Música
'Héroes del silencio', epopeya y leyenda
Un documental de Netflix y un libro de Plaza y Janés rastrean la vigencia de los músicos de Zaragoza, una de las bandas más odiadas y amadas del 'rock' en español
9 julio, 2021 00:00Es sabido que Héroes del Silencio, tal vez la banda española con más éxito a nivel internacional de la década de los noventa, nunca padeció de ese mal tan nacional y crónico que es la vergüenza ajena. ¿De dónde nos vendrá ese atávico miedo al ridículo? Como dice el filósofo Ignatius Farray, camuflado bajo el disfraz de cómico, en la vida de cualquier artista lo importante es fliparse sin límite; es decir, mantenerse incólume ante la crítica ajena, no enmendarse nunca, no cejar en el empeño de seguir una senda propia, aunque los demás la consideren un camino hacia el abismo o una carretera perdida. Fracasar mejor, hasta convencer al mundo de la bondad de tu propuesta.
El documental Héroes: Silencio y rock & roll, dirigido por Alexis Morante y distribuido por Netflix, y un libro –Héroes de leyenda (Plaza y Janés)–, escrito por Antonio Cardiel, hermano del bajista de la banda, rescatan ahora la memoria y el triunfo del grupo aragonés –especialista en autosugestionarse con su propia leyenda– para el goce del nuevo público y el gruñido insatisfecho –siempre queriendo más– de los fans pata negra. No sabemos si ese camino del exceso –como escribió el poeta William Blake– llevó a Héroes a la sabiduría. Lo que sí sabemos es que marcó su carrera a fuego, convirtiéndolos en la diana oficial del pimpampum de los afectos e improperios del público, en un juicio donde la equidistancia ni se contemplaba.
Más que aficionados, sus seguidores respondían –responden– al perfil de hooligans deportivos. O mejor: son como fanáticos de una secta religiosa que memorizan cada una de sus letras para corearlas con fervor exégeta y mesiánico. La devoción que provocaron es tal que convirtieron a Enrique Bunbury, líder de la banda junto a Juan Valdivia y autor –con alguna ayuda nunca del todo reconocida– de las letras, en una suerte de Jim Morrison de bolsillo. Fueron de los pocos grupos que contaban con un buen puñado de fans antes de empezar su carrera discográfica. Y la verdad es que, pese a ser acusados de ser una banda de laboratorio, un grupo carpetero para adolescentes superpop, Héroes pasó una época bolañista, atentos a cazar los bisontes de los premios regionales con sus canciones oscuras y afiladas, como si fueran poetas infrarrealistas. Con las dificultades añadidas de ser una banda no madrileña.
Por otra parte, los no creyentes también eran abundantes –entre ellos buena parte del establishment crítico de los medios de comunicación, con Diego Manrique a la cabeza– y no se contentaban con ningunearlos o relativizar sus triunfos, sino que mostraban un afán olímpico en denunciar sin tasa su sobreabundancia y sus desvaríos, caricaturizando sus rasgos con un catálogo de ademanes ridículos y arrogantes. Héroes siempre ha sido un enorme imán para los haters.
Sin duda, ellos alimentaron la polémica con la ampulosidad de las letras yel engolamiento de su frontman, únicamente comparable a los excesos icónicos de Raphael o Julio Iglesias. Sus declaraciones y su arrogancia gótica, su desdén ante las razonadas denuncias de plagio explicadas en El método Bunbury, un libro de Fernando del Val donde figuran más de 500 paralelismos, y plagios, de sus letras con escritores como Felipe Benítez Reyes, Mario Benedetti, Gamoneda o Sánchez Dragó.
En fin, una vez pasado el terremoto mediático, 25 años después de su abrupta disolución durante una gira norteamericana, aceptando toda la parte oscura, quedan las canciones. Y la verdad es que un acercamiento honesto a sus temas, sin las ojeras del prejuicio, consiguen alterar el fiel de la balanza hasta de los más renuentes. Del odio se pasa al respeto. Hasta el más feroz de sus detractores debe reconocer los méritos de su ambiciosa propuesta melódica, para nada obvia en aquella época. La mezcla perfecta entre lo maño y el rock internacional.
Las ventas alcanzaron el nivel de su ambición y la compañía de discos decidió invertir en ellos. Con Senderos de traición (1990) llega la consagración. Contactan con Phil Manzanera, productor de renombre, y su pericia en el estudio les conduce a otro nivel de profesionalidad. El disco contiene dos hits –Entre dos tierras y Maldito duende– que son canciones de cinco y seis minutos. Toda una declaración de intenciones artísticas y seguridad baturra. Su sonido se vuelve crudo, mejor, capaz de competir con las bandas extranjeras. Ya suenan en todas partes, omnipresentes, y empiezan a superar los restos del último pop de la Movida para impulsar el revival del rock. El resultado ya es leyenda. El desierto de los Monegros se parecía cada vez más al Death Valley.
Después de su éxito en España, resuelven conquistar Europa. Así, sin la ayuda de la discográfica y liándose la bandana –a lo Bon Jovi– en la cabeza, conduciendo su furgoneta durante días y días en dirección a Alemania. La sorpresa es que, además de cosechar el apoyo de los migrantes españoles en Europa, su música empieza a calar entre el público no hispanohablante.
Con el subidón del triunfo y el suministro de sustancias tóxicas a las que tenían acceso, deciden a grabar en Londres El Espíritu del vino en os últimos días diciembre de 1993. Un disco doble, barroco, donde ya se intuyen los caminos que les gustaban. Los músicos saturaron el disco con sus propios instrumentos sin atender en exceso al resultado conjunto. Y un libreto de las letras traducidas al inglés. En aquellos días el espíritu del rock había vuelto, Nirvana estaba en disposición de desbancar a Michael Jackson y Héroes entra en una gira letárgica. Sus sueños de grandeza auguran una pesadilla. Dieciséis canciones con sobreabundancia de éxtasis, riffs afilados e ideas.
La rapidez y profundidad del éxito termina por hacer mella en ellos. La comunicación entre sus miembros cesa y la importancia de llamarse Bunbury (personaje de ficción creado por Oscar Wilde) empieza a pesar más que la unión primigenia. En mitad de rumores de la desintegración, en el estudio nos legan un fruto tardío. El excelente Avalancha (1995). Grabado en Los Angeles sin Manzanera –incapaz de controlar los accesos de furia entre Bunbury y Valdivia–, pero con el fichaje de Bob Ezrin, productor de Lou Reed y Pink Floyd. En este álbum se nota la influencia de bandas mucho más duras. Su producción tal vez sea la mejor que ha tenido un grupo español.
Tal vez por eso, al principio no cosechó el mismo éxito de sus predecesores. La banda acabó implosionando en mitad de la gira, después de un desastroso bolo y antes de que los managers les propusieran una gira por Japón. La leyenda dice que Bunbury escribió una lista incendiaria con sus condiciones para continuar: abandono del rock y apuesta por la electrónica. Valdivia se lo tomó como si fuera un ataque personal. Lo dejaron como empezaron. A lo grande y sin contemplaciones. Con apenas cuatro discos de estudio que cambiaron la música en castellano, Héroes se incorporó así al territorio de la leyenda del rock nacional. Asaltaron el mainstream internacional desde la periferia de Aragón con su determinación, carisma y cabezonería. Su influencia no ha dejado de crecer décadas después de su desaparición. Se suceden los homenajes, las bandas tributo y las publicaciones.