Pensamiento

La sumersión del castellano

21 mayo, 2015 09:01

“¿El castellano? Claro que es importante, ¡como también lo es el inglés!”. Esa es la respuesta más habitual entre los nacionalistas inmersionistas cuando alguien les plantea la conveniencia, por razones pragmáticas pero sobre todo de equidad, de introducir el castellano como lengua vehicular de la enseñanza en Cataluña. Pero se equivocan de medio a medio. En Cataluña el castellano no es importante porque lo hablen quinientos millones de personas en todo el mundo, con todo lo que representa en términos competitivos dominar la segunda lengua más hablada del planeta, sino fundamentalmente porque es la lengua familiar del 55% de los catalanes, y también porque muchos catalanohablantes la sienten como propia.

El castellano es la lengua familiar del 55% de los catalanes, y también muchos catalanohablantes la sienten como propia

La presencia del castellano en Cataluña no es un capricho de Felipe V, ni de Primo de Rivera, ni de Franco ni mucho menos del ministro Wert, por seguir la perversa secuencia que de continuo establecen los mismos que se indignan cuando alguien compara la situación actual del castellano en Cataluña con la del catalán durante el franquismo. Por cierto, a mi juicio se equivoca Wert cuando entra al trapo con los nacionalistas recurriendo a la misma comparación que ellos utilizan a diario para vilipendiar al PP. De hecho, es lo que Wert hizo el otro día en el Senado cuando el diputado de CiU Martí Barberà le acusó de querer “dividir a la sociedad catalana” y le preguntó textualmente: “Si una dictadura represiva no pudo con nuestra lengua, ¿cree que usted podrá?”, dando por supuesto que los objetivos del ministro coinciden con los del dictador.

Wert no pudo acabar de responder en el hemiciclo por falta de tiempo, pero lo hizo después en los pasillos del Congreso ante un grupo de periodistas a quienes les dijo que la situación del castellano en Cataluña “es comparable a la del catalán en otras épocas”. La polémica estaba servida. Poco importa que Wert estuviese respondiendo a los que le acababan de equiparar con Franco comparándolos con Franco. De Wert interesa lo que interesa, y con él los periodistas hacen lo que les atribuía Adlai Stevenson de separar el grano de la paja y después publicar la paja. O quizá es que los paralelismos entre el PP o Ciutadans y el franquismo o el falangismo son tan habituales en Cataluña, que el hecho de que un diputado de CiU insista ya no es noticia. Estamos ante un ejemplo paradigmático de lo que Ferdinand Mount, el que fuera asesor de Margaret Thatcher, llamaba “asimetría de la tolerancia”. Los nacionalistas catalanes se han arrogado el monopolio de la comparación con otras épocas (los ejemplos son muchos: Joana Ortega, Francesc Homs y el propio Artur Mas). El resto no tiene derecho.

El caso es que aquí nadie quiso contextualizar las palabras del ministro, nadie dijo nada parecido a: “Cruce de acusaciones entre Wert y un diputado de CiU a cuento del franquismo”. El titular era que Wert había comparado la situación del castellano en la Cataluña de hoy con la del catalán en la España de Franco. Lo más curioso es que a Wert le ha vuelto a pasar como con su frase más célebre, la de “españolizar a los alumnos catalanes”, idea que, ¡atención!, tampoco es de su propia cosecha. En aquella ocasión lo que hacía Wert era responder a la consejera Rigau, que una semana antes le había acusado en una entrevista en El Món a Rac1 de intentar “españolizar a los alumnos catalanes” por querer introducir el castellano como lengua vehicular en Cataluña. Rigau fue más allá y dijo que eso de españolizar a los alumnos catalanes “está justo en el otro extremo” de lo que ella querría.

Lo contrario de españolizar a los alumnos catalanes solo puede ser desespañolizarlos, aunque quizá para Rigau lo contrario de españolizar es catalanizar, término que la conejera ya había utilizado anteriormente cuando se mostró orgullosa de haber contribuido a la catalanización del sistema educativo de la escuela pública que “funde diferentes grupos étnicos en un solo pueblo” (sic). Es decir, que Rigau sugiere que su objetivo es desespañolizar a los alumnos catalanes, y aquí no pasa nada. En cambio, se arma la de Dios es Cristo cuando el ministro Wert le sigue el juego y, comentando las palabras de Rigau, dice que efectivamente su interés “es españolizar a los alumnos catalanes y hacer que se sientan tan orgullosos de ser españoles como de ser catalanes y que tengan la capacidad de tener una vivencia equilibrada de esas dos identidades, porque las dos les enriquecen y les fortalecen”. Vale la pena, por un lado, escuchar la entrevista a Rigau y leer la nota de prensa del acto en el que Rigau habló de la catalanización de la escuela pública que ¡funde diferentes grupos étnicos en un solo pueblo!, y por otro lado, escuchar entero el corte de la intervención del ministro Wert en el Congreso, para constatar hasta dónde llega la asimetría de la tolerancia, por no decir la más abyecta manipulación informativa.

Rigau sugiere que su objetivo es desespañolizar a los alumnos catalanes, y aquí no pasa nada

A mí personalmente no me gusta ninguno de los dos verbos, ni catalanizar ni españolizar, porque ambos tienen reminiscencias de ingeniería social. Pero, sinceramente, entre sentirme tan orgulloso de ser español como de ser catalán y tener una vivencia equilibrada de esas dos identidades, por un lado, y formar parte de un sistema educativo que funde diferentes grupos étnicos en un solo pueblo, por otro, me quedo con la vivencia equilibrada.

