Democracias

El amargo cáliz

31 agosto, 2020 00:00

España está hecha un Getsemaní. Hay un gobierno, pero no gobierna. Existe un Estado, pero todas sus instituciones, sin excepción, gozan de un profundo descrédito ganado a pulso. La pandemia ha regresado sin haberse ido, la situación económica general es devastadora, las administraciones –all of them– no son capaces de asistir a los ciudadanos, abandonados a su suerte. Los viejos se mueren en los asilos y la sanidad y la educación están en pie de guerra; la primera, por falta de medios, y la segunda porque no entiende que no puede continuar funcionando como antes. Con este panorama, importa muy poco el porvenir del cayetanismo –la prueba más evidente de la dislocación del PP–, la moción de censura (inútil) de Vox, las vacaciones interruptus del célebre dúo Iglesias&Montero, revolucionarios con piscina, o las disensiones sobre los presupuestos entre el Podemos maoísta y el neocesarismo del PSOE. 

Que Europa nos siga prestando dinero, aunque nos mire cada vez con más preocupación y recelo, entra dentro de la categoría del milagro: lo lógico es que no nos hiciera ni caso. Somos un país imposible, además de inviable. En Cataluña se viven unas vísperas electorales marcadas por la competición –a vida o muerte– entre las marcas independentistas, los abertzales vascos se han convertido en actores relevantes en términos parlamentarios y ni los unos, ni los otros, muestran la más mínima solidaridad con quienes han perdido a sus familiares, el sustento y el presente. Todo se ha vuelto un teatrillo infame

En un país devastado donde la ley no se respeta, no ha hecho falta discutir una reforma constitucional –y mucho menos votarla– para que cambie de facto el modelo de Estado. Los hechos consumados han terminado por imponerse sobre la letra escrita. Vivimos en un país asimétrico, desigual e injusto que cada día se empobrece más y camina raudo en dirección a su pretérito. Nada importa. Ver a la Moncloa ofrecer a las autonomías un confinamiento a la carta para atajar la segunda ola del coronavirus y hablar de cogobernanza –término que no figura en nuestra Carta Magna– debería mover al escándalo. Pues nada. 

El Gobierno central negó la pandemia conociendo su peligro y decidió darla por cerrada políticamente tras la cumbre de Bruselas, despreciando olímpicamente la realidad. Con esta decisión cree haberse librado del desgaste de tener que gestionar este infinito holocausto –eso es, en el fondo, lo que vivimos desde el mes de febrero– y traslada la responsabilidad a diecisiete autonomías tan contradictorias como inútiles. Tras meses de defender unas competencias que legalmente no tienen, ni son capaces de ejercer, rechazan solicitar confinamientos parciales en sus territorios, aunque la gravedad de los contagios –parte de ellos terminarán convirtiéndose en muertes– así lo recomiende. 

Las razones son meridianas: cualquier demanda de este tenor implicaría asumir su fracaso y, al cabo, alimentar el debate sobre su necesidad. Ninguna de las tribus políticas que mandan en las Españas desean esta discusión. Evidenciaría que son innecesarias. Por eso prefieren tolerar el contagio antes que reconocer que no saben cómo manejar la situación. Cuarenta años después de su creación, las autonomías muestran su verdadera faz: son repúblicas indígenas en las que las castas regionales abrevan en nombre de patrias ficticias que no existen. A los padres del Estado autonómico habría que ponerles un monumento eterno en agradecimiento por este colosal desastre. El cáliz que nuestros políticos nos ofrecen en este instante tan crítico no es que sea amargo. Es que es directamente veneno. Servido a la rusa, por supuesto.