Roky Erickson: fantasmas y psicodelia
El músico norteamericano, pionero y superviviente (a duras penas) de la cultura lisérgica, dejó una amplia y desigual discografía con los 13th Floor Elevators y en solitario, con joyas portentosas
14 agosto, 2022 20:25Corría el otoño de 1966 y faltaba poco para el estallido, meses después, del muy famoso y más mitificado aún Summer of Love. Lejos de San Francisco, capital del sueño hippie, en Austin, Texas, un grupo llamado 13th Floor Elevators publicó You're gonna miss me, una formidable canción que hoy conserva dentro, como una preciosa piedra de ámbar, el perfume y el sonido de aquella era entonces naciente. Era el primer sencillo de su debut discográfico, The Psychedelic Sounds of the 13th Floor Elevators, lo que por cierto muy probablemente convirtió a esta banda en la primera de la historia del rock que reclamó para sí la condición psicodélica.
No extraña, pues estaba liderada por un poeta beatnik y su esposa, Tommy y Clementine Hall, ambos fervorosos apóstoles de la expansión de la mente y los límites de la percepción humana mediante la ingesta de LSD, el peyote y otros psicotrópicos sintéticos o naturales que circulaban entonces con relativa facilidad por Texas debido a la cercanía de la frontera mexicana. Su utopía de instaurar una nueva realidad hedonista, comunitaria e hiperlúcida atrajo a su alrededor a un selecto grupito de niños raros, para quienes la pareja, de mayor edad, ejerció de cicerone en su viaje al reino del inconsciente colectivo.
Los ecos de aquella Arcadia, que no tardó en revelar terribles sombras en sus rincones y que hace décadas quedó reducida a cenizas, como otro sueño imposible más de la ingenua especie humana, siguen vibrando en cualquier caso con singular potencia en You're gonna miss me, una de esas canciones cuyo sonido, mercurial y medio turbio, parece hecho con la materia misma de unas paredes derritiéndose. La canción la había compuesto el cantante principal del grupo, Roky Erickson, cuando tenía 15 años, poco antes de enrolarse en su primer grupo, The Spades, y muchas noches después de refugiarse en las emisoras musicales de radio de su deprimente vida familiar, moldeada por el fanatismo religioso de su madre y el alcoholismo severo de su padre.
No es que 13th Floor Elevators, un grupo cuya importancia y significado en la historia del rock es indiscutible, no tuvieran más canciones memorables, pero sin duda You're gonna miss me fue y sigue siendo su gran bandera. La propia naturaleza radical y excesiva de sus planteamientos no sólo musicales sino sobre todo vitales acortó muchísimo la trayectoria del grupo, que se disolvió después de publicar tres discos, el citado debut junto con el magnífico Easter Everywhere y el ya bastante deslucido colofón que fue Bull of the Woods.
Contó en una entrevista Roky Erickson, en una de las no muchas que dio sin tres o cuatro desvaríos en cada respuesta, que comprendió de manera irreversible que tenía que abandonar el grupo cuando, tras un chunguísimo y aterrador viaje de ácido, se dio cuenta de que aquella clase de episodios eran asumidos por sus compañeros como una atracción más del extraño jardín de recreo en el que pretendían quedarse a vivir. Aquello, en fin, había sido más que suficiente para él. Pero el músico acabaría pagando una factura muchísimo más onerosa por sus pioneras incursiones en la primera y más salvaje ola de la psicodelia. Las autoridades de Texas, alertadas por el creciente consumo de estupefacientes entre los jóvenes, endurecieron aún más una legislación que ya era, de todos modos, draconiana.
Hasta un grado disparatado, como veremos enseguida. Erickson fue arrestado por la policía en posesión de un único porro de marihuana, y se vio poco después ante un juez y un fiscal que pedía para él diez años de cárcel. Y no, no hay ninguna errata en la cifra. El abogado del músico, siguiendo una chocante estrategia de defensa, alegó que su cliente había tomado durante años ingentes cantidades de LSD y tenía las neuronas tocando las maracas de Machín, por lo que era más justo enviarlo a un centro psiquiátrico. Y como convenció a sus señorías, allá que fue Erickson. Pero a uno para criminales de delitos graves y de máxima seguridad.
En esa institución, Rusk State Hospital for Criminally Insane, estuvo el músico tres años y medio sometido a innumerables atrocidades médicas, humillaciones, castigos y tratamientos forzosos, entre ellos abundantes sesiones de electroshock que no contribuyeron precisamente a mitigar la esquizofrenia paranoide que en el curso del proceso legal le fue diagnosticada. De modo que ahí tenemos encerrado a un hombre que se iba a fumar un porro, junto a algunos de los asesinos más peligrosos del Sur de Estados Unidos. Erickson sobrevivió, pese a todo, y lo hizo, de nuevo, como en sus complicados y tensos días de infancia, refugiándose en la música.
