Música
Dylan, 80 secretos & algo +
El poeta y músico norteamericano alcanza las ocho décadas de vida (inteligente) sobre la Tierra con un disco autoparódico y sin alejarse demasiado de la tradición popular
25 mayo, 2021 00:00Es fascinante ver la capacidad de influencia que Bob Dylan (Duluth, 1941) ejerce desde hace seis décadas en el universo cultural –léase en su sentido más amplio– mediante un método que tiene bastante de singular: el desapego extremo. Radical. Se trata de una costumbre extraña viniendo de un artista popular y millonario desde los veinte años que acaba de vender todas las canciones de su catálogo a Universal Records, su compañía discográfica, gracias a un acuerdo comercial sin precedentes (no por su importe, sino porque de inmediato ha abierto la puerta para que otros autores hagan exactamente lo mismo, estableciendo así el patrón esencial para rentabilizar una obra musical en el universo digital) y al que el dinero, con el paso del tiempo, no le ha obligado a dejar de ser un grandísimo misántropo.
El reloj de la vida, por supuesto, ha marcado sus horas: el músico de Minnesota cumplió ayer los ochenta años sin más celebración –que se sepa– que la íntima. O quizás ni eso. ¿Había algo que celebrar en realidad? Para los dylanólogos, la única religión en la que el Dios al que rezas no te exige necesariamente que creas en él –“Don't follow leaders, watch your parking meters”–, por descontado. El calendario dylanita, se sabe, se divide entre la era previa al nacimiento de Mr. Zimmerman, cuando el hombre carecía de refugio y vivía entre el barro y el agua, castigado por los obstinados vientos del Norte, y la fecunda civilización posterior. Zimmy, uno de sus apodos, usado como nombre por uno de los restaurantes de Hibbing, el pueblo donde se crió, que ha tenido que cerrar sus puertas, es un octogenario al que la última vez que vimos encima de un escenario –Sevilla, mayo de 2019– prefería tocar sentado ante un grand piano negro que ejercer de crooner, la última de sus múltiples máscaras artísticas.
Llegar a esa edad es adentrarse en el crepúsculo, buscando ese instante en el que cae sobre ti la vieja tempestad de los antiguos. Penetrar en el penúltimo surco del disco. Aguardar a que la tormenta definitiva acontezca. La suya parece que es –con Dylan nunca se sabe– como aquella lluvia a la que cantaba Borges en un verso: un acontecimiento que, sin duda, sucede en el pasado. Especialmente para sus devotos, que celebran un natalicio que tiene demasiado de convención, incluso para el afectado, nacido con el nombre de Robert Allen entre gente sencilla –una familia de emigrantes judíos asentada en el Medio Oeste, en el cinturón minero del Norte de Estados Unidos– que habitaba en pueblos sacudidos por la nieve, con atardeceres oscuros, a merced de la ley de los Grandes Lagos.
La casa de Duluth donde vivió su infancia Bob Dylan hace ochenta años
Lo del pretérito es mucho más que una frase: en una de sus últimas apariciones públicas grabadas –con motivo de la película Rolling Thunder Revue: A Bob Dylan Story, dirigida por Martin Scorsese para Netflix, una secuela de No direction Home, su verdadera biografía cinematográfica– le preguntan por la gira del Trueno, organizada a mediados de los años setenta, y sobre la que Sam Shepard escribió un libro documental. El músico norteamericano, ataviado con sus trajes de predicador del Oeste, a la manera de su adorado Hank Williams, tras empezar a farfullar un par de frases comunes sobre la idea del espectáculo –“vaya maldita mierda”– admite, entre risas pavorosas, que no tiene ni la más remota idea de la cuestión. “Aquella gira sucedió hace más de cuarenta años. No tengo la más mínima pista de qué se trataba”.
Viniendo de alguien muy cauto a la hora de hablar de sí mismo –sus dos divorcios incluyeron cláusulas de confidencialidad para su exmujeres; nadie sabe cuál es su domicilio, su nombre artístico es un invento basado en un cantante adolescente de los años cincuenta, no en el poeta Dylan Thomas– semejante confesión revela que, como ha venido sucediendo desde los años sesenta, cuando se plantó en Nueva York disfrazado de Huckleberry Finn, el personaje de Mark Twain, pidiendo ser adoptado, a su protagonista le trae bastante sin cuidado la trascendencia de su propia leyenda. Básicamente porque su mito consiste en eso: en negarlo, permitiendo al mismo tiempo que los demás lo amplifiquen, aunque sea a base de repeticiones.
Al contrario de lo que pasa con otras estrellas del rock & roll, que murieron jóvenes, en la cresta de la ola, o han envejecido agarrados a la nostalgia de lo que un día fueron, imaginar a un Dylan senil no es nada difícil. Probablemente el Shakespeare de la música popular norteamericana, el mayor compositor de canciones de todos los tiempos, es el único que no niega su edad biológica y, sin traicionarse, todavía es capaz de reformular su pretérito haciéndolo nuevo cada día. “Ah, but I was so much older then, I'm younger than that now”. No asciende a los escenarios como Mick Jagger –ese abuelito en leotardos– sino como un venerable artista, igual que Homero, el poeta griego, que sabe que su arte es eterno y, al mismo tiempo, siempre diferente, sustentado en el profundo conocimiento y en la recreