Bill Callahan: al abrigo de una voz
Un viaje por el fascinante universo musical del músico norteamericano, un clásico contemporáneo, minimalista y lacónico, que habla como Cormac McCarthy pero piensa como Camus
9 noviembre, 2018 00:05Existe un tópico en el mundo de la música, y diríamos que una abrumadora mayoría de los casos lo hace caer del lado de la verdad. Un gran disco. Dos grandes discos. ¿Tres?, vale, puede ser. En tal caso, con el cuarto ya estamos entrando en el terreno de lo excepcional... Pero ¿quién tiene tantas buenas ideas, tantos momentos de genuina inspiración, tantas cosas interesantes que decir? Cosas que decir, vaya, sin acabar dejándose vencer por la inercia, por la comodidad de la fórmula ya probada, por la familiaridad con un determinado registro. No tenemos más remedio que sospechar que, con frecuencia, en el mejor de los casos se confunde ese cliché tan extendido de la voz propia con el mero automatismo.
No es el caso de Bill Callahan (Silver Spring, Maryland, 1966), artista con todas las de la ley, un auténtico clásico moderno que, pese a lo que en ocasiones pueda parecer --debido a su excepcional despojamiento expresivo, de engañosa y en realidad dificilísima sencillez, al que confiere unidad su voz grave inusualmente nítida-- lleva más treinta años, que se dice pronto, pero es casi la mitad de una vida entera, mudando de piel con una sutileza y una finura compositiva propias únicamente de un autor verdaderamente mayor.
Muchas veces, o prácticamente siempre, ante cada nuevo disco del hombre que antes se medio ocultaba tras el alias de Smog, o (Smog), tanto da, hemos acabado recordando aquel verso de Tom Waits digno de sabio y zumbón jugador de cartas: I'll tell you all my secrets, but I lie about my past. Al arte, o sea, le pedimos verdad, y la verdad no se sabe exactamente qué es --yendo a lo que importa, en una canción más bien se siente como una vibración inexplicable aunque certera y afilada como una flecha-- pero desde luego no es --la verdad-- esa degradada y narcisista erupción de la sinceridad que viene a ser el exhibicionismo sentimental.
Sobre quién es realmente el amigo Callahan, del que alguien dijo una vez que habla como Cormac McCarthy pero piensa como Albert Camus, y cuyo laconismo lleva años alcanzando una reputación que ya oscila entre la épica y la desesperación (de sus entrevistadores), poco se sabe a ciencia cierta. Se le conocen sus amoríos y rupturas con Cat Power y Joanna Newsom, grandes artistas y mujeres de corazón tortuoso, o su relativamente reciente matrimonio con Hanly Banks, la fotógrafa y cineasta que rodó Apocalypse: A Bill Callahan Tour Film (2012), un documental apto sólo para fans acérrimos del músico que poco o nada ahonda en la persona que se baja del escenario.
Se conoce, también, que sus padres trabajaban como analistas de la NSA, así que pudiera ser que alguno de ellos, lo leímos en la prensa no hace demasiado, esté al tanto de los mails en los que vistió usted de blanco a sus jefes o de las fotos que todavía conserva en su móvil de aquel esplendoroso ligue de verano. Y se sabe, sobre todo, que pasa por ser bajonero aunque muchas veces no es más que ironía y humor negro hilados finísimamente.
Que canta sobre la naturaleza como gigantesco surtidor de belleza, metáforas y alegorías sobre la experiencia humana, sobre el amor y a la muerte y otras miles de vidas posibles que nunca serán vividas por uno, sobre estar aquí y allá, de un lado para otro, sin echar raíces, sobre el abandono y el dolor inevitable que acarrea la construcción de una identidad y, sobrevolando el conjunto de su obra, sobre la conciencia del individuo que (se) piensa demasiado y repara en que, aunque puede intentarlo, aunque debe, una parte de su vivencia es incomunicable en su totalidad a los demás, por lo que el viaje, incluso bien acompañado, lo va a tener que hacer con esa extrañeza a cuestas, en gran medida e inexorablemente a solas.
Pocos y casi abstractos materiales, en efecto, para montar una historia con principio, nudo y desenlace. El autorretrato, la cartografía de la vida interior del huidizo Bill Callahan existe pues solamente en el bellísimo curso de sus canciones. Ahí está, sólo hay que abrir el cofre. Que, eso sí, es vastísimo y, para algunos, incluso un poco distante, algo frío, demasiado cerebral. No desde luego para nosotros, pero tal vez ese reproche relativamente habitual explique por qué, en términos de repercusión popular, aun siendo una especie de Leonard Cohen de la americana en potencia, no ha llegado a derribar nunca la caprichosa barrera que separa a los músicos de culto de los enormemente famosos.
Lo admirable en su caso, volviendo brevemente al comienzo, es que Callahan ha entregado sus mejores obras en su última etapa, aún vigente. Y lo prodigioso, de hecho, es que las realizadas entre tanto, hasta llegar a las cumbres de los últimos años, no son precisamente bocetos, tanteos, ensayos ni versiones menores de su yo actual de madurez artística deslumbrante, sino discos extraordinarios y con entidad propia.
Su carrera comenzó a finales de los 80 y principios de los 90, cuando comenzó a publicar por su cuenta modestas cassettes grabadas en su casa en un cuatro pistas. Lo hizo así por pura necesidad (técnica y, se entiende, comunicativa), pero cuando lo fichó el sello Drag City, sin volverse loco, se afianzó en esa misma estética y siguió explorando las posibilidades expresivas de la parquedad de recursos y de su sonido rugoso, rudimentario, absolutamente imperfecto, muchas veces una guitarra, una base rítmica programada, acaso algún sample, y su voz: siempre su voz, aunque en aquel entonces --comienzos de los 90-- aún no había alcanzado la extraordinaria sensualidad de su posterior, inconfundible e hipnótico registro de barítono que canta pareciendo recitar, o viceversa.
