Pensamiento
El energúmeno máximo
Joan Ferraté no tuvo nunca una opinión demasiado halagüeña de los políticos. No era exactamente un anarquista, y mucho menos aún uno de esos militantes de la antipolítica que hoy en día se multiplican como setas parlantes para despreciar el sistema democrático, invocar la soberanía del pueblo y repetir sin descanso que todos los gobernantes son unos ladrones. Muy al contrario, lo que él creía es que los políticos deberían ser gente lo suficientemente competente para resolver los asuntos públicos haciéndose notar lo menos posible. Como éste no era y no es a menudo el caso de los políticos españoles en general y de los catalanes en particular, Ferraté solía llamarles "energúmenos", un adjetivo que él tenía en mucha estima y que usaba con frecuencia para designar a individuos molestos de todo oficio y condición. Yo le oí aplicar numerosas veces el vocablo a los políticos del país entre las décadas de los ochenta y los noventa, cuando Jordi Pujol reinaba en Cataluña y la supuesta oposición de izquierdas (PSC, IC y ERC) le rendía acatamiento, ya fuese a regañadientes o con la más bendita de las sonrisas (juro que he oído a más de un militante comunista hablar babosamente de los méritos de Pujol como quien habla de los milagros de un santo).
Si Ferraté consideraba energúmenos a casi todos los políticos catalanes, a Pujol no podía por menos que darle trato de gran energúmeno o incluso de energúmeno máximo. Así se refería a él, no sólo en conversaciones privadas, sino en la columna que publicó semanalmente en el desaparecido Diari de Barcelona en 1988. En uno de esos artículos (el lector interesado puede leerlos en el libro Provocacions, editado por Empúries en 1989), el titulado D'uns esquerrers («De unos izquierderos») habla de la sumisión permanente de las izquierdas catalanas al régimen establecido por Pujol: "Se quedan yertos y del todo incapaces de reaccionar tan pronto como una careta nacionalista se les pone delante y les exige apuntarse a la consigna del día". Creo que no se puede resumir mejor lo que fue la política catalana en aquellos veintitrés años de despotismo —no precisamente ilustrado— y lo que por desgracia sigue siendo en la actualidad.
Había que ser bastante bobo para no darse cuenta de hasta qué punto el discurso nacionalista perseguía el dominio absoluto de un clan con unos intereses privados, apoyándose en la muy lamentable tendencia de ciertos catalanes al sentimentalismo patriotero
Ferraté no era en modo alguno un visionario; otros, antes que él (Pla y Tarradellas, por ejemplo), habían pronosticado lo que iba a ser ese pujolismo que, sin Pujol, incluso con un Pujol confeso, sigue dictando la ley en Cataluña, y no éramos pocos los que en los años ochenta y noventa comentábamos con Ferraté y con otros resistentes la pesadilla que nos había caído en gracia. Porque había que ser bastante bobo para no darse cuenta de hasta qué punto el discurso nacionalista era un discurso rancio (por mucho que se disfrazara de moderno), sometedor (por mucho que se disfrazara de liberador), excluyente (por mucho que se disfrazara de integrador), patrimonialista (por mucho que se disfrazara de europeísta) y de que, por encima de todo, perseguía el dominio absoluto de un clan con unos intereses privados, apoyándose en la muy lamentable tendencia de ciertos catalanes al sentimentalismo patriotero. La descarada y permanente identificación del energúmeno máximo con Cataluña —una pretensión muy chocante en el mundo democrático y que, por lo menos en la década de los ochenta, casi nadie se atrevía a poner en tela de juicio— dio lugar a otra memorable columna de Ferraté, la que llevó por título D'un president. Ferraté citaba una declaración de Adolfo Suárez según la cual Pujol era el presidente de la Generalidad pero creía ser el presidente de Cataluña. Ferraté aludía, una vez más, a la actitud de la presunta oposición: que Pujol se tuviera por presidente de Cataluña y que sus seguidores le alabaran el delirio formaba parte de lo que se podía esperar, pero que sus adversarios le siguieran el juego, como sin duda lo hacían, ya era algo sin pies ni cabeza. La columna terminaba con la siguiente conclusión: "Cataluña es, en suma, mucho más que lo poco de vida pública catalana donde la Generalidad tiene competencias y donde su presidente puede actuar. Todo lo que quiera ser más que eso es una fantasía de loco, y si lo que ocurre es que los políticos no lo saben, los ciudadanos por lo menos deberíamos ser capaces de consignarlo en el manicomio".
Tras la declaración autoinculpatoria de Pujol, los articulistas del régimen han tomado posiciones. Algunos dicen que el hombre sacrificó primero sus deberes familiares por su vocación de servicio a Cataluña y que ahora se había sacrificado a sí mismo para proteger a sus retoños. Otros, todavía más abyectos, aseguran —después de haber consagrado sus vidas a la adoración del energúmeno máximo— que Pujol nunca fue uno de los suyos y que en realidad la inclinación de él y de su familia por las grandes estafas no es más que un producto de su pacto autonómico con los españoles. El gran sociólogo Cardús inició esta línea de pensamiento a propósito del caso Palau, cuando dijo que la corrupción en Cataluña era una consecuencia de la españolización del país.
Todo eso debería provocar una indignación pública de gran envergadura, pero nadie parece alarmado, nada parece moverse. El régimen que creó Pujol, que heredó el Tripartito y que Mas y Junqueras han querido llevar a sus máximas consecuencias sigue bien implantado en la sociedad catalana. Algunos se sienten descorazonados por la declaración de Pujol, otros le quitan importancia, pero casi nadie tiene presente que el peor atributo del personaje —y eso ya lo sabíamos antes de conocer su condición de delincuente— es que durante décadas fue el rey de los energúmenos. A Joan Ferraté nunca le pasó desapercibido y es probable que sea esta la razón por la que, cuando murió, la televisión autonómica ni siquiera se dignó dar la noticia. Por esta razón y tal vez también porque su sabiduría no podía contribuir en nada al proceso de energumenización de las masas que se ha llevado a cabo con tan clamoroso éxito.