De hecho, el reclamo de “un solo pueblo” enlaza con la otra polémica prefabricada últimamente a propósito del ministro Wert, la de la comparación con otras épocas. El lema Un sol poble se suele plantear como el alfa y omega de la normalización lingüística y, por tanto, de la inmersión, que es presentada por sus defensores como la única manera de alcanzar esa supuesta normalización. Según el discurso inmersionista, la única manera de garantizar la cohesión social, es decir, la unidad del pueblo es aplicando la inmersión. De lo contrario, se estaría segregando al pueblo en dos comunidades, repiten los nacionalistas. A tal respecto, no cabe la discusión. No hay término medio. O todo en catalán o todo en castellano, que por algo los pueblos “normales” no tienen más que una sola lengua, la lengua propia. En Cataluña, el catalán. El resto son impropias, tanto da el castellano como el inglés o el urdú. La idea de que el castellano no es lengua propia de Cataluña, consagrada en el Estatuto, es tan perversa como ridícula. Es como si se dijera que el inglés no es propio de los escoceses o de los galeses; el francés, de los aquitanos o los bretones; y el propio castellano, de los asturianos o los aragoneses. Solo un proyecto basado en el nacionalismo lingüístico puede sostener tamaño disparate.

Para los nacionalistas lingüísticos, un auténtico pueblo no puede tener más que una lengua propia. Un sol poble, una sola lengua. La idea de que la cohesión social solo es posible con la inmersión lingüística ha cuajado de manera acrítica entre amplias capas de la población, con independencia de cuál sea su lengua materna. Hay muchos castellanohablantes, sobre todo hijos o nietos de gente proveniente de otras partes de España, que suscriben a pie juntillas el credo de la inmersión como garante de la cohesión social, así como del llamado ascensor social. Parafraseando a Pujol, Rigau dice con frecuencia que “la inmersión es la base del ascensor social” de la comunidad. De este tema hablo a menudo con un amigo de la infancia que es socio de uno de los principales despachos de abogados de España con oficina en Barcelona. Su opinión, basada en su experiencia con jóvenes licenciados, es exactamente la contraria. Me explica que en la oficina de Barcelona nadie duda de que el sistema de inmersión obligatoria en catalán es un lastre para los jóvenes licenciados catalanes, sobre todo para los catalanohablantes, que, incluso después de pasar por la Universidad, tienen auténticos problemas de fluidez a la hora de expresarse en castellano. Lo mismo me decía el otro día un empresario catalán sobre empresas multinacionales radicadas en Barcelona que utilizan el castellano como lengua funcional. Por tanto, no solo cabe cuestionar la idea de que la inmersión tenga algo que ver con la cohesión social, sino que es necesario desterrar para siempre el mito de la inmersión como motor del ascensor social. Siempre, claro está, partiendo de la base de que los partidarios de la inmersión ajena -por ejemplo, Mas o Montilla, que defienden la inmersión obligatoria para todo el mundo excepto para sus propios hijos- no son partidarios de un doble ascensor social, uno para sus hijos y otro para el resto. En fin, ¡vaya usted a saber!

La idea de que el castellano no es lengua propia de Cataluña, consagrada en el Estatuto, es tan perversa como ridícula

Pero volviendo a la frase con que empezaba esta reflexión, el principal problema del sistema educativo catalán es que relega el castellano a la condición de lengua extranjera. Y eso en el mejor de los casos porque, de hecho, la presencia del inglés como lengua vehicular es superior a la del castellano. El castellano está, por decirlo así, sumergido en la escuela catalana. Ello no solo vulnera el derecho de los castellanohablantes a recibir la enseñanza en su lengua materna, sino que supone un perjuicio para los catalanohablantes que, como ciudadanos españoles, tienen derecho a exigir la enseñanza también en castellano.

Por último, el hecho de tratar el castellano como una lengua extranjera tiene todavía otro perjuicio a mi modo de ver tanto o más importante que los anteriores, este de carácter esencialmente sentimental. Conlleva el riesgo de alejar de la lengua y la cultura catalanas a algunos de los que hemos sido capaces de abrazarlas sinceramente sin necesidad de abrazar al mismo tiempo el nacionalismo lingüístico. La semana pasada, con motivo del recurso del Gobierno para que se repita la matriculación escolar con el objetivo de garantizar el derecho a la enseñanza también en castellano, el debate volvió a girar en torno a la lengua. La cantidad de disparates que llegué a oír en las tertulias en las que participé sobre el cataclismo social que se derivaría del solo hecho de impartir ¡un 25% de las clases! en castellano, mi lengua materna, me hizo replantearme por un momento mi compromiso con el uso y el cultivo de mi otra lengua propia, el catalán. Mientras escuchaba, no podía evitar recordar una frase de Amin Maalouf en Identidades asesinas: “Si aquel cuya lengua estoy estudiando no respeta la mía, hablar su lengua deja de ser un gesto de apertura y se convierte en un acto de vasallaje y sumisión”. Pero, inmediatamente, me recordaba a mí mismo que el catalán no es patrimonio exclusivo de los nacionalistas que niegan al castellano la condición de lengua propia de los catalanes, sino que, además de ser la lengua de algunos de mis autores de cabecera, por encima de todo es la lengua materna de muchos amigos que recíprocamente sienten como propia la lengua castellana y rechazan de plano el menosprecio que supone su exclusión como lengua docente. Por tanto, seguiré usando y cultivando el catalán y, al mismo tiempo, oponiéndome firmemente a la inmersión obligatoria en catalán.