Compuso decenas y decenas de canciones, tantas, que al final sintió la necesidad de interpretarlas y para ello formó su propia banda con lo que tenía a mano. Y lo que tenía a mano en Rusk era un guitarrista que había asesinado a la hija de un policía con un destornillador, a un batería que había matado al empleado de la empresa de grúas que se había llevado su coche al desguace y a un sordo que tocaba la pandereta y que había violado y asesinado a un niño de doce años. Da escalofríos, sí. Para cuando salió de aquel infierno institucional, en 1972, Erickson había dejado de escuchar voces gritándole en la cabeza (la clorpromazina con que lo sedaban permanentemente en el sanatorio hizo su trabajo) pero estaba convencido de que era un extraterrestre, de que no pertenecía a este mundo sino a una estirpe de criaturas de otra dimensión que habían presenciado cómo “el mundo se había acabado antes de empezar”, según relató a un amigo.
Los 13th Floor Elevators no existían ya, pero sus discos tenían cada vez más admiradores y la banda comenzó a envolverse lentamente en una reputación legendaria. En ello tuvo mucho que ver la inclusión de You're gonna miss me en Nuggets: Original Artyfacts From the First Psychedelic Era, 1965-1968, el referencial recopilatorio que había realizado el escritor y guitarrista Lenny Kaye (quien luego se convertiría en el incansable escudero de Patti Smith), y en general la emergencia de un público más adulto que se interesaba por los orígenes del rock & roll y la consolidación de una crítica que comenzaba a analizar este fenómeno como una expresión artística en toda regla más allá de sus primeros e inocentes balbuceos (para) adolescentes.
A su regreso a Austin con una mano delante y otra detrás, Roky Erickson se encontró, sin duda porque pese a todo estaba envuelto en el aura de haber sido parte esencial de un proyecto de culto, con un grupo de músicos dispuestos a echarle una mano para que su talento volviese a refulgir. Por falta de composiciones no sería, porque él tenía libretas y libretas con canciones escritas durante su estancia en Rusk; canciones que no tenían ya prácticamente nada que ver con el material de 13th Floor Elevators y cuyo nuevo imaginario –basta echar un vistazo a algunas de sus mejores canciones, Two Headed Dog, Night of the Vampire, Sputnik, I Think of Demons, Creature with the Atomic Brain, I Walked with a Zombie, Stand for the Fire Demon.– estaba atestado de alienígenas, demonios, criaturas aberrantes, zombis, espías del Kremlin y mutantes nucleares, en gran medida por su devoción hacia las revistas y el cine de horror de serie B de los años 50 y en parte porque en su cabeza esas fantasías, entre tiernas y sombrías, adquirían a menudo estatuto de realidad.
Su regreso a los escenarios, una vez creada a su alrededor una banda llamada no caprichosamente The Aliens y compuesta por viejos admiradores y músicos de la escena más aventurera del country-rock de Austin como Doug Sham (miembro de Sir Douglas Quintet, grupo coetaneo de los 13th Floor Elevators con el que patentó una especie de cosmic cowboy music), fue saludado apoteósicamente por la prensa especializada de la época. Lo llamaron el Van Morrison marciano, el Dalí del rock, la última figura de culto del rock. Nos parece más precisa la receta propuesta más recientemente por su paisano el escritor Joe Nick Petroski para definir la arrolladora personalidad como vocalista de Erickson: “Parte Buddy Holly, parte el Dylan de Positively 4th Street, con algo del pavoneo de Mick Jagger y toda la pasión de James Brown”.
Resultó, además, que el bueno y el roto de Roky Erickson no sólo tenía todo lo que hay que tener para cantar rock, sino que además, pese a su progresivo y gravísimo deterioro mental, componía con auténtica maestría piezas de muchísimos quilates y con un espléndido sentido de la melodía en las que, por si fuera poco, con el paso del tiempo fue asimilando y haciendo un poco suyos, con pasmosas naturalidad y frescura, como si no costase en absoluto, los grandes movimientos sísmicos que se sucedieron en la música popular desde los años 60 hasta los 80.
The Evil One, su primer álbum en solitario, publicado en 1981 pero grabado dos años antes y a nuestro juicio su trabajo más inspirado con gran diferencia, es un ejemplo perfecto al respecto: una canción es prácticamente punk-rock, pero la siguiente suena a hard rock clásico, aunque la de más allá conserva los ribetes psicodélicos de sus comienzos, sólo que ya ha integrado en su sonido la robustez de unos Led Zeppelin, y a la vuelta de la esquina nos topamos con un impecable ejercicio de rock & roll bluesero asaltado por ráfagas eléctricas que hacen pensar a veces en la new wave y otras en The Who, para bajar el pistón con un medio tiempo pop mucho más cercano a The Kinks, pongamos, que a un tipo de la vieja guardia resacosa del tsunami de LSD; y todo, todo hasta la última nota eléctrica y vocal, suena absolutamente al intérprete fuera de serie que fue Rocky Erickson, con esa garganta capaz de conmover al comenzar un verso e inquietar al ir terminándolo, sin ahorrar un ápice de sentimiento, a menudo poseído su dueño por una intensidad que a falta de otro calificativo tal vez menos amargo llamaremos desquiciada.
