Granada, 1922: el 'big bang' del flamenco
El concurso de Cante Jondo de la ciudad de la Alhambra ha quedado, con sus polémicas y su herencia retorcida, como la gran gesta cultural que legitimó a este baile español como expresión cultural
12 junio, 2022 22:00Hay quien sitúa allí el big bang del flamenco. Su punto de ignición. Su kilómetro cero. Hablamos del primer Concurso de Cante Jondo de Granada de 1922, que se celebró el 13 y 14 de junio en la plaza de los Aljibes de la Alhambra. Falla, Lorca y Zuloaga, entre otros, dieron impulso a aquella cita revestida hoy de aire mítico, como si esa música hubiese adquirido desde entonces un eco diferente. El certamen ha quedado fijado como la gesta que legitimó al flamenco como expresión cultural, proporcionándole un andamiaje intelectual que aún le acompaña en torno al código de la pureza y las profecías sobre su (inminente) extinción.
Básicamente, con ocasión de las fiestas del Corpus, el Concurso del 22 convocó a cantaores aficionados --la academia y el profesionalismo eran, a juicio de los organizadores, los grandes enemigos del flamenco--, atraídos por cuantiosos premios que sumaban un total de 8.500 pesetas. Como los buscadores de oro, sus promotores querían encontrarse cara a cara con el canto primitivo andaluz, hallar en un estilo o en una letra “lo puro e incontaminado”, justo cuando lo jondo se desparramaba por tablaos y cafés cantantes, compartiendo cartel con magos, tragafuegos, quintetos de jazz y señoritas ligeras de ropa.
“El canto grave, hierático de ayer, ha degenerado en ridículo flamenquismo de hoy”, venía alertando Falla en la prensa más abierta. “Exceptuando algún raro cantaor en ejercicio y unos pocos excantaores ya faltos de medios de expresión, lo que queda en vigor del canto andaluz no es más que una triste y lamentable sombra de lo que fue y de lo que debe ser”, creía el compositor de El amor brujo. Un joven Lorca ejerció de acólito de la causa del músico gaditano en una célebre conferencia en la que lamentó que “las canciones más emocionantes y profundas de nuestra misteriosa alma estén tachadas de tabernarias y sucias”.
Pese a todo, la cruzada prendió en los círculos intelectuales frecuentados por Falla en Granada, donde residía desde 1920 tras la muerte de sus padres. Santiago Rusiñol, Andrés Segovia, Edgar Neville, Melchor Fernández Almagro, Hermenegildo Lanz y Ángel Barrios, entre otros, se adhirieron a la iniciativa contra la trivialización del flamenco. Se prefería y se buscaba una estética natural y ruda. “No debe ser motivo de desaliento para el cantaor que le digan que desafina en determinadas notas del canto. Esa desafinación no es tal, en ocasiones, para el verdadero conocedor del cante andaluz”, recogían las bases de la competición.
En el impulso de la cita jugaron un papel fundamental el diputado socialista Fernando de los Ríos, catedrático de la Universidad de Granada, y el artista vasco Ignacio Zuloaga, quien replegó su visión del concurso --por ejemplo, él defendía la participación de profesionales-- ante el empuje de Falla. El eibarrés contribuyó con mil pesetas a los premios, concibió la puesta en escena con mantones, cerámicas y tapices alpujarreños entre las torres de la Alhambra y el palacio de Carlos V con el Albaicín de fondo y eligió al pintor Manuel Ángeles Ortiz para realizar el cartel, rodeado también de polémica por su estética cubista.
No fue, sin embargo, la propuesta del artista jiennense --un corazón con un ojo en el centro traspasado por siete puñales-- la única disputa en torno al Concurso. Ondeaba aún la bandera del antiflamenquismo de la Generación del 98, que siempre contempló la rehabilitación de lo jondo como un obstáculo en el camino de la deseada modernidad, y se pusieron en discusión el arrimo de la cita granadina a la españolada y la ocurrencia de sacar el cante de la intimidad para “airearlo en tablaos”, al margen de otras porfías de tono local, como la importante aportación del Ayuntamiento de Granada al certamen (12.000 pesetas).
Pronto se establecieron bandos entre partidarios y detractores --los putrefactos, según Lorca-- y la disputa se instaló en el ring de la prensa nacional. “El cante hondo es una de las pocas cosas serias que quedan en España”, escribió Manuel Chaves Nogales. “No nos maravillemos, pues, ante la trascendencia y alta significación que un grupo de intelectuales quiere dar al cante hondo. En el desgarrón de sus notas, como en la incoherencia de sus letras, existe un enorme poder sugeridor: es el cante donde la expresión de todo lo que por inexplicado rehuye y esconde pudorosamente la maravillosa espiritualidad andaluza, tan bárbaramente ignorada”.
“Se quiere hacer algo más que escuchar a los cantaores, sus jipíos, sus duendes y sus cambios. Se quiere oír buena música, se quiere buscar el origen del cante andaluz, fuente inagotable de motivos musicales que luego aplaudimos a rabiar cuando lo escuchamos a las orquestas de los teatros”, informó Agustín López Macías, Galerín, en las páginas de El Liberal de Sevilla. En las vísperas del certamen, el reporter daba noticia a sus lectores de que “tienen pedidas en Granada muchos músicos españoles y extranjeros, literatos y poetas y periodistas de casi todos los periódicos de Madrid. También asistirán al Concurso muchos cantantes de teatro”.
