Baile en la sala Otto Zutz, un icono de Barcelona / OTTO ZUTZ.COM

Baile en la sala Otto Zutz, un icono de Barcelona / OTTO ZUTZ.COM

Músicas

Y bailaré sobre tu tumba

Bailar en 'Otto Zutz' a mediados de los ochenta era hacerlo sobre la tumba del señor Zutz, que había regentado una óptica en la calle Muntaner

31 agosto, 2020 00:00

Bautizar un centro de esparcimiento juvenil consagrado a la ingesta de alcohol y el baile más o menos desenfrenado (y a menudo patoso) con el nombre de un difunto es una muestra de humor macabro que nadie apreció en 1985, cuando se inauguró la discoteca Otto Zutz en la parte alta de la ciudad. Los que asistieron a la inauguración --entre ellos, quien esto les cuenta-- ignoraban que la familia Zutz se había evaporado de la faz de la tierra: la señora Zutz, Carmen, falleció de un sarcoma en 1974 y su hija, Marianne, de cáncer en 1975. El pater familias, el alemán Otto Zutz, murió a finales de los setenta mientras seguía trabajando en la óptica que llevaba su nombre, sita en el número 402 de la calle Muntaner, haciendo esquina con Platón, justo al lado de donde se instalaría a principios de los ochenta el bar en el que me castigué la salud a conciencia durante toda esa década, el mítico Zigzag (actualmente chapado, aunque creo que aún se alquila para celebraciones privadas).

Fueron precisamente los impulsores del Zigzag, Alicia Núñez y Guillermo Bonet, los que eligieron el nombre del óptico teutón trasplantado a Barcelona para bautizar el negocio al que confiaban enviar, como así fue, a su selecta clientela cuando cerrara el bar. Mucha gente de la época especuló sobre la identidad del tal Zutz: había quien creía que se trataba de un artista de la república de Weimar o de un actor del cine mudo expresionista alemán. La realidad era más plana y costumbrista: a los cerebros del Zig Zag les gustaba ese nombre y, probablemente, encontraban su sonoridad germánica muy adecuada para un club de estética fría que podría haber aparecido en alguna canción de David Bowie compuesta durante su exilio berlinés compartido con el gran Iggy Pop y que produjo aquellos dos sensacionales elepés del señor Osterberg que fueron The idiot y Lust for life. Nunca averigüé de qué murió el señor Zutz, pero en su caso yo la habría diñado de asco y pena tras ver fallecer sucesivamente a mi mujer y a mi hija.

El tema de Siniestro Total

En cierta manera, todos pasamos unos años bailando sobre la tumba del señor Otto Zutz, y no descarto que en alguna ocasión sonara la canción de Siniestro Total Y bailaré sobre tu tumba. En cualquier caso, la familia de Otto Zutz era la menor de nuestras preocupaciones cuando aparecíamos por aquel club de estética industrial tras ser desalojados del Zig Zag, convenientemente cocidos e ignorando la voz de nuestra conciencia, que nos decía que ya habíamos bebido bastante. Tal vez por eso, porque el alcohol me salía por las orejas, no guardo especiales recuerdos de aquel lugar, que sigue abierto --abundan en Trip Advisor los comentarios que desaconsejan vehementemente la visita por la dudosa calidad de la comida y la bebida y los modales no muy versallescos del personal de seguridad, aunque es posible que solo se trate de opiniones rencorosas a cargo de gente que no tenía una buena noche cuando apareció por el local--, pero nada debe tener que ver con el que yo conocí, así que para mí es como si hubiese chapado a principios de los noventa.

En mi caso, al Otto Zutz se iba a darse a uno mismo la puntilla y, en ocasiones, a ponerse en evidencia, como la noche en que, paposo y farfullante, intenté ligar sin la menor posibilidad de éxito con la actriz Rosa Novell, que en paz descanse también. Mis recuerdos, pues, consisten en deambular de una barra a otra y de una planta a la siguiente (tenía tres) porque mi mente obnubilada no conseguía hacerme entender de una puñetera vez que lo que tenía que hacer era irme a casa. No recuerdo ni una sola conversación estimulante --como sí es el caso del Zig Zag o del bar del Astoria, por poner un par de ejemplos señeros--, solo encuentros y desencuentros que no llevaban a ninguna parte, conatos de charla abortados por la urgencia de acercarse a la barra o a los lavabos más cercanos.

Soy consciente de que, tal como lo cuento, aquello parecía la sucursal del infierno en la tierra, pero solo era un abrevadero con pretensiones conceptuales y arquitectónicas. Ahora que lo pienso, en aquella época, la genuina sucursal del infierno en la tierra era mi propio cerebro.