Lo que la ley de lenguas es y lo que no es
Quiero agradecer a Crónica Global la posibilidad de terciar en el debate sobre la Ley de Lenguas que desde sectores contrarios al soberanismo se está proponiendo y entre cuyos promotores y defensores me encuentro. Para ello, no tengo más títulos que el de un ciudadano concernido que ha dado muchas (muchísimas) vueltas a la cuestión, ayudado por la experiencia de vivir en Canadá, un país donde rige el bilingüismo oficial en el nivel federal. Recientemente he publicado junto a Mercè Vilarrubias dos artículos en El País sobre el tema ("Blindar la convivencia, no las lenguas" y "Todas las lenguas de España"). Anteriormente había publicado en solitario "Por una Ley de Lenguas, de una maldita vez". Los amigos de Federalistes d’Esquerres también tuvieron la amabilidad de hacerme una entrevista muy completa y panorámica. Los artículos contrarios de Antonio Robles, Marita Rodríguez, Carmen Leal y Francisco Oya me permiten incidir en algunas nociones y deshacer equívocos. Como se verá, me sitúo en la línea favorable que en este mismo periódico, además de Mercè Vilarrubias, han mostrado Rafael Arenas, Ángel Puertas, y Francesc Moreno.
Los nacionalistas aprovechan la inhibición del Estado central para empujar su programa monolingüista
En primer lugar me gustaría pedir que ninguno de nosotros, partidarios o detractores de la Ley, cayéramos en el vicio dialéctico que todos hemos padecido en nuestros debates con nacionalistas: refutar aquello que no se ha dicho. Estaría bueno que después de haber sufrido hasta el desquiciamiento los paranoicos juicios de intenciones a los que nos someten los independentistas (“dices que quieres bilingüismo, pero en el fondo lo que quieres es que el catalán desaparezca”) empezáramos ahora también nosotros a hacer trampas del estilo. Y los detractores de la ley también habrían de considerar que todos los que la proponemos no somos menos contrarios al nacionalismo que ellos. De modo que propongo cosernos a las palabras del otro, e interpretarlas siempre a la mejor luz posible. Si se hace, estoy convencido de que la Ley que presentamos aparecerá como algo razonable e incluso útil a muchos de los que mantienen sus dudas.
En todo caso, asumo que una cierta perplejidad es comprensible. Desde el primer momento los que hemos lanzado este debate supimos que debíamos hilar muy fino y no dar pie a que nuestra propuesta quedara desfigurara, interesada o involuntariamente. Concedo al sector crítico que la Ley de lenguas es una operación delicada. Sostengo al mismo tiempo que la empresa es necesaria y yo diría que imprescindible. Por eso es nuestra obligación explicarnos muy bien. Tan importante es dejar claro lo que la Ley es como lo que no es. Merece la pena empezar por esto último.
Lo que la Ley no es, es esto:
- No es una cesión a los nacionalistas. Por una razón muy sencilla: ningún nacionalista la ha pedido y ninguno la quiere. Saben que si pierden el monopolio de la gestión de las lenguas su discurso quedará muy debilitado. Por otro lado, al contrario que otras medidas que se discuten, como el llamado blindaje de la lengua, nuestra propuesta no otorga ni un centímetro más de poder competencial a los nacionalistas. Y tampoco se trata de complacerles, como nos acusa de hacer Robles. Creemos que la medida es justa en sus propios términos y puede ser del agrado de muchos españoles no independentistas cuya lengua primera no es el castellano.
- No es un galimatías ni un laberinto. Como hemos dicho desde el principio, no se trata de multiplicarlo todo por cuatro. La Ley solo afectaría a algunos órganos del Estado, los de mayor solera e importancia simbólica. Las autonomías y los órganos que de ellas dependan seguirán las directrices lingüísticas marcadas en sus estatutos. Más abajo repasaremos las medidas concretas que se avanzan, para ver si acaso alguna de ellas parece irrazonable.
- No es un menoscabo de la lengua común. El español seguiría siendo la ley de trabajo de la mayoría de las administraciones. Seguiría, socialmente, siendo sentida por la vasta mayoría de los españoles, como el instrumento de comunicación privilegiado
Pasemos ahora a examinar algunos hechos. En primer lugar, hay que llamar la atención sobre una curiosa circunstancia: España es el único país donde se hablan varias lenguas –lenguas con gran arraigo– que no tiene una Ley de Lenguas Oficiales. Creemos que ese vacío legal es el origen de mil acerbas disputas que desgastan nuestra convivencia a diario. Bien, en países como el nuestro, con un patrimonio lingüístico similar, existen dos caminos: el bilingüismo territorializado o la gestión federal de lenguas. Hasta ahora, España ha seguido el primer sistema. El problema es que ese bilingüismo territorializado, cuando se combina con la fuerte implantación de fuerzas nacionalistas en territorios bilingües, resulta letal para la cohesión del Estado y para los derechos de los usuarios. Los nacionalistas aprovechan la inhibición del Estado central para empujar su programa monolingüista. Eso es lo que ha pasado y por eso proponemos que el Estado central recupere el iniciativa: porque lo hará mejor y en beneficio de todos.
