Felicidad con Dvorák
La música del compositor de Bohemia encierra un mundo sonoro fascinante y arriesgado, reconocible por un vuelo lírico inigualado en el campo sinfónico, que nos libra de la profundidad característica del sonido clásico germánico.
3 junio, 2024 14:05“La música no sabe mentir”, decía George Steiner, lamentándose al mismo tiempo de la capacidad del lenguaje para embaucar y provocar grandes catástrofes. Tal vez esa vinculación inmediata con la verdad sea una de las razones de nuestra sujeción a la melodía, cuyo invento, según Levi-Strauss, constituye “el supremo misterio de las ciencias humanas”. Si la clase política y la comunidad educativa en su conjunto hubieran tomado conciencia del bien que la música puede causar en el desarrollo de una vida humana hace tiempo que la materia sería una asignatura principal. Como dijo también Steiner en una de sus últimas conferencias, “nada me asusta más que la privación de la gran música en la educación de millones de escolares”. Los lamentos de aquel viejo y añorado Jeremías son cada día más certeros.
Pasarse semanas en compañía de un compositor, repasando sus principales sinfonías, descubriendo otras nunca escuchadas, comparando distintas versiones, no es una forma de pasar el tiempo –de matarlo, según la siniestra expresión que solo el español acepta– sino una manera única de vivir elevado al cubo. La música desafía, para empezar, nuestra pobre concepción lineal de la existencia, que se ha ido acusando en la modernidad hasta llegar a la actual asfixia publicitaria. Cuando uno cae en la cuenta de que una partitura no se mueve en ninguna dirección sino que adquiere la forma que le da nuestra conciencia o, lo que es lo mismo, cuando uno entiende que la música suena en una quietud cuyo movimiento somos nosotros, de pronto la naturaleza en su conjunto cobra otra dimensión que ya no es circular –limitada a un principio y un final– sino eterna, abriéndose para siempre desde dentro, como en círculos concéntricos, sin la muerte que nosotros solo vemos.
Cada compositor además conforma un cosmos que a su vez está relacionado con toda la música anterior y aun posterior. De la misma manera que el aprendizaje de lenguas nos va iluminando los caminos de un espeso bosque primigenio, en el que desaparecen las trazas de cualquier identidad, la ampliación de nuestro oído supone también ingresar en una región donde las taxonomías y las jerarquías desaparecen. Pongamos por caso la obra de Antonín Dvorák (pronúnciese Devorsyak), un compositor que a menudo se ha despachado como un autor menor o ancilar de la gran tradición germánica. En el repertorio tradicional, el público suele reconocer sobre todo su última sinfonía, la novena, conocida como la del Nuevo Mundo. O a lo sumo la octava y quizás la séptima. Pero una inmersión en toda su producción nos descubre un lenguaje genuino y coherente que además revolucionó el género, aunando lo mejor de la herencia clásica europea con la sabiduría rural checa.
Dvorák, como tantos compositores centroeuropeos –Smetana, Janácek, Bartók– escribió siempre con el oído muy cerca del canto popular, algo que dio a sus composiciones una singularidad impersonal que le permitió escapar a las constricciones subjetivas del Romanticismo en el que por otra parte se educó. Nacido en 1841 y fallecido en 1904, Dvorák, como todos los músicos de su generación, tuvo que pasar primero por la influencia de Beethoven, Schubert y Wagner. Su amistad con Brahms, por otro lado, es uno de los capítulos más felices, reconfortantes y ejemplares en la historia a menudo ruin y mezquina de las relaciones artísticas. Brahms nunca se cansó de reconocer y reivindicar el talento de su amigo, ofreciéndole incluso que se trasladara a vivir a Viena para así descollar con mayo rapidez. La influencia del alemán sobre el checo es ya un tópico, pero pocas veces se ha reparado en el influjo inverso. Hay por ejemplo determinadas texturas en la tercera sinfonía de Brahms que no se entienden sin esa mutua atención de tantos años.
La obra orquestal de Dvorák –dejemos ahora de lado su también maravillosa producción camerística y vocal– ha conocido una tortuosa historia editorial. En vida de su autor, solo se publicaron seis de sus nueve sinfonías, de tal manera que la sexta fue durante mucho tiempo la primera y la del Nuevo Mundo ha sido sucesivamente la quinta y la octava hasta ocupar el número mágico y fatídico del álgebra sinfónico. Después de su muerte, se encontraron cuatro sinfonías más, entre ellas una primera que el propio compositor había perdido. Así que su corpus se ha ido reorganizando hasta conformar el actual canon, que pocos directores han grabado en su totalidad. Entre las mejores integrales, hay que destacar la del también checo Rafael Kubelik con la Filarmónica de Berlín, la de Otmar Suitner con la Staatskapelle de la misma ciudad –cuando la orquesta que luego sería de Barenboim estaba todavía al otro lado del muro– o la del húngaro István Kertész con la sinfónica de Londres. Las tres son modélicas, pero si hubiera que quedarse con una, esta última sería la elegida, obra de un excepcional director, superviviente del Holocausto, fallecido muy joven a los 44 años, ahogado mientras nadaba en la costa de Israel.
Pasadas las dos primeras sinfonías, obras juveniles por otra parte nada desdeñables, a partir de la tercera entramos en un mundo sonoro fascinante, arriesgado, reconocible por un vuelo lírico inigualado en el campo sinfónico. Habrá que esperar a Sibelius para encontrar a un compositor con tal virtuosismo melódico. En esta primera etapa, las influencias de las formas clásicas, del inevitable Beethoven y del entonces hegemónico Wagner, son por supuesto muy perceptibles. Pero poco a poco se va imponiendo un acento genuino, capaz de zafarse del peso de la herencia y aprovecharse de la tradición para crear un lenguaje propio, a menudo irónico, festivo, centelleante, que consigue librarnos de la adicción a la profundidad característica del sonido germánico. La tercera, estrenada por Smetana, fue la primera que convenció a Brahms del talento de Dvorák. Y la cuarta, compuesta cuando su autor ya era organista de la iglesia de Saint-Adalbert en Praga, es de una belleza inaudita. El segundo movimiento, andante sostenuto e molto cantabile, tiene un cromatismo intenso en su tema con variaciones de violines y oboes, chelos y clarinetes. El scherzo muestra ya un ritmo espectacular y operístico, con ecos de Berlioz. En el trio se distingue una marcha popular que, en un gesto característico suyo, se complica hasta cansarse y desaparecer. Y el cuarto movimiento contiene una de sus melodías más hechizantes.
Pero es a partir de la quita cuando se puede decir que uno entra en una larga secuencia maestra que desemboca en la novena. No hay aquí página mediocre o epigonal, sino una continua exploración de un compositor en plena posesión de sus recursos, dueño de una madurez solar. La quinta, estrenada en 1879 y dedicada a Hans von Bülow, uno de sus mentores, tiene una estructura cíclica perfecta. El ambiente bucólico del primer movimiento, con el trino inicial de los clarinetes, da paso a la melancolía del segundo, con aires de danza campestre. El conjunto es brillante, encantador, fruto de una experiencia que descarta la negatividad. Aquí también es muy recomendable la grabación que hizo Mariss Jansons en su primera etapa con la Filarmónica de Oslo, orquesta con la que también nos dejó una séptima y una octava memorables.
Dvorák quiso que su sexta sinfonía fuera la primera, renegando de las anteriores. Compuesta en 1880, para entonces su autor ya empezaba a ser una celebridad. En 1884 viajaría a Londres para dirigir su Stabat Mater en el Royal Albert Hall. Y en septiembre volvió a Inglaterra para presentar con gran éxito la sexta en el Festival Worcester. Basta escuchar el primer movimiento, allegro non tanto, para darse cuenta de cómo Dvorák es ya un primus inter pares dentro de su genealogía. Ahí están Haydn, Mozart, Brahms, pero convertidos en algo que solo puede ser suyo y al mismo tiempo anónimo. La verdadera madurez de un gran artista llega cuando se ha desprendido de tal manera de todas sus sujeciones que incluso su ego desaparece. El genio no es entonces más que un simple dejar ser. Aquí también es muy recomendable la grabación de un concierto en directo que hizo Kubelik con la orquesta de la radio Bávara y que también contiene la sinfonietta de Janácek (Orfeo).
La séptima y la octava forman algo así como un díptico, un claroscuro. A menudo se considera la séptima la más severa de sus composiciones y para muchos –por ejemplo para Herbert Blomstedt, uno de sus grandes intérpretes– se trata incluso de la mejor. Para apreciar la gravedad de la partitura, hay que escuchar la versión que hizo Claus Peter Flor con la Filarmónica de Malasia en un disco que también contiene dos de sus maravillosos poemas sinfónicos, justamente los más fúnebres, Otelo y The Wild Dove. Flor le imprime al conjunto una especie de carga trágica que funciona muy bien y que parece desviar el habitual tono afirmativo del compositor. Las versiones de Kubelik o Kertész son en ese aspecto más relajadas.
La octava, compuesta en 1889 en la casa de campo que Dvorák tenía a las afueras de Praga, es en cambio puramente luminosa, veraniega. Escucharla es como pasear por una campiña a principios de junio mientras un viento débil y aún fresco trae olores de heno cortado. Se trata de la más checa de sus composiciones, llena de referencias a canciones y danzas del folklore de su país. Aquí Dvorák estaba en el cenit de su prestigio. La Universidad de Praga le nombró entonces Doctor Honoris Causa y en 1891 volvió a Inglaterra para estrenar su Requiem en Birmingham, la más filarmónica de las ciudades en das Land ohne Musik.
Entre 1892 y 1895, Dvorák residió en Estados Unidos, invitado por el Conservatorio Nacional de Música de América. Allí compuso algunas de sus mejores obras tardías, como el Cuarteto americano o su concierto para chelo, el más conocido e interpretado y que injustamente ha eclipsado tanto su concierto para violín como el de piano, excelentes ambos. Pero sin duda su obra más famosa de esta etapa final es la novena sinfonía, subtitulada del Nuevo Mundo –en realidad desde el Nuevo Mundo–, fruto de un encargo de la Filarmónica de Nueva York, que la estrenó con gran éxito en diciembre de 1893 en el Carnagie Hall.
Dvorák se propuso en esa obra recoger el espíritu de la música nativa norteamericana, sobre todo de los espirituales y del jazz, aunque el asunto ha sido controvertido desde su estreno. Leonard Bernstein, por ejemplo, en una charla radiofónica emitida en 1956, negó que la partitura tuviera una influencia indígena real y señaló en cambio los numerosos rasgos procedentes del folklore checo y ruso y aun de la música india y china, todo mezclado con lo que él llamaba the European soup. Sea como fuere, lo cierto es que en el segundo movimiento, Dvorák creó una de las melodías más bellas y conmovedoras jamás escritas, con ese solo de corno inglés que, sin importar de dónde venga, nos habla para siempre de una tierra mestiza. Uno recuerda aquellos versos de Machado sobre las canciones en boca de niños, que llevan “confusa la historia y clara la pena”. El propio Bernstein hizo una grabación de referencia con la Filarmónica de Nueva York en 1962. Pero también es impresionante la de Otto Klemperer con la Philarmonia de Londres en 1963 o la de Celibidache con los de Múnich en 1985. Aunque tal vez la mejor sea la de Ferenc Fricsay al frente de la Filarmónica de Berlín, publicada en 1960 y de una perfección sobrenatural.
Volver, en fin, a Dvorák en el siglo XXI, tras la larga resaca de las vanguardias, es una experiencia distinta, reconfortante y espiritualmente sana. Y por ello mismo, la felicidad que procura su audición conlleva una especie de responsabilidad moral que seguramente no estaba en el ánimo del compositor pero que ha terminado siendo uno de sus legados más vibrantes.