El relato de la grabación de este solo disco, The Evil One, daría para varias entregas. Resumiendo, diremos que hay que agradecerle la fe inquebrantable de Stu Cook, antiguo bajista de Creedence Clearwater Revival que, con todo en contra, para empezar el estado del propio Erickson y para rematar la desesperación de los músicos de la banda, se empeñó en sacar adelante el disco. Decir que fue simplemente el productor del disco no le haría justicia. En la época de la grabación Roky estaba ya a punto de diluirse por completo en sus trastornos mentales. Con frecuencia cometía pequeños delitos, como romper la ventanilla de un coche para robar un paquete de tabaco que había en la guantera y disfrutar un rato más de alguna de sus interminables y solitarias caminatas nocturnas sin rumbo.
Con frecuencia, dada su condición mental, después de cada trastada era hospitalizado durante 90 días, lo estipulado por las leyes texanas. Las sesiones en el estudio, entre estas idas y venidas, se dispersaban y alargaban sine die. Un día Erickson tenía fuerzas y capacidad de concentración para grabar las voces de media canción, o de una estrofa, o de un estribillo, y ya; al siguiente, llegaba como un huracán con tres o cuatro riffs tremendos (fue también un notable guitarrista rítmico); alguno que otro, no podía siquiera reproducir la letra que debía cantar ni teniendo el papel delante. La preciosa If you have ghosts (“then you have everything”, sigue), seguramente su canción más conmovedora, la cantó en una especie de trance, y al terminar de grabarla estaba en blanco, no era capaz de recordar una sola de las palabras que había cantado, hasta gritado al final, según recordó en una ocasión Stu Cook.
A ese caos no sólo sobrevivió el productor (y algo más), sino que además fue capaz de darle forma. Recordaba cada línea de bajo, cada acorde de guitarra, cada inflexión vocal, cada pequeño arreglo, cada solo.., se sabía el disco, a aquellas alturas, mejor que su propio compositor. De modo que, con paciencia digna de estudio, pues en aquel entonces los estudios no ofrecían las comodidades tecnológicas de hoy, el ex Creedence Clearwater Revival se dedicó a ensamblar poco a poco, en un trabajo de orfebrería prodigiosa, todas las canciones. Para cuando el disco, por fin, pudo ser publicado Erickson estaba ya completamente ido, aunque años después, en una etapa en la que se encontraba más o menos estable, declaró que, de todos los suyos, para él era sin duda el mejor disco.
Admirado por Dylan (se dice que se quedó prendado con la versión de It's All Over, Baby Blue que cantó Erickson en el segundo álbum de los 13th Floor Elevators), Patti Smith, Television o Pere Ubu, Erickson mantuvo en adelante una trayectoria enormemente errática, con picos y valles en su salud mental, y se las vio con no pocos mánagers miserables que trataron de sacar tajada de la aureola de culto del artista, al que más de una vez le vaciaron los ya de por sí renqueantes bolsillos con proyectos improbables o estafas a calzón quitado. A tal grado llegaron sus carestías de todo tipo que algunos colegas entusiastas de su música, entre los que se encontraban REM, Primal Scream, The Jesus and Mary Chain, Julian Cope o ZZ Top, decidieron grabar en 1990 Where the Pyramid Meets the Eye: A Tribute to Roky Erickson, un disco homenaje a su obra, para sufragarle un tratamiento médico digno. El año pasado se publicó otro –éste ya póstumo, el artista murió en 2019, a los 71 años–, titulado May the Circle Remain Unbroken y con la participación de Jeff Tweedy (Wilco), Mark Lanegan, Neko Case y Lucinda Williams, entre otros.
De la obra de Erickson podemos destacar también títulos como Don't Slander Me (1986) y True Love Cast Out All Evil (2010), un interesante trabajo grabado con el grupo Okkervil River como banda de acompañamiento y que ofrece algún que otro momento desarmante por la vulnerabilidad que se intuye al otro lado de esa voz ya más templada y castigada. Da casi miedo, por lo demás, entrar a desglosar la catarata de directos y grabaciones acústicas oficiales, piratas o mediopensionistas que no han dejado de aparecer desde que, poco a poco, y gracias al empujón de todos esos músicos amigos o devotos, el músico texano se fue convirtiendo en objeto de culto y gran fetiche para los amantes de las figuras trágicas de la historia del rock, en la estela de músicos devorados por la locura como Syd Barrett o Daniel Johnston. Su música, por suerte, no precisa para ser disfrutada a fondo de esa ambigua coartada que se pretende romántica y en realidad rara vez pasa de morbosa. Ahí fuera, para Roky, todo se torció, pero dentro, en sus canciones de soberbios guitarrazos y letras descabelladas, todo ardía, para bien.