Por otro lado, ruego a los lectores consideren lo siguiente: En España ya existe un acervo normativo sobre lenguas. Pero se trata de un amasijo informe de órdenes circulares, reglamentos, y –sobre todo- alambica jurisprudencia. ¿De veras alguien cree que dar sentido y coherencia a esta masa heterogénea de normas puede resultar negativo? El coste de la no-ley, ya lo tenemos a la vista: una bronca permanente. Una observación que corre en paralelo es la de que el catalán ya es, de manera implícita, una lengua co-oficial en el ámbito estatal en varios aspectos. Los documentos expedidos las terminales del Estado en Cataluña, como DNI, pasaportes o libros de familia, son bilingües. El Estado sufraga una radio y una televisión en catalán y subvenciona las industrias culturales en catalán, reconociendo el mérito de sus creadores. El Instituto Cervantes da cursos de catalán y en esa lengua habla el Rey en sus visitas a Cataluña. La administración periférica del Estado presta –o debería prestar– sus servicios en catalán tanto como en español (Orden Ministerial de 20 de julio de 1990, sobre conocimiento de las lenguas oficiales de las CCAA en la provisión de puestos de trabajo en al Administración Periférica del Estado). El BOE se traduce al catalán. Todo esto ocurre y me gustaría preguntar al Sr. Robles si acaso considera que, dado que los ejemplos mencionados son ominosos signos de la co-oficialidad estatal del catalán y de cesión al nacionalismo, deberíamos deshacer lo andado. Seguramente no lo crea. Pero a su vez, el Sr. Robles y los críticos podrían muy legítimamente preguntarme a mí: “Si es verdad lo que usted dice, si el Estado ya reconoce y usa el catalán en gran medida, ¿dónde está el problema, por qué ir más allá?”
Por dos razones:
En primer lugar, porque la gente desconoce esta labor de Estado. Y la Ley sería la perfecta ocasión de poner en valor esta faceta desconocida del Estado. Y el Estado, nuestro Estado, necesita imperiosamente hacer valer sus méritos y mejorar la percepción que en Cataluña y el País Vasco (en menor medida en Navarra, Galicia y las Islas Baleares) se tiene de él, sobre todo enfrente de fuertes movimientos nacionalistas que de manera inobjetada se afanan en desprestigiarlo. Les pongo un ejemplo. Hace un par de años, el diputado de ERC, Alfred Bosch, dirigió una pregunta parlamentaria al Ministerio de Asuntos Exteriores y Cooperación preguntando cuántas actividades en promoción de la cultura catalana había realizado el Instituto Cervantes en el último curso. El diputado esperaba sin duda pillar al gobierno en un renuncio y poder exaltar su victimismo. Cuál no sería su sorpresa cuando el Gobierno respondió con un robusto informe con más de cien actividades. ¿Hemos de esperar que sea el Sr. Bosch quien dé publicidad de esa buena labor del Estado en desarrollo del artículo 3 de la Constitución? Ese informe no existía hasta que el Sr. Bosch preguntó. Esa falta de garbo en el Estado para hacer valer sus méritos es un problema. Y se soluciona con una Ley que pida al Instituto elevar y publicar cada año un anuario con las actividades realizadas en lengua catalana o en beneficio de creadores catalanes (lo mismo vascos y gallegos).
En segundo lugar, la Ley es necesaria porque hay lagunas e insuficiencias en el reconocimiento del plurilingüismo. Estas se aprecian sobre todo en la administración de justicia, que se sigue impartiendo esencialmente en castellano, y donde por tanto, el consenso sobre bilingüismo territorializado no se cumple. Aquí, un pequeño empuje en la dirección de concienciación de los funcionarios (a los que no propongo penalizar por el desconocimiento de las lenguas co-oficiales, sino darles facilidades para aprenderlas a su llegada a Comunidades bilingües), y sobre todo, del uso de las cada vez más perfeccionadas herramientas electrónicas de traducción e interpretación debería bastar.
Otro aspecto deficitario es el de la enseñanza en la España dónde únicamente se habla castellano. Hay que ofrecer a nuestros alumnos la posibilidad de tener nociones básicas sobre el resto de las lenguas y literaturas de España. ¿Por qué? Porque son españoles y solo así tendrán un conocimiento cabal de la cultura de su país, lo que no parece una mala idea.
