Mareando la perdiz como siempre, Carles Puigdemont --presidente de los catalanes secesionistas, luego de una minoría-- tiene dicho que no quiere ir a la cárcel, pero que no le importaría ir a la cárcel. Probablemente, no irá a la cárcel, pues el Código Penal del tan denigrado Estado español no contempla para el delito de desobediencia por autoridades de las resoluciones judiciales (artículos 410 y 411) la pena de cárcel, sólo establece las penas de multa e inhabilitación especial.
Esa benignidad es una laguna en la ley, cuyo texto original data de 1995, cuando todavía no habían estallado los conflictos territoriales promovidos por autoridades de las instituciones autonómicas del País Vasco (Juan José Ibarretxe) y de Cataluña (Artur Mas y Carles Puigdemont). Si un particular incurre en el delito de desobediencia grave a la autoridad o a sus agentes, resoluciones judiciales incluidas (artículo 556 del Código Penal, Libro II, Título XII, "Delitos contra el orden público"), la pena puede llegar a diez años de cárcel. Si el infractor es una autoridad, se considera un "Delito contra la Administración Pública", con la benigna punición antes indicada. A Puigdemont, dispuesto al sacrificio (benigno), se lo debe haber descubierto algún consejero áulico, por eso gallea tanto.
La institucionalización de la desobediencia a las instituciones del Estado y, en particular, al Tribunal Constitucional, se intentó en la Resolución del Parlament de 9 de noviembre de 2015, aprobada con los votos de JxSí y la CUP. La declaró "inconstitucional y nula" la Sentencia del TC de 2 de diciembre de 2015, que señala que "recae sobre los titulares de cargos públicos un cualificado deber de acatamiento a la Constitución española".
Resulta demoledor para el correcto funcionamiento del Estado de derecho y de la sociedad entera que en la democracia haya autoridades que se salten con dolo el respeto del orden constitucional. El Estado de derecho, cuya piedra angular es el orden constitucional, precisamente es una construcción para poner coto a las tentaciones autocráticas, a los caprichos despóticos, a los desafueros, a la arbitrariedad...
Cuando llegue el mandato suspensivo del TC, ¿qué harán Puigdemont y los suyos? Esta vez no les servirá la simple desobediencia, si no desisten, tendrán que pasar a actos mayores
Ninguna sociedad que aspire a la estabilidad y al progreso puede aguantar en paz una contumaz rebeldía contra lo ordenado por leyes y tribunales bajo el amparo constitucional. Es la rebeldía que auspicia Puigdemont y es la sociedad a la que su actitud, la de su gobierno y la de los que han secuestrado al Parlament nos arrastran. De momento, se limitan a una borrachera de palabras altisonantes o emponzoñadas y de textos banales y efímeros en nombre de su concepto desvariado de la libertad de expresión y de la democracia. Incurren en una desobediencia (política) grave que traducida en delito probado, como han sido los casos de Artur Mas, Irene Rigau y Francesc Homs, se castiga con multa e inhabilitación.
Ahora bien, la prosecución consecuente de su "hoja de ruta" hacia la pretendida independencia, cuyo cumplimiento vigila la cancerbera CUP, les llevará a pasar de la desobediencia a la sedición. Convendría que alguien explicara a Puigdemont y a los demás que la inducción a la sedición está castigada con la pena de prisión de diez a quince años y con la inhabilitación absoluta por el mismo tiempo, si los inductores fueran personas constituidas en autoridad.
Esos bodrios denominados pomposamente ley de transitoriedad jurídica y fundacional de la república y ley del referéndum de autodeterminación de Cataluña serán recurridos y suspendidos cautelarmente por el TC. Cuando llegue el mandato suspensivo del TC, ¿qué harán? Esta vez no les servirá la simple desobediencia, si no desisten, tendrán que pasar a actos mayores.
Que no se llamen a engaño, ni engañen más. Ante tal situación, para defender a la mayoría de los catalanes, para preservar la democracia en España y la paz social en Cataluña, el Estado estará políticamente legitimado y legalmente obligado a hacer cumplir el mandato constitucional y, en su caso, las resoluciones de otros tribunales con todos los medios del Estado de Derecho a su alcance, sin descartar los coercitivos.