-derecha que cada día gana posiciones aparentemente en la carrera al delfinato de Rajoy. Como secretario de Estado de Relaciones con las Cortes, Ayllón ha sido la figura clave en todas las negociaciones políticas y parlamentarias. La preparación del artículo 155 para Cataluña ha sido su última tarea, pero también fue el guía del equipo que negoció con Cs en la última investidura de Mariano Rajoy. El presidente lo nombró el pasado martes a su paso por León; le pilló al teléfono y se emplazaron para una conversación que ya ha tenido lugar en Moncloa. El búnker de Presidencia es una especie de túnel del tiempo sin pasado ni presente, regido por la teoría de cuerdas. Esta misma semana, a Soraya se le ha dibujado una sonrisa permanente en el rostro que no se la quitan ni el embaucador Roger Torrent ni Ricardo Costa, el vengador gürteliano. Pero se la puede acabar quitando el mismo Ayllón, el sorayo con el que Rajoy quiere adocenar a Soraya, o mejor, el sorayo que hace de Soraya.
Ayllón solo sale de Moncloa para ir al Congreso, donde ha estado en primera línea de todas las negociaciones. Es humilde y mudo, el retrato robot del perfecto adjunto de Rajoy, la antípoda amoral de García-Margallo, un valiente conocido por sus temerarias disquisiciones analíticas a domicilio.
Pertenece al sanedrín monclovita, el humus de los hermanos Nadal, Álvaro y Alberto, hoy un peldaño más arriba, en tareas ministeriales. Es el comodín en la cantera ejecutiva de la vicepresidenta que, con su nombramiento, le ha endiñado el último sapo a Cospedal, la generala. En su ámbito, el letrado Ayllón disfruta haciendo de Papi en las noches de vino y rosas, cuando el grupito sale de fiesta y se encomienda de madrugada al abstemio catalán, capaz de conducir a sus camaradas de vuelta a casa. Ayllón es además otra cosa: una solución para los periodistas que hacen información parlamentaria; no regala, pero actúa como una señal de cauce siguiendo la senda que dejó Carlos Aragonés, aquel jefe de Gabinete de Aznar que mandaba sobre Michavila, Castillo, Piqué y compañía, los ministros de su época.
En tiempos de hoja de ruta catalana, todo es tan triste y trascendente que apenas hay tiempo para disfrutar de parodias, como Tabarnia, una ilusión teatral aliada de la verdad bajo el trono de Albert Boadella, virrey en el exilio. Precisamente en el ámbito de la alegoría, la troupe de eterno estigma juvenil (aunque Ayllón ya ha cumplido los 47 años) bien podría representar a El enfermo imaginario de Molière en los roles de Toinette, Béraldeo o Angelique, pongamos por caso, inventores de un juego de hadas en la cosa pública; una especie de manual de prácticas con el que han cocinado el temido 155. Los del laboratorio han parido técnicamente la intervención de la Generalitat gateando en el suelo en el cuarto de los mayores; y cuando su talión cae sobre el territorio, la memez temeraria de Puigdemont (el malvado Argan del Enfermo de Moliere ) les demuestra que el experimento de laboratorio funciona.
Ayllón solo sale de Moncloa para ir al Congreso, donde ha estado en primera línea de todas las negociaciones. Es humilde y mudo, el retrato robot del perfecto adjunto de Rajoy
Para entender lo que se cuece en Madrid, es mejor utilizar el apólogo que la fábula. En Barcelona es a la inversa; nosotros empezamos por la moraleja. El universo indepe es tan trascendente que encargó a Lluís Salvadó y Josep Maria Jové, los ayudantes de Junqueras, levantar castillos de arena --las estructuras de Estado-- con el objetivo de que una ola gigantesca se los llevara por delante. Cataluña es un andamiaje de cartón piedra; diferencias con España se deciden por medio de una batalla entre la moraleja y el poder; la teología contra la ética del placer. La primera se considera un deber; la segunda vive en la cueva de Leviatán, allí donde la jerarquía no justifica su acción, como tampoco lo hizo la erupción del Vesubio para lanzar su fiereza mineral sobre el cielo de Nápoles.
En la última etapa de la anterior legislatura, Ayllón recibió el encargo de Rajoy de actuar como portavoz adjunto en apoyo a la tarea de la vicepresidenta. Ya se le subía por el antebrazo. El abogado, licenciado en Derecho en Barcelona, coció a fuego lento la Ley de Transparencia --junto al socialista José Enrique Serrano-- un pretexto a medida con el que Rajoy trata infructuosamente de esconder ignominias en algún desván de la historia. Cumplió con creces al cerrar la negociación de los Presupuestos del pasado año con el PNV y, por el camino, se zampó literalmente a Rafael Hernando, el retorcido portavoz de gesto ladino.
A cada victoria, el nuevo jefe de Gabinete hace mutis por el foro, como si hubiese leído en un manual de la Transición que los socialistas heroicos, Tierno y Bustelo, tras derrotar a Felipe en 1979, corrieron a devolverle el báculo al jefe, deshechos en llantos para no ser decapitados por el SPD alemán. Dentro de Moncloa, Ayllón juega al ajedrez con la guadaña, como en la película de Ingmar Begrman (El séptimo sello). Recuerda sorayo que las mejores carreras empiezan en renuncias.