El atractivo de España como destino para la inversión inmobiliaria, especialmente en sus costas y ciudades más vibrantes, es innegable. Sin embargo, un fenómeno en particular merece un análisis profundo por su impacto silencioso, pero creciente, en el acceso a la vivienda para los residentes locales: la intensa actividad compradora de no residentes.
En provincias como Alicante o Málaga, la adquisición de propiedades por parte de extranjeros supera ya el 30% en ciertas zonas, una cifra que nos obliga a plantear una pregunta crucial: ¿Estamos ante una oportunidad de inversión y desarrollo o frente a un riesgo latente de exclusión habitacional?
La inversión extranjera, en principio, inyecta capital, dinamiza la economía y genera empleo. Atrae turismo residencial, fomenta la creación de servicios y, en teoría, contribuye al desarrollo de las comunidades. No obstante, cuando la balanza se inclina de forma tan pronunciada hacia la demanda externa, emergen desequilibrios.
El informe del Colegio de Registradores de la Propiedad, por ejemplo, ha destacado cómo la compra de vivienda por extranjeros alcanzó récords históricos en 2023, con un peso significativo en las costas mediterráneas y las islas. El problema no radica en la presencia del comprador extranjero per se, sino en la capacidad del mercado local para absorber esta demanda sin tensionar aún más los precios y reducir la oferta disponible para los residentes.
Las zonas costeras, tradicionalmente receptoras de esta inversión, como la Costa del Sol o la Costa Blanca, experimentan una presión alcista continuada. Un ciudadano local con un salario medio español compite con compradores cuyo poder adquisitivo procede de economías con rentas per cápita significativamente más altas.
Esto conduce a una merma progresiva de la vivienda asequible, tanto en compra como en alquiler, desplazando a la población local que no puede asumir esos precios. El impacto es más evidente en localidades con un stock de vivienda limitado o una expansión urbanística contenida.
En estos escenarios, el incremento de la demanda extranjera, a menudo sin una correlación directa con la oferta de empleo local o las necesidades de vivienda permanente, genera una burbuja de precios desconectada de la economía doméstica.
Resulta crucial reconocer la dualidad de este fenómeno. Por un lado, es una oportunidad para el desarrollo urbanístico y la rehabilitación de zonas que de otro modo permanecerían estancadas. La inversión extranjera puede revitalizar núcleos urbanos, financiar infraestructuras y generar un ecosistema de servicios que beneficie a todos. Sin ir más lejos, muchas de las promociones de lujo o de alta gama se dirigen explícitamente a este perfil de comprador, generando empleo en la construcción y servicios asociados.
Sin embargo, el riesgo emerge cuando esta demanda no se gestiona estratégicamente. Si no se acompaña de una planificación urbanística que asegure la diversificación de la oferta (vivienda protegida, social, alquiler asequible), el crecimiento se vuelve socialmente insostenible. El mercado español, y especialmente el de las zonas tensionadas, no está preparado para absorber esta demanda ilimitada sin que los precios se disparen y sin que la vivienda se convierta en un bien de lujo inalcanzable para muchos.
Merece la pena insistir en la necesidad de una gestión estratégica. La venta de vivienda a no residentes es del orden de 60.000 viviendas al año que a un precio medio estimado de 400.000 euros (no olvidemos que muchas viviendas son de gama alta y, por tanto, su precio está por encima del medio de la vivienda en España) suponen un ingreso del orden de 24.000 millones de euros anuales. Es un negocio importante para España y no lo deberíamos poner en riesgo con una deficiente planificación.
En 2024, los extranjeros compraron el 14,6% de las viviendas en España, pero en zonas como Alicante y Málaga superaron el 40%. Su poder adquisitivo es muy superior —pagaron de media más del doble por metro cuadrado que los nacionales—, tensionando aún más los precios.
El problema se agrava porque España apenas cuenta con un escudo social: el parque de vivienda protegida no alcanza el 4%, frente al 40% de Ámsterdam o el 60% de Viena. Esa falta de red pública convierte la inversión extranjera en un factor de exclusión más agudo que en otros países.
La solución es la construcción de un parque público o semipúblico robusto que proteja a una parte de la población de las fluctuaciones del mercado libre, incluyendo la presión de la demanda externa. Esto implica una inversión pública sostenida y la colaboración con el sector privado para la construcción de este tipo de vivienda. Incluso, algunos municipios en Reino Unido o Francia han explorado impuestos más elevados para propiedades que permanecen vacías o que se utilizan exclusivamente como segunda residencia, incentivando su puesta en el mercado de alquiler o venta para residentes.
La solución no pasa por demonizar al comprador extranjero, sino por diseñar políticas urbanísticas y fiscales que fomenten un crecimiento inmobiliario equilibrado y sostenible. Esto implica, en primer lugar, planificación del suelo: liberar suelo finalista para la construcción, con un porcentaje reservado para vivienda protegida y asequible.
En segundo lugar, es vital la agilización administrativa: reducir los plazos de licencias para que la oferta pueda responder más rápidamente a la demanda.
En tercer lugar, debemos impulsar mecanismos de colaboración público-privada para el desarrollo de proyectos de vivienda asequible. Finalmente, resulta esencial evaluar una fiscalidad inteligente que desincentive la especulación y favorezca la puesta de la vivienda en el mercado residencial permanente, sin penalizar la inversión productiva. La huella del comprador extranjero es una realidad de nuestro tiempo globalizado.
Gestionarla con inteligencia, combinando la bienvenida a la inversión con la protección del derecho a la vivienda de nuestros ciudadanos, es el gran reto que tenemos por delante. Es hora de pasar de una reacción a una estrategia proactiva.