Cartel de promoción de Patti Smith de su compañía discográfica / FILMIN

Cartel de promoción de Patti Smith de su compañía discográfica / FILMIN

Música

Patti Smith: iluminaciones del 'Downtown'

La artista norteamericana, símbolo de la rabia, la urgencia, la aspereza y el cemento de la generación del ‘punk’, protagoniza un ‘biopic’ en Filmin dirigido por Anne Cutaia y Sophie Peyrard

26 abril, 2022 23:00

¿Qué es alguien cuando es algo más que una estrella? Patti Smith cruzó hace años, décadas, esta extrañísima frontera y desde entonces flota por encima de las reseñas, convertida en una suerte de categoría en sí misma, la de suma sacerdotisa del rock, ejerciendo de creadora total y multidisciplinar, de icono de una ciudad, la Nueva York de los años 60 y 70, que en el imaginario colectivo se ha elevado a la categoría de leyenda, estado de ánimo y paradigma de los sueños de transgresión y liberación de toda una generación, esa que acabaría haciendo del mugriento y angosto CBGB de los Ramones, Television, Blondie, Talking Heads o la propia Smith su Edén.

No extraña, por tanto, que no dejen de aparecer documentos que intentan atrapar el magnetismo y la singular radicalidad de la artista, pese a que ésta misma ha entregado no pocas obras de gran calado autobiográfico, especialmente sus memorias, Éramos unos niños, publicadas en español por la editorial Lumen en 2010. El último intento hasta la fecha, un documental codirigido por Anne Cutaia y Sophie Peyrard y titulado Patti Smith: Electric Poet, se acaba de estrenar en Filmin. Conciso, correcto y poco más, el resultado es un biopic algo apresurado que nada de novedoso o enjundioso aportará a sus seguidores. Pero bienvenido sea si con este trabajo el curioso más o menos accidental decide adentrarse en la música de esta poeta electrificada que convirtió su incomparable equilibro entre fiereza y fragilidad en una de las más bellas artes.

'Patti Smith, Electric Poet'

'Patti Smith, Electric Poet'

Nacida en Chicago en 1946 pero criada tras varias mudanzas familiares en la Nueva Jersey rural, Patti Smith fue lo que se dice una niña rara y solitaria y la primera que se dio cuenta fue ella misma. Las muchas enfermedades de infancia que la obligaron a pasar largas temporadas en cama le dejaron un poso soñador y enfebrecido al que muchos años más tarde, en libros como Babel, publicado por primera vez en España en 1978 por Anagrama, daría rienda suelta en forma de catálogo de éxtasis y alucinaciones. No pocas veces ella misma ha recordado, como si se tratase de una imagen que encapsulara el aire de su vida temprana, sus paseos en total soledad por el bosque cercano a casa, una muchacha de anhelos místicos que se sentía conectada con Todo: animales, plantas, cielo y pisadas en la tierra, y que –puede que de tanto leer poemas de William Blake, puede que debido a la escarlatina aguda que le dejó para siempre una salud quebradiza– veía figuras danzando en la llamita de la estufa que calentaba su dormitorio.

Toda su carrera, ha dicho Patti Smith en alguna ocasión, todos sus pasos en la vida no han sido más –ni menos– que un intento de recuperar ese sentimiento de plenitud y libertad de cuando era niña y sentía que abrigaba en su pecho un fuego distinto, especial. Y para alimentarlo con la madera que ella juzgaba propicia se marchó a Nueva York. Corría el año 1967. Aún no era de dominio público, aunque algunos, como su idolatrado Jim Morrison, profeta del mal rollo agazapado entre tanto verano del amor, ya venían intuyéndolo y pregonándolo: la utopía hippie no iba a tardar en tomar una curva hacia la oscura resaca. Era, pues, el turno de la nueva guardia, más andrajosa que floreada, todo rabia, urgencia, aspereza y cemento. Se había acabado el viaje de recreo.

Just Kids, Pati Smith

De modo que Smith, componiendo la estampa de la recién llegada a la Gran Manzana dispuesta a cumplir sus sueños, con sus escasos centavos en el bolsillo, sus primeras noches durmiendo en el metro y su maletita ajada con cuatro trapos y un viejo ejemplar cuasisagrado para ella de las Iluminaciones de Rimbaud (su fetiche y líder espiritual supremo), llegó exactamente adonde debía llegar, a la ciudad hacia la que ya comenzaba a apuntar el péndulo en su desplazamiento de vuelta desde el otro extremo del país. En su inmersión a pulmón en el rugido de aquella Nueva York, una ciudad sucia, decadente, inundada de droga y con la criminalidad disparada, Patti Smith encontró muy pronto a un cómplice fundamental: Robert Mapplethorpe, un muchacho tierno y salvaje que aún no había asumido su homosexualidad, un inadaptado que, como ella, vagaba por el áspero Downtown de la ciudad buscando sentido, trascendencia, elevación, ensanchar la experiencia de estar vivo.

El que llegaría a convertirse en fotógrafo controvertido y venerado por el underground y la futura madrina del punk –hasta aquí hemos sido capaces de llegar sin emplear la enojosa coletilla– no tardaron en hacerse amantes, pero por encima de todo amigos hasta el tuétano, un vínculo indestructible que duró para siempre, hasta que la muerte (de él, en 1989 a causa del sida) los separó. Junto a Mapplethorpe escribió y pintó sin cesar, se lanzó a hacer teatro en los márgenes (dramas sobre yonquis, prostitutas, transexuales, en muchas ocasiones haciendo ella misma de chico), se interesó por la fotografía que en su madurez también ella usaría para canalizar su necesidad desbordante de expresarse, y empezó a cultivar premeditadamente su look andrógino, el pelo con un corte al estilo Keith Richards, camisa y chaqueta, corbata desmañada: la imagen inolvidable que su amigo del alma fijó para siempre en la portada de Horses, su legendario álbum de debut.

'Horses', el debut de Patti Smith

'Horses', el debut de Patti Smith

También de la mano de Mapplethorpe llegó en 1969 al tantísimas veces cantado y fabulado Chelsea Hotel, al encuentro de cualquier feliz o desgraciado accidente que la conectara de alguna forma con el mundo que obstinadamente había elegido habitar: aquel en el que convivían músicos como Bob Dylan y Jimi Hendrix y escritores como Gregory Corso, Allen Ginsberg y William Burroughs, santísima trinidad de la literatura beat que no dudó en acogerla y la empujó definitivamente a abrazar una poesía cruda, intensa, abierta a lo espontáneo y al latido urbano, alejada de la retórica y la tibieza codificada de la clase media.

De sus merodeos en torno a los lugares predilectos de la Factory y la corte del Rey Warhol aprendió ella, quien a diferencia de muchos colegas del punk neoyorquino era ambiciosa y no lo ocultaba, una sencilla pero valiosa lección: tenía que llamar la atención, agarrar al público por la solapa y si era necesario gritarle que era diferente. Por eso, cuando llevaba ya cuatro poemarios publicados –Seventh Heaven, Early Morning Dream y A Useless Death (los tres del 72) y Witt (73)–, sintiéndose ante todo llamada por la palabra, comenzó a ofrecer recitales con acentuado sentido performático y en los que, haciéndose acompañar por una guitarra eléctrica, la lectura de sus poemas se convertía prácticamente en la convocatoria de un trance colectivo. Su acompañante con guitarra a la postre sería fundamental para su deslizamiento expresivo hacia el formato discográfico: Lenny Kaye, un erudito de la primera y más agreste psicodelia y profundo conocedor también de otro de los más apasionantes  afluentes subterráneos del rock & roll: el garage.

Con Kaye, que en adelante ya no dejaría nunca de ejercer de escudero/mayordomo de su amiga, grabó Smith en 1974 su primer registro en disco, un siete pulgadas con dos canciones a caballo entre el spoken word y el rock: Piss Factory, donde la artista exorcizó su penosa experiencia adolescente trabajando en una fábrica, y una versión del Hey Joe de Hendrix. Smith vio allí un camino y se lo tomó en serio: aprendió a tocar la guitarra –una hermosa Gibson de los años 30 que le había regalado Sam Shepard, amigo y fugaz amante– con canciones de Hank Williams y Dylan. Toda ella se orientó a la música: seguía escribiendo poesía compulsivamente, pero siempre mientras escuchaba rock & roll para envolverse en un estado de ánimo y hallar un latido que le diera forma a su devoción por los imaginarios de Rimbaud, Blake, Genet, Maiakovski o Plath.

Como suele decirse, lo que vino después es historia: Horses (1975), uno de los debuts más espectaculares de la historia del rock, propulsado por su soberbia y desafiante versión de Gloria de Van Morrison; Radio Ethiopia (1976), un trabajo más experimental, en el que coqueteó con ciertas formas jazzísticas sin renunciar a la fiereza eléctrica; y Easter (1978), con el que conoció por primera vez el éxito masivo a lomos de Because the night, una canción cuyo esbozo, apenas una melodía, le había cedido un Bruce Springsteen no demasiado convencido de que aquella intuición sin pulir llevara a algún lado.

Casualidad o no (pero parece que no), cuando los ortodoxos de la escena punk la acusaban con saña de haberse vendido al mercado tras el impacto de Because the night y la publicación del amansado Wave (1979), y en un momento en el que ya no actuaba ante bohemios sentados en corrillo con libros de poesía simbolista en el bolsillo sino en estadios abarrotados, ella, como si sólo supiera actuar llevándose al límite, se sintió agotada, casi alienada. Y en el 79, en la cima de su carrera en términos económicos y de repercusión popular, dio un volantazo: dejó Nueva York, se fue a Detroit con Fred Sonic Smith, guitarrista de la banda de culto MC5, con quien se acabaría casando al año siguiente, y durante 16 años abandonó los escenarios, convertida en ascética ama de casa y madre de los dos hijos que tuvo con él.

Los discos, aun así, siguieron llegando. En 1988 publicó Dream of Life, escrito junto a su marido y en el que se incluía el himno People Have the Power. El siguiente, particularmente Gone Again (1996), es probablemente el más confesional e íntimo, el intenso disco de duelo de una mujer vulnerable y rota que buscaba de nuevo su asiento en el mundo tras las muertes de su pareja, de un hermano al que siempre estuvo muy unida, de Robert Mapplethorpe y de Richard Sohl, teclista y pianista de su banda desde sus comienzos. Su largo retiro acabó cuando Dylan, echándole un cable, la invitó a sumarse a una gira que llevaba a cabo en 1995.

Desde entonces la artista ha publicado nueve discos no particularmente deslumbrantes (con momentos muy estimables aun así en Trampin' o Twelve, de 2004 y 2007) que ha compaginado con una incesante actividad en forma de exposiciones fotográficas y pictóricas, libros, performances y recitales de poesía al estilo de sus primeros y anónimos tiempos. Abanderada del feminismo, de los derechos de la comunidad gay, del pacifismo y de muchas otras causas, con su rock interpretado con afán de médium (“mi misión es comunicar, despertar a las personas, pasarles mi energía y aceptar la de ellas”) Patti Smith, diríamos que mucho más romántica que punk, vino a decirnos, sobre todo, que no hay que tener miedo, porque eso equivale a ahorrar vida. Según cuenta, a ella dejó de asustarle la muerte a base de estar en el escenario entregándose, vaciándose. Su obra entera, la discográfica y en cualquier otro formato, es un recordatorio de que la vida no fue ayer ni será mañana, ni hoy siquiera, sino ahora. Ahora mismo.