Música
‘Nevermind’, rabia y golosina
El mítico disco con el que el grupo Nirvana situó el ‘grunge’ en las listas de éxitos cumple treinta años
1 octubre, 2021 00:10Años 90. Una legión de adolescentes inadaptados –¿cuál no lo es?– , punks de pueblo, friquis bohemios, protoyonkis, estudiantes nihilistas con vocación de mendigos y el colectivo entero de jóvenes marginados de Occidente rescatan las rebecas de los armarios de sus abuelas, alargan dramáticamente el tiempo entre ducha y ducha, sacuden la cabeza al unísono al ritmo enérgico y comercial del irresistible riff del videoclip que no paran de programar en la MTV. Pareciera que el cabeceo ayudara a que la canción, que responde al título de Smells like teen spirit, se expandiera viralmente por todas las radiofórmulas para convertirse en el himno oficioso de la década recién estrenada. Una suerte de La Internacional del movimiento grunge: “Arriba tristones del planeta, en pie pringada legión”. El éxito inconmensurable de un verso: “Hello, hello, how long?”, acompañado por una percusión proteica, parecía conceder la posibilidad de que los nerds, por primera vez, conquistaran primero Seattle y luego el planeta entero.
Los culpables de tal avalancha sónica son tres chavales tan talentosos como alienados, Kurt Cobain, Krist Novoselic y Dave Grohl. Los tres evangelistas que acaban de grabar Nevermind, el segundo álbum de la banda, con el que consiguen entrar en la historia del rock y hacen saltar la banca de la industria musical. Los tres comparten una biografía similar, algo así entre las novelas de Dickens y los relatos de Bukowski. Estas referencias en parte explican la magnífica mezcla de melancolía, basura y quejumbre con la que están fabricadas sus canciones.
Han emigrado hasta Seattle desde puebluchos polvorientos del Estado de Washington, Yoknapatawphas venidas a menos. Se han dolido por el divorcio de sus padres. Han realizado sus primeras catas politoxicómanas, vagabundeando por callejuelas llenas de locales en venta, casas en demolición y solares abandonados. Han hecho zapping entre los centenares de canales televisivos que escupen la misma cantinela: los mandatos de Ronald Reagan y George Bush, la amenaza de la Guerra Fría y la caída del Muro de Berlín, la apoteosis de la música comercial de Michael Jackson y Madonna. Han pasado la primera adolescencia despertándose bruscamente del presunto sueño americano en mitad de una pesadilla demasiado humana.
Y, sin embargo, tuvieron su oportunidad. Algo olía ya a caduco en el camerino de las grandes estrellas musicales de finales de los 80. Estaban dejando de gustar a toda una generación de cachorros dolidos y desaliñados. El sueño hipertrofiado del pop más comercial produjo el monstruo del grunge. Un estilo musical, a medio camino entre el rock clásico –en su querencia guitarrera– y el punk –en su credo vital–, que se va a erigir dueño de la escena emergente. Su vértice es la ciudad de Seattle, epicentro musical de la década –como antes lo habían sido Detroit o Nashville– con bandas como los The Melvins, Pearl Jam, Soundgarden o Mudhoney.
En unos meses, Nevermind desbancaría al Dangerous de Michael Jackson del primer puesto de las listas de ventas y el tópico dice que una música pensada originalmente para permanecer en los sótanos del underground se convirtió durante unos años en la predominante. Su actitud tomó las calles y llenó las pantallas. Los clubs privados se cambiaron por los conciertos en los garajes, las discotecas lujosas mudaron en raves boscosas, los vestidos de alta costura por los jerseys de lana con agujeros y las mangas siempre largas. Lo desprolijo se convirtió en sinónimo de las bellas artes.
¿Fue todo esto realmente así? ¿Es Nevermind un disco anticomercial? Han pasado ya treinta años desde entonces y disponemos de horizonte suficiente para juzgarlo y de una panoplia de libros que analizan el nacimiento, desarrollo y los legados y trampas de aquellos tiempos hasta llegar a una conclusión. Él último en publicarse Come as you are, La historia de Nirvana (Contra), escrita por Michael Azerrad, que se suma a la clásica Heavier than Heaven (Reservoir Books), una biografía de Kurt Cobain a cargo de Charles R. Cross. La verdad es que, más allá de la sociología retrospectiva, hay que reconocer que el disco no solo ha aguantado muy bien el paso de los años, sino que su valoración musical ha crecido al mismo tiempo que la leyenda (trágica) de su creador.
Debemos reconocer que aquellos presuntos paletos, príncipes de la white trash, carne de asistencia social, sabían perfectamente lo que estaban haciendo al ejecutar su obra maestra. Es muy revelador comprobar en estas biografías el férreo compromiso que los tres tenían tanto en los ensayos como en su proyección artística. El rigor e intuición con el que tomaban las decisiones comerciales y artísticas. Ninguno de ellos disponía de un plan B. Tal vez por eso, aunque aparentes amantes del do it your self, punk, no daban puntada sin hilo ni en la composición, ni en la interpretación de las canciones, ni tampoco a la hora de palpar del éxito que se les venía encima. El disco entero es una colección de temas pegadizos, pura golosina, rebozados de ruido, distorsión y furia. Un quejido adolescente, lleno de imágenes inconexas a lo William Burroughs, engarzado en brillantes estructuras pop lclásicas. Un mano de seda en guante de hierro.
A la pericia rítmica de Novoselic y la energía contagiosa de la batería de Grohl se le suma la voz de Kurt Cobain, llena de hondura, belleza y quebranto. La mezcla, cruda, imperfecta, delicada a su manera, resulta conmovedora y honesta –el productor Butch Vic optó por dejar los fallos en la grabación– en estos tiempos de música comprimida y autotune perpetuo. Todas las otras decisiones del productor, por entonces un don nadie impuesto por el grupo a la compañía y futuro batería de Garbage, resultaron acertadas. Persuadió a Cobain de que no era tramposo doblar su propia voz y añadir otra pista con la de Grohl, argumentando que John Lennon –héroe del primero– también lo hacía. Fue paciente en la búsqueda de la toma perfecta de la sinuosa Something in the way y realzó todas las cosas buenas de la banda sin restarles ni un gramo de personalidad.
El resultado es un veneno dulce que no sabemos si mata o resucita, un medicamento ligeramente tóxico con peligrosos efectos secundarios. Desde la melódica In Bloom, hasta la suave e icónica Come as you are, que dará nombre a la placa que les sirve de homenaje en su Aberdeen natal. Desde el monólogo autocompasivo y religioso de Lithium hasta el relato en primera persona de un violador –a lo Truman Capote pero en tres minutos– en la preciosa Polly. La verdad es que otros grupos con la mitad de esas canciones hubieran hecho una carrera entera. Con Nevermind, Nirvana consiguió quintaesenciar la adolescencia en canciones que combinaban lo lúgubre con el furor, la oscuridad y lo comercial, en esa bipolaridad –ora rabiosa, ora cándida– tan propia de la adolescencia. Hitazos deudores de los Beatles y de Kiss.
Algún tiempo después, irónicamente, las grandes compañías discográficas se percataron que aquella música heredera del no future de los Sex Pistols tenía un porvenir esplendoroso e iniciaron su conquista por la vía rápida, fichando a todo grupo similar que anduviera por allí. Los estudios de Hollywood y los publicistas se lanzaron ávidamente sobre ellos, convirtiéndolos en modelos de la moda de la antimoda. Para acabarlo de rematar, los líderes de las principales bandas que decían descreer de la belleza clásica, eran fieramente bellos, carne de carpeta adolescente.