Pero aun reconociendo que en el plano administrativo el Estado cumple, aun quedaría por colmar todo el aspecto simbólico. Nos equivocamos si pensamos que el Estado es sólo un organizador racional; también satisface necesidades de orden simbólico y se manifiesta en todo tipo de liturgias civiles que obedecen al propósito de reforzar la noción de comunidad. El Estado no nos habla con unos y ceros, nos habla con lenguas humanas, y los ciudadanos albergan sentimientos en relación a sus lenguas. Esto no es ser nacionalista. Esto es ser realista y pagar tributo a la realidad de nuestra época. Por tanto, en esas ocasiones solemnes y más visibles, el Estado también debe hablar en las cuatro lenguas. Eso se consigue de varios modos. Cosas tan sencillas como que los ministros lean parte de sus alocuciones en las lenguas co-oficiales, que la rotulación de los edificios más emblemáticos sean cuatrilingües, o que los catálogos de los museos estatales estén en las cuatro lenguas principales. Cualquiera que haya pasado por Suiza ha comprobado que tal cosa es posible.
Hay que ofrecer a nuestros alumnos la posibilidad de tener nociones básicas sobre el resto de las lenguas y literaturas de España
Todo esto se puede ridiculizar. Se puede parodiar diciendo que lo que queremos es que un guipuzcoano pueda exigir ser atendido en eusquera en un hospital de Zamora o que los funcionarios estatales hablen en cuatro lenguas. Exagerar la tesis del contrario es una de las clásicas estratagemas en el arte de tener siempre razón, que diría Schopenhauer. Pero mi papel aquí no es responder a las simplificaciones grotescas sino a las observaciones razonables.
Este debate es polifacético y muy rico en matices. Hay al menos dos temas que todavía no he comentado: qué posición adoptar en torno a la inmersión lingüística obligatoria y algunas consideraciones sobre la diversidad cultural y la comunidad política. No entraré ahora en ellos para no hacer este artículo demasiado largo. Los artículos de Arcadi Espada ("Algo hay que hablar") y de Tsevan Rabtan ("Lenguas y sentimentalismo") me invitan a continuar en otro momento el debate. Me conformo por ahora con una pincelada. Como decía más arriba, es un error concebir el Estado como un mero organizador racional. Nos guste o no, ha de contar también con dónde ponen los afectos los ciudadanos. Con independencia de su carácter de instrumento, las lenguas tienen una carga afectiva con una dimensión política. Me abstengo de valorar este hecho y me limito a constatarlo. En Canadá se dieron cuenta a tiempo. Estoy convencido de que si el gobierno de Ottawa no hubiera implantado a tiempo el bilingüismo federal, los independentistas de Quebec habrían ganado sus referendos de independencia. La medida, por cierto, también fue impopular al principio. Tengo por aquí una encuesta de Gallup hecha en los años setenta en que el bilingüismo federal cosechaba únicamente un 22% de aprobación ciudadana. Hoy nadie lo discute. Las pequeñas disfunciones e ineficiencias que genera el bilingüismo federal, que no son tantas, son un precio pequeño para mantener intacto el potencial de un país unido y diverso. En España, de manera semejante, tenemos un conflicto de lenguas que corroe la convivencia. Hay que arreglarlo. Sé que la ley que propongo contiene aspectos llamativos. Pero el coste de la no-ley empieza a ser demasiado gravoso para los españoles, bastante más oneroso que los gastos –que intuyo más modestos de lo que se pregona– en los que incurríamos para poner en planta el tipo de legislación que, en mi opinión, es requerida por la realidad española.
PS. Termino de escribir este artículo el día en que Antonio Robles vuelve a criticar con dureza nuestra propuesta, calificándola de disparate, en Libertad Digital. La posición que el Sr. Robles mantiene contra la Ley de Lenguas es respetable. Ahora bien, debería ser prudente en algunas de sus afirmaciones. Es particularmente afrentoso, y de todo punto injusto, que acuse a Mercè Vilarrubias de acometer “un envite etnolingüístico”. Mercè ha dado sobradas pruebas de su compromiso con el bilingüismo en Cataluña y con los derechos de los castellano hablantes. Ha criticado y sigue criticando, con lucidez y agudeza, los excesos de la inmersión lingüística obligatoria y ha escrito un valioso libro sobre la cuestión (Sumar y no restar, Editorial Montesinos). Todo eso lo ha hecho con coste personal, porque ya sabemos cómo se las gastan los que sí son nacionalistas. No hay en ninguno de sus planteamientos un sólo gramo de etnicismo. Su compromiso contra el nacionalismo es neto. Insinuar lo contrario es chapucero e indigno. Huelga decir que Mercè no me ha pedido que la defienda. Le sobra coraje para hacerlo ella sola, pero en agradecimiento a su tarea, quería hacerlo.