Juan Talega, en 1969, una de las fotografías de la exposición ‘Colita flamenco. El viaje sin fin’. ARCHIVO COLITA FOTOGRAFÍA / TEATRO ESPAÑOL

Juan Talega, en 1969, una de las fotografías de la exposición ‘Colita flamenco. El viaje sin fin’. ARCHIVO COLITA FOTOGRAFÍA / TEATRO ESPAÑOL

Música

Las voces de la ‘edad de oro’ del flamenco

El mundo ‘jondo’ atrajo en los 70 y 80 el interés de intelectuales que buscaron hallar las claves de un arte caracterizado por su autenticidad, tal como revelan las entrevistas del libro ‘Molde roto’

10 abril, 2022 23:00

Del flamenco lo que resulta fascinante es que siendo tan individual sea, a la vez, la expresión de una memoria colectiva. El límite de una emoción envuelta en llamas. Así nos lo entregaron seres que acumularon toda su cultura en la masa de la sangre: Antonio Mairena, Fosforito, Tía Anica la Periñaca, Fernanda y Bernarda de Utrera, Chocolate, Terremoto, Lebrijano, Camarón. Hombres y mujeres que llevaban un poso inmemorial de voces en su voz. Los que contaban y cantaban desde muchos orígenes y memorias, algunas muy remotas.

Todos pertenecieron a una raza salvaje, casi el último reducto de la pureza. Representan el blasón de la autenticidad, la verdad inflamable del flamenco. No es extraño que de ellos existan leyendas que disparan en cualquier dirección: la intuición para echarse a cantar, los gitanos, las fatigas, las juergas, las letras, la tiranía de los señoritos… “Hay que nacer con el cante dentro, del vientre de la madre”, profetizó el Tío Borrico, quien nació en el barrio de Santiago, en Jerez de la Frontera, que es el patrón oro de lo jondo. Su reserva federal. Su kilómetro cero. Su capital mundial. 

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Esta tribu loquísima atrajo el interés de escritores e intelectuales (de izquierdas, por lo general) en los setenta y los ochenta. Iban impulsados por la necesidad de dar testimonio de un mundo en extinción o cautivados por su inequívoca naturalidad. Por entonces, Caballero Bonald ya había recopilado los sonidos del Archivo del Cante Flamenco e iba a dar a la imprenta Luces y sombras del flamenco, texto ilustrado por las fotografías de la catalana Colita (muchas de ellas ahora expuestas en el Teatro Español de Madrid). Al poco, le seguirían Félix Grande, con los dos tomos de Memoria del flamenco, y Fernando Quiñones, quien ampliaría su expedición jonda con El flamenco, vida y muerte.

Todos estos estudios vinieron a arrojar luz a algo que ya estaba allí, pero que nadie se atrevía a poner en circulación. “Muchas cosas que desconocía me fueron reveladas entonces”, reconoció Caballero Bonald a cuenta de los seis vinilos que componen el Archivo. Los acompañaba un libreto esclarecedor donde el autor de Manual de infractores quiso fijar, según sus propias palabras, “una especie de diario de viaje en torno al complejo mundo moral y material del flamenco, prestando una atención primordial a las experiencias vividas durante la búsqueda de fuentes y la concreta realización de las grabaciones”.

Agitados por esa misma onda, Antonio España, quien trabajaba entonces en la librería Herder de Barcelona, y el periodista Arcadi Espada se lanzaron entre la primavera 1980 y el verano de 1982 a entrevistar a los grandes nombres del flamenco del siglo XX. Querían saber más de ese salón de la fama, hallarle quizás la fórmula al misterio. Dejar constancia de lo que vivían aquellos seres: sus intuiciones, sus certezas, sus caprichos, sus fatigas, su extrañeza. Hicieron un total de diecinueve entrevistas, la mayoría quedaron inéditas. Hasta ahora, que ven la luz en el libro Molde roto. Una conversación con flamencos.

Antonio España, entre Fernando y Bernarda de Utrera, en la casa de las hermanas / RENACIMIENTO

Antonio España, entre Fernando y Bernarda de Utrera, en la casa de las hermanas / RENACIMIENTO

Aparecen en este volumen –publicado por la editorial Renacimiento− mujeres y hombres insólitos que repartían su arte en los patios, en los cuartos de cabales, en modestos tabancos, pero de quienes apenas había registro. Son conversaciones realizadas en casas, bares, habitaciones de hotel y vestuarios de pabellones deportivos que se adentran en los recovecos del cante, el baile y la guitarra y que, leídas cuarenta años después, ofrecen una valiosa cartografía de aquella edad de oro del flamenco, de Antonio Mairena a Camarón de la Isla.

“La selección de los flamencos del libro no fue difícil, porque se atuvo a nuestro gitanismo”, confiesa Espada. “Este gusto, además, estaba cuajando en una moral. Nuestro proyecto −añade− nacía en un momento, a principios de los ochenta, en que las élites políticas andaluzas trataban de que la región no quedara rezagada en la subasta nacionalista española y accediera, como finalmente consiguió, a los máximos niveles competenciales. El flamenco era un elemento básico de la diferencia identitaria (…). A la construcción de esa identidad no acababa de cuadrarle el elemento gitano. Gitanos había en todas partes y andaluces solo en una”. 

El cantaor Antonio Mairena (izquierda) y José Manuel Caballero Bonald, en 1981. FUNDACIÓN JOSÉ MANUEL CABALLERO BONALD

El cantaor Antonio Mairena (izquierda) y José Manuel Caballero Bonald, en 1981. FUNDACIÓN JOSÉ MANUEL CABALLERO BONALD

Desde esos parámetros, cada uno de los entrevistados en las páginas de Molde roto despliega una teoría personal sobre el universo jondo. Curiosamente, ninguno esconde lo aprendido, aunque todos dejan surco de lo que han ido sumando. Abundan, además, entre ellos los que divisan un agotamiento, un final de época. “Antes lo que se cantaba era más de verdad, hoy se canta más señorial”, afirma Tío Borrico. “El cante grande es ya para minorías”, se resigna El Mono de Jerez. “[El flamenco] no es que se acabe, es que se va acabando poco a poco”, puntualiza Terremoto. 

También, en ocasiones, en las voces asoman las penurias, la miseria, el hambre. “Yo le he cantado, le he quitado el dinero a los señoritos, a las putas, a los putos, a todo el mundo”, se le oye decir a Camarón. “Los señoritos se han aprovechado de las circunstancias para divertirse a su antojo, y los ha habido espléndidos y tacaños, y hay quienes pagaban y quienes no pagaban. Cuando se habían gastado el dinero en las tres botellas de whisky, en las dos de vino, en la chiquilla que llevaban, pues ya no había dinero para los cantaores”, rememora El Lebrijano en un momento de su charla con los autores del volumen.

Arcadi Espada, con 22 años, en la taberna El Quijote de Córdoba / RENACIMIENTO

Arcadi Espada, con 22 años, en la taberna El Quijote de Córdoba / RENACIMIENTO

Otras veces, simplemente, se vislumbra al genio y al lobo feroz. “A veces cuando estoy bailando, veo a mi padre sin haberlo visto; a Pascualita, que en paz descanse, que era mi compañera, mi amiga, era todo para mí; a mi hijo de mi vida, que era el tesoro más grande que yo he tenío en el mundo”, explica Farruco, quien gastaba una autenticidad de individuo diseñado para bailar prendiéndose fuego y, también, unos modales de primitivo que se pasaba de revoluciones. “La mujer es la madre de nuestros hijos, pero ella pa su casa”, se le oye decir al artista, quien rememora riñas con navajas y escopeta con la misma naturalidad de que quien sale de casa y va a la compra. 

Al final, casi a modo de suma, Arcadi Espada y Antonio España –fallecido en 2019− terminan por componer una profunda reflexión sobre el flamenco, sobre sus raíces y su devenir. “El flamenco era la obra, a veces reservada, de unas cuantas familias gitanas de la Baja Andalucía en las que había prendido a lo largo de los años una forma de música característica, (…) pasando de viejos a jóvenes”. Y rematan: “La réplica continua daba paso a veces a una copia inexacta y feliz que proporcionaba una identidad ligeramente distinta a lo que había sido hasta entonces la manera de interpretar cualquier cante de un hombre, una familia, un grupo o un pueblo”. En definitiva, el molde roto (e inagotable) de lo jondo.