El revuelo obligó a cambiar el emplazamiento inicial, la plaza de san Nicolás, en el Albaicín, al otro lado del valle del Darro, por la plaza de los Aljibes de la Alhambra, con capacidad para albergar a casi cuatro mil personas. Los hombres tenían prohibido asistir con trajes de etiqueta y sombrero de copa, las mujeres debían ir ataviadas “con traje típico andaluz de la fecha que media entre 1830 y 1840, época del apogeo del cante jondo, es decir: chaquetilla ajustada, falda y manga con volante, peinado con raya en medio, mantilla prendida y chapiné (…). Las que lo deseen, pueden llevar otro vestido, siempre a ser posible, antiguo de carácter español”.
Al showman Ramón Gómez de la Serna le tocó presentar el concurso (“La saeta es la cerbatana que busca a Dios en lo alto”) y al cantaor Antonio Chacón presidir el jurado. Quedó desierto el primer premio, pero se otorgaron los otros dos principales a Diego Bermúdez, El Tenazas, un anciano de más de setenta años del que se contaba que dejó la profesión porque una puñalada le atravesó el pulmón y que había llegado a Granada para competir en el certamen caminando desde el pueblo cordobés de Puente Genil, y a un niño de doce años, Manolito Ortega, que se convirtió en uno de los grandes del cante jondo bajo el nombre de Manolo Caracol.
Tuvo un papel hegemónico el cante (abierto fuera de concurso a los profesionales: Manuel Torre y Manuel Pavón, entre ellos), aunque también se le dio sitio al toque y al baile entre un fuerte aguacero. Entre las bailaoras destacó Juana la Macarrona y sobresalieron las guitarras de Ramón Montoya y Manolo de Huelva. A amplificar su alcance contribuyeron los corresponsales extranjeros allí presentes, como el francés Maurice Legendre y el británico John Brande Trend, y las grabaciones del sello Odeón de los cantes de Manuel Torre y el Tenazas logradas por Falla antes de romper en su música con la inspiración andaluza.
“A decir verdad, el concurso en sí no resolvió gran cosa desde el punto de vista de sus fines, ni desde el ángulo del arte puro. Poquísimos se dieron cuenta de ello. Y menos todavía los grandes críticos, artistas y escritores venidos de todas partes”, confesaría años después el compositor de La vida breve al ser consultado por las conquistas del primer Concurso de Cante Jondo. Se abría así la revisión del certamen de 1922 a juicios (otra vez) contrapuestos: para algunos, la cita permitió la revalorización del flamenco y su definitiva consideración como arte principal; para otros, supuso un repliegue culpable.
De su indiscutible impacto hay indicios en la abundante literatura que ha generado el Concurso --construida, por lo general, en torno a uno de los logros de la Edad de Plata y al refrendo del flamenco como alta cultura-- y en la perdurabilidad de su estela cuando ha transcurrido un siglo. En 1972, a vueltas con el cincuenta aniversario, el flamencólogo José Luis Ortiz Nuevo habló de “la sobrevaloración de un mito”. “El apoyo al concurso granadino de los intelectuales que formarán la Generación del 27 y adláteres, siendo muy importante de cara a la posteridad, no lo fue tanto sobre la marcha”, ha escrito el estudioso José Manuel Gamboa.
Por su parte, el cantaor Enrique Morente creía que “los intelectuales, si son de verdad y saben escuchar y sentir el cante, pueden ayudar divulgándolo, pero nunca tratando de dirigirlo o encauzarlo”. Posteriormente, el granadino manifestaría su respeto, su admiración incluso, por el certamen de 1922. Aun siendo conocedor “de los daños que las poéticas erradas de Falla y Lorca ocasionaron al flamenco --ha escrito Pedro G. Romero--, [Morente] sabía que también allí se generó una potencia, un modo de extensión del hecho flamenco que ya no tenía vuelta atrás y que había engrandecido las capacidades de ese arte”.
Instalado en esta misma órbita, el escritor José Javier León, desliza una valoración de la cita de gran tino y agradecida complejidad: el certamen fue un fallo fructífero. “Eso fue el Concurso de Cante Jondo de Granada de 1922: un programa reivindicativo sembrado de errores de calado sobre el origen y los desarrollos del flamenco que, contradiciendo sus propias premisas, culminó --no sin una buena dosis de sinsabores para su ideólogo y cabeza visible, Manuel de Falla-- en propaganda de sí y en ampliación sonora y nuevos beneficios para el arte de Silverio”, afirma.
En su opinión, “el concurso estuvo lleno de buenas intenciones, de las mejores intenciones, y generó o propició expansiones para el flamenco que, en muchas ocasiones, transitaban en dirección justamente opuesta a la que marcaban su regeneracionismo y su ascetismo ideológicos”. Sin duda, una de las más extraordinarias fue la de alentar la profesión misma, con la ampliación de formatos y espacios y el surgimiento de nuevas figuras como La Niña de los Peines y Manuel Vallejo. Al mismo tiempo, animado por su interés por la conservación, hoy se conservan estilos como el martinete o la cabal de Silverio, condenados a la extinción.
De algún modo, aquellos días granadinos fueron el principio de una relación distinta del flamenco con la gente. Como contrapeso ganaron fuerza el dogma de la pureza y el rechazo a la comercialización, al tiempo ganaba prestigio lo sobrio y lúgubre frente a lo alegre y festivo. También se establecieron jerarquías perversas: los cantes grandes y los cantes chicos o el dominio de la voz frente al baile y el toque. “A la manera del despotismo ilustrado, el 22 quiso arreglar, salvar incluso, el flamenco sin (o de) los flamencos”, concluye el autor de Burlas y veras del 22 (Athenaica).