'Vértigo' de Hitchcock: una fuente inagotable de enigmas
Manuel Arias Maldonado publica en Debate un magnífico ensayo sobre la película de Hitchcock, una de las grandes obras maestras de la historia del cine que todavía mantiene, tras décadas de análisis y exégesis, un aura mítica
4 junio, 2024 17:56La lectura de Ficción fatal, el sólido y necesario ensayo (es preciso reactivar las posibilidades de la transmisión si queremos mantener viva la llama del pensamiento cinematográfico entre las nuevas generaciones) de Manuel Arias Maldonado sobre Vértigo de Hitchcock, nos llevó a repasar viejas notas, a recuperar otros libros y textos semienterrados, sobre todo a volver a enfrentarnos a aquellas imágenes, a aquellos sonidos. Todo para mejor desentrañar el porqué de su poder de imantación sobre la cinefilia (quizás más que sobre el público general, que suele preferir otras películas del cineasta, más divertidas y astutas como La ventana indiscreta o Con la muerte en los talones; incluso, al decir de Daney, más frías (Los pájaros), terroríficas (Psicosis), o magistralmente fallidas (Marnie, la ladrona).
Arias Maldonado, como antes Eugenio Trías, es el último intelectual entre nosotros en confesar públicamente su conmoción íntima ante la película, desgarro que tapa con la elegancia de su escritura, el generoso recuento de contextos alrededor de Vértigo (incluidas sus inacabables polémicas entre feministas y estructuralistas varios), su análisis pormenorizado y una admirable y humilde vocación de mediador entre las voces críticas que le precedieron, desde el fantasmal estreno de la película a finales de los cincuenta hasta su rehabilitación dos décadas después y nuestro actual totum revolutum audiovisual. Aupado, según su bello hallazgo, a los hombros de los que hablaron antes que él, Arias Maldonado deletrea el film, la obra abierta que no deja de interpelarnos, reacia en definitiva a cualquier hermenéutica sesgada, y centra su atención de manera novedosa en las ficciones tejidas alrededor de los personajes, sobre todo de Scottie, cuya trayectoria (en esas dos películas, la de la fascinación y la del trauma, que tensan el metraje) nos instruye en la fuerza destructiva de las historias que contamos y nos contamos, de las ficciones que tomamos por realidades.
Siempre nos hemos adherido a los que piensan que la supervivencia de Vértigo y su estatuto de obra de arte –el escurridizo suplemento que convierte a antecesoras temáticas o plásticas como Le Grand Jeu (Jacques Feyder, 1934), Phantom Lady (Robert Siodmak, 1944), The Uninvited (Lewis Allen, 1944), I remember Mama (George Stevens, 1948), o, especialmente, Más allá del olvido (Hugo del Carril, 1956), en lo que Pierre Bayard denominaría plagios por anticipación– vienen determinados tanto por su condición de meditación en torno al hecho fílmico como por lo que yace bajo su engranaje narrativo, onírico e inverosímil; a saber, una parábola realista que nos acerca a verdades y enseñanzas compartidas.
Así, empezando por lo primero, muchos han visto en John Ferguson/Scottie (pues no sólo se desdobla Novak en Judy/Madeleine, también lo hace Stewart) la perfecta encarnación del cinéfilo –"hombre disponible, privado de experiencia personal", en palabras de Arias Maldonado–, del ser desajustado, en severo decalaje con el mundo real. Philippe Arnaud, uno de los más exquisitos y secretos exégetas de la película, llegó a identificar la persecución muda de Scottie a Madeleine en los primeros compases de Vértigo con una hipnosis de espectador, como si la fascinación cinéfila se hiciera aquí ambulante en su condición de perseguidora de sombras.
Para que esta densidad de implicaciones se comprenda (y se sienta), y no sólo tratarla como un superficial juego autorreflexivo, hay que permitirse olvidar un poco la maestría de Hitchcock en tanto que controlador de universos y mago del suspense, y advertir el magisterio en otro lugar, más bien en la creación de imágenes, atmósferas y rimas formales. Volviendo a Bayard –ahora a su reciente ensayo (o contra-investigación, o broma seria) Hitchcock s’est trompé, según el cual el mayor falso culpable de su filmografía sería Lars Thorwald, inocente del único crimen que en realidad se perpetra en el patio de vecinos de La ventana indiscreta, el que termina con la vida de un simpático chucho–, hasta convendría ponderar la vida secreta de sus películas una vez esfumado el todopoderoso demiurgo que las puso en marcha, esas constelaciones formales ricas en relaciones que nos habitan y acompañan, como viera Godard, incluso cuando los argumentos y las motivaciones de las ficciones languidecen en nuestro recuerdo.
En lo que nos atañe aquí, habría, por un lado, que asumir la "imperfección necesaria" (Trías) de Vértigo en tanto que narración –una película mal contada pero bien dicha, según el filósofo– y también las consecuencias del momento en que Hitchcock, como apuntara Deleuze, después de perfeccionar y agotar las fórmulas para la implicación del espectador en sus películas, empezara a experimentar este particular conductismo en sus personajes, devenidos desde entonces –especialmente desde el Stewart aburrido y obcecado de La ventana indiscreta– en nuestros sosias, voyeurs igualmente apasionados, igualmente impotentes. Según el filósofo francés ahí radicaba la modernidad de la etapa bisagra entre el clasicismo y los nuevos cines que representa Vértigo: el tiempo que se espesa, fuera de los goznes impuestos por el movimiento, y un protagonista cuyas reacciones no desembocan tanto en acciones como en actos de videncia.
Este cambio de paradigma puede advertirse en la famosa secuencia del bosque de secuoyas, influyente aparte ensayístico (en Resnais, Marker y tantos otros) en el que la inconmensurabilidad de la pasión de Scottie y de la genealogía de Madeleine/Carlota Valdés participan del mismo vértigo que el cine siempre se encuentra en disposición de revelar cuando su funcionamiento maquínico, anempático, se pone en relación con los tiempos de la naturaleza, con las temporalidades vegetales, minerales, que precipitan la irrupción de una duración de sublimidad paralizante, esa que advirtiera en el cinematógrafo, de manera pionera, Jean Epstein en su ascensión al Etna. Frente a ese verdor eterno de las secuoyas –always green, always living, como apuntara en sus textos de la cinemateca João Bénard da Costa– que nos susurra el cine, el espectador y Scottie participan de una misma condición escindida, de una asumida imposibilidad de regresar a la unidad, como con tanta perspicacia señalara Arnaud en el primigenio encuentro del detective y Madeleine en Ernie’s (duplicado luego en la escena del espionaje en la floristería): tan cerca, pero tan lejos, lo que ocurre en continuidad no encuentra sutura en la puesta en escena, produce un intervalo, una interrupción, una abertura.
Nuestro verde, en todo caso, será parpadeante, el del neón, el de la fascinación y las ficciones fatales, y Scottie, epítome de la condición cinéfila, de quien sintiera el pasmo ante lo interminable de pasado y futuro –ese desbarajuste que provoca que tanto el detective jubilado en su verdad como la fabulosa actriz en su mentira tomen por señales del ayer (la tumba de Carlota, su final errático y desquiciado) lo que son premoniciones del mañana, motivo que Marker retomaría en luego en La jetée, 1962)–, sólo encontrará sentido en la recreación neurótica –ahí donde la película tímidamente sonríe– de la situación cinematográfica primigenia (y de su oxímoron nuclear, el de la lejana cercanía).
En un montaje de atracciones algo delirante, podríamos pensar que, como aquella particular secta alrededor del agujero en la puerta del retrete de un bar en Une sale histoire (1977) de Jean Eustache, el futuro del detective bien podría ser el de merodeador de los baños del Ernie’s, en busca de la perspectiva que diera a ver eso que esconden todas las mujeres. Metáfora dúctil que, en el fondo, recrea el inaudito punto de vista sobre el mundo que el cine ofrece cuando de verdad acontece, la esquiva y rara revelación que engrasa el fatídico consumo de películas. Quien haya conocido a un gran cinéfilo arrasado por la melancolía del objeto fílmico perdido –sea éste el cine clásico o el moderno, sea la sala o la fotoquímica– reconocerá los gestos del viejo Scottie.
Luego, como decíamos más arriba, queda la emoción íntima. Vértigo como la película conmovedora (Daney), la que más verdad encierra (Trías), la que subyuga (Maldonado). Para verlo más claro, quizás convendría rastrear el realismo bajo la parábola onírica y su inverosimilitud estructurante, que empieza mucho antes del rocambolesco plan asesino de Gavin Elster, digamos que desde que el policía John Ferguson cuelga suspendido en la primera secuencia tras los créditos, en una situación filmada claramente como trágica y sin salida, lo que ha alimentado las lecturas mentales y sobrenaturales de la película.
Uno de los más indicados para guiarnos aquí podría ser Barthélemy Amengual, junto a Bazin el gran defensor de la ontología realista del medio. En su breve e inolvidable À propos de 'Vertigo' ou Hitchcock contre Tristan, el analista arranca repartiendo estopa a Chabrol y Rohmer por su mirada platónica al arte hitchcockiano en la precoz monografía que escribieran juntos, para colocarse en otro eje. A él, que según sus palabras no le emocionaba el álgebra ni la geometría y los cuentos de Poe se le caían de las manos, Vértigo, sin embargo, le dejaba "una espina en el corazón" por otras razones. Otra vez, por otro magisterio: el de registrar y documentar una pasión: "Como el perro corre tras su sombra, Scottie persigue una quimera, luego un fantasma. Esta aventura del deseo es lo que es realista en Hitchcock".
Amengual encuentra en Valéry al mejor consejero ("no hay nadie capaz de amar a una persona tal y como es. El amor extremo es el sentimiento de la imposibilidad de la existencia del ser amado") y en el cine el invento irremplazable para lidiar con la vida. Otros, como Wagner, podrán traspasarnos más profundamente; Poe podrá elevar la necrofilia a las más altas cotas estéticas, pero nada ni nadie como el cine podrán hacernos ver de un solo golpe y sin solemnidad alguna lo que diferencia a una mujer bella de una que lo es bastante menos (Judy, como decía otro ilustre herido por Vértigo, el pintor y cineasta portugués Noronha da Costa, nunca es Madeleine, quien no querría borrar su pasado ni, por supuesto, que la quisieran por lo que realmente era).
El gran triunfo de Hitchcock sería así el de construir sobre el realismo de base, el de dotar de un máximo de subjetividad a las escenas más concretas –como la segunda visita de Scottie y Judy a Ernie’s–, ahí donde sobre lo visible transferimos lo que no está, nuestra pasión en pie de guerra contra el tiempo.