Son los años del apogeo lo-fi, estética de la que con toda justicia se le tiene por uno de los grandes pioneros. Y sin embargo algo empezó pronto a cambiar... No en vano la discografía de Bill Callahan serviría para demostrar, no con bonitos discursos sino por vía de los hechos, que la coherencia, virtud tan cantada como con frecuencia falseada, nunca conllevó rigidez ni inmovilismo. A tales efectos fue crucial su encuentro en el camino con Jim O'Rourke, músico y productor ligado tanto al experimentalismo como al pop y figura capital para entender la evolución de Sonic Youth.
Junto a O'Rourke, nuestro hombre descubrió que podía estilizar su sonido sin por ello traicionar su discurso, y en discos como Wild Love (1995), The Doctor Came at Dawn (1996) o Red Apple Falls (1997) incorporó a su rock al ralentí, ascético y medio áspero secciones de cuerda, discretos apuntes electrónicos, todo un abanico de nuevos y más elaborados arreglos para arropar sus composiciones propensas a lo esencial. Muy significativas de esta etapa, y de los albores de la misma (el muy estimable Julius Caesar de 1993), son piezas como I am Star Wars, en la que Callahan, en vena expansiva, sampleó el Honky Tonk Woman de los Stones; o Bathysphere, una de las composiciones más emblemáticas de su primera etapa profesional, y por lo demás una de sus canciones dignas de figurar en una hipotética lista universal de canciones heartbreaking sobre la niñez y la pérdida de la inocencia.
Knock knock, del 99, su espléndido álbum post-ruptura con Chan Marshall (Cat Power), algo así como su Blood on the tracks particular, marcó también el final de la fructífera y decisiva colaboración de Callahan con O'Rourke. Hemos afirmado antes que las cimas de su trayectoria pertenecen a sus últimos años, pero muchos, a buen seguro, no estarán de acuerdo. Y asistidos por buenas razones, de hecho.
Porque el nuevo ciclo que comenzó a partir de ese álbum, no vamos a escatimar elogios, se mueve casi por rutina entre el notable y el sobresaliente. Nos referimos a discos como Dongs of Sevotion (2000), el más extrovertido Supper (2003) y A River Ain't Too Much Love (2005), donde entregó su Rock Bottom Riser, un tema de aliento dramático-catártico que condensa a la perfección la poética del músico en esos años: esa capacidad para, con elementos mínimos, con una letra depurada de retórica y otros adornos superfluos hasta un punto en el límite de lo obvio e incluso de lo naíf, calar muy hondo y calentar el corazón.
Si hubiese parado aquí, en fin, fuera de toda duda ya merecería un lugar de privilegio entre los más selectos compositores e intérpretes de la americana, o de la canción americana contemporánea, llamemos como queramos a esa corriente que explora, desde la sensibilidad y con las herramientas sonoras del presente y con un grado variable de fidelidad o ironía, las robustas ramas del gigantesco árbol primordial de aquella tierra que son el folk, el blues, el country, la música de raíces en definitiva.
En el caso concreto de Callahan, siempre aportó además una cierta autoconciencia pop, ya fuera en forma de guiño explícito o eco más o menos impremeditado al antes mencionado Leonard Cohen, a Tom Petty, a Johnny Cash, a Gil Scott-Heron (quien por cierto versionaría en su último y emocionante disco, publicado antes de morir, el I'm new here de la etapa Smog), a artistas definitivamente roots como Mickey Newbury, a Van Morrison, a la Velvet Underground y a Lou Reed específicamente (Dress sexy at my funeral, sin dejar de ser casi una chanza, es una de las mejores canciones que jamás escribió nuestro dilecto ogro neoyorquino), a Cat Stevens o Lee Hazelwood... El recuento de resonancias podría ocupar un artículo entero.
Pero no paró ahí y lo que vino a continuación alcanzó cotas de refinamiento expresivo, de belleza, de pellizco contenido por un dique a punto ya de agrietarse y estallar, que, por no babear excesivamente sobre el teclado, nos limitaremos a calificar como pletóricas, majestuosas, sublimes. En cierto modo, creó un patrón de singer-songwriter circunspecto para la escena alternativa (sea lo que sea la escena alternativa). Hay por ahí toda una legión de tipos con camisas de cuadros, gorras de gasolinera y discos compuestos en una cabaña en el bosque cantando canciones minimal. Pero lo de Callahan es otra cosa, más profunda y distinta.
Las imaginativas percusiones, el empleo de la guitarra que evita muchos rutinarios tics heredados del género que toque, los cuasi subterráneos ritmos de estirpe inequívocamente krautrock o esas ocasionales ráfagas atonales, por no hablar del rasgo mucho más explícito de su renuncia a los convencionalismos de la estructura estrofa-estribillo-estrofa... Todo parece corroborar la plenitud de su destreza como compositor, que le ha permitido fundirse con el clasicismo del que siempre ha partido, pero siendo en verdad, a su manera, sobria y sutil, moderno e incluso excéntrico.
Dijo una vez Callahan, a propósito de sus comienzos en esto de ponerle música al mundo, que “cuando aún eres inseguro, te presentas en los sitios con el abrigo de otro”. Es evidente que hace mucho tiempo que dejó de necesitar esos apoyos. Bill Callahan suena nada más que a Bill Callahan. Y a estas alturas, sin necesidad de aspavientos ni alardes, se permite el lujo de cortarse a medida el abrigo que quiera. Uno que es único. El suyo.