Kurt Vile: rock para levantarse (a las doce)
El músico norteamericano es, sobre todo, un 'mood', una temperatura, un estado de ánimo. Cálido y perezoso, vitalista y agridulce, sonriente, lánguido y a veces elegíaco
28 noviembre, 2018 00:00Se ha puesto un poco de moda Kurt Vile, o eso nos parece, y tal cosa nos provoca un rumorcillo indefinido, entre la extrañeza y la suspicacia. Pero no debido a aquel ridículo tic de (cualquier) adolescente apasionado e inconsciente de su adanismo que contempla con celo su cofre del tesoro, no vaya a ser que de repente acudan demasiados a manosearlo con descuido y le arruinen el brillo. No es eso; en este negocio esa tierna manifestación de la vanidad queda lejos ya y nos parece que no hay necesidad de maravillosos secretos innecesariamente bien guardados y que un mundo en el que John Martyn, pongamos por caso, hubiera sido toda su vida un superventas, sería un mundo mejor.
¿Han visto últimamente la lista de los discos más vendidos o, para ser más precisos, reproducidos en Spotify? La cuestión es que en este panorama musical atomizado hasta un grado cada vez más extremo, y en el que la visibilidad y la popularidad parecen imponer antes de entregarse un penoso peaje de degradación artística, la unanimidad comienza a ser casi sospechosa. ¿Un tipo que empieza a gustar por igual a la crítica hipster, al padre cualquiera nostálgico del rock de los 70 que no sabe qué es Pitchfork y a su hijo adolescente skater?
Pero hemos escuchado Bottle It In, su último disco, recién publicado, y no hay motivos para la alarma. Está todo ahí, tal vez no tan tremendamente inspirado, pero casi-casi-casi intacto. Porque, en muchos sentidos --todos los que importan para bien--, Kurt Vile es uno de esos músicos que compone siempre el mismo disco. Hay artistas que son, sobre todo, un mood, una temperatura, un estado de ánimo. Y el suyo es cálido y perezoso, vitalista y agridulce, sonriente, lánguido y a veces secretamente elegíaco.
Dijo Aleksandar Hemon, escritor de relatos sensacionales (no tanto las novelas, si se nos permite el mínimo excurso), que los suyos son “libros tristes para gente con sentido del humor, o bien libros divertidos para personas tristes", y pensamos ahora, mientras suena de nuevo en los cascos el arrebatador final de Wakin' on a Pretty Day, una de las canciones con las que Vile podría si quisiera sentar cátedra de sí mismo, que algo similar ocurre con las canciones de este entrañable melenudo casi cuarentón ya con pinta de andar perdido en el presente, extranjero de su tiempo, hippie tardío y figurante en una secuencia de videoclub finalmente descartada en el montaje de una película de Kevin Smith noventera hasta el paroxismo, todo a la vez.
Kurt Vile, que nació y vive en Philadelphia pero más parece, espiritualmente, un californiano en sordina (más de ir fumadísimo por la vida que de lucir musculitos en el paseo marítimo), comenzó a llamar la atención con The War on Drugs, la aventura que emprendió en 2005 junto a su amigo Adam Granduciel. Tuvo éxito el grupo, y lo ha seguido teniendo muy justificadamente, pero desde hace una década ya sólo con Granduciel al timón. Aún en su banda compartida, Kurt Vile compuso y publicó en 2008 Constant Hitmaker, y durante una pequeña gira por Europa para defender ante el público esas canciones, se dio cuenta de que el cuerpo le pedía dar rienda suelta a su propia voz, sin andar negociando con otra más.
Esa salida de la banda, totalmente amistosa (hasta el punto de que durante un tiempo compartió músicos con ella, o de aparecer, como artista invitado, en discos posteriores de la misma como Slave Ambient), dio inicio a su etapa en solitario, y ya dice bastante de Vile, uno de esos músicos que parecen enemistados con el concepto mismo de ambición al menos en su acepción menos noble, que tomara esa decisión precisamente cuando The War on Drugs empezaba a conseguir reconocimiento crítico y cierta fama.
La primera gran piedra de toque llegaría algo más tarde, en cualquier caso. En 2011, recién aterrizado en Matador, sello con pedigrí indie (indie en su sentido originario, cabe aclarar, no en su actual acepción española de banal estándar festivalero), publicó Smoke Ring for My Halo. Ojito. Aquí estaban ya los rasgos que configurarían definitivamente su personalísimo sello, ese sonido claro y leve, espacioso y brumoso, en el que, con regusto folk-blues, fugas de dream-pop y un indefinido aire psicodélico, se funden con total naturalidad el rock de autor de toda la vida y una sensibilidad más moderna, de aquí y ahora (más propia del indie-rock, si se prefiere así). Abreviando: discazo.
No caben las prisas con Kurt Vile. Él, desde luego, no tiene ninguna. De lo contrario no sería el trovador de la vida urbana en slow motion que es, y en este aspecto riman con insólita armonía su dicción verbal y su escritura musical. No diremos que tiene una gran voz, una voz poderosa o atractiva por sí misma, como tampoco la tuvieron nunca Lou Reed, Bob Dylan, Tom Petty o Neil Young, a quienes Vile reconocería sin duda alguna como maestros primigenios, y con los que --salvando las distancias que cada cual considere reglamentarias-- comparte condición de gran intérprete que se eleva por encima de las limitaciones de una garganta nada privilegiada. También al igual que ellos, Vile es un compositor e intérprete radicalmente idiosincrático: todo lo que pasa por el filtro de su voz parece adquirir un tempo, unos giros, una articulación con barniz propio.
Para ambientar debidamente esas serenas peroratas, que en ocasiones parecen murmuradas para sí mismo y siempre, siempre dejan un poco de silencio vibrando entre las palabras que estira y moldea a su antojo, Vile construye estructuras que van como al ralentí, desperezándose lenta y sutilmente, adoptando una estructura de loops remolones y en muchas ocasiones con feeling de disco acústico tocado al aire libre o en el porche de casa. Y así, en ocasiones alcanzando una duración de seis, siete, ocho, nueve, diez minutos, sus canciones van creciendo y echando a volar casi inadvertidamente, hasta alcanzar una intensidad emocional que nada tiene que ver con los decibelios.
En Wakin' on a Pretty Daze (2013) y B'lieve I'm Goin' Down (2015), hasta la fecha sus dos cimas creativas, el Kurt Vile compositor se muestra más dueño de sus recursos que nunca. También instrumentalmente, por supuesto. Porque Vile es un guitarrista estupendo que no necesita ejercer de guitar hero. Le basta, le basta entre comillas, claro está, con sus juegos de armonías, con su característico uso del wah-wah y su formidable dominio del finger-picking y el lap-steel, muchas veces con esas cataratas de reverb que con frecuencia le confieren a sus canciones un encantador no-sé-qué de soft-rock ochentero (al igual, por cierto, que ocurre con Lost in the dream, la obra maestra de su amigo Granduciel con The War on Drugs).
En estos dos discos, coronado como Emperador del Rock de los Recién Levantados, Kurt Vile cinceló definitivamente las coordenadas de su persona poética: un tío rarete, sensible y ensimismado que vive a otro ritmo, todo lo observa con retranca y un poco a distancia y por imperativo categórico jamás parece levantarse antes del mediodía. Y que en esos momentos no tiene mucho más que hacer que ir sacudiéndose el aturdimiento mientras el café del desayuno se le enfría, y de repente, en esa calma, en esa soledad placentera, o más tarde, durante un paseo para hacer cualquier mandado por el barrio, empiezan a brotarle los pensamientos los pensamientos más claros y libres del día, ya le lleven a un modesto hallazgo cotidiano sobre el absurdo de la vida en sociedad, o a fantasear por diversión con un deseo liberador y ligeramente cómico.
Más tarde, en 2017, publicó Lotta Sea Lice, un disco a medias con su amiga la rockera indie Courtney Barnett (aunque se diría que fue ésta la que se dejó arrastrar al terreno de Vile). Y tras ese bonito divertimento ha llegado el muy reciente y mencionado ya Bottle It In, un disco hermoso y que gana con las escuchas aunque, como decíamos antes, no presente mayores novedades, salvo por ejemplo esa inesperada y luminosa reminiscencia del espíritu naíf de Daniel Johnston, el geniecillo loco, en un tema como Keep on Rolling.
A lo mejor, pensamos, lo más importante que tiene que decirnos Kurt Vile, porque lo sigue recalcando este último trabajo, es que la prisa mata, y que si la vida es un tesoro --y claro que sí, aunque a veces los sometimientos rutinarios empujen a olvidarlo--, lo es en el día a día, escrita sobre la marcha y en minúsculas. Lo cual parece una obviedad, pero en su caso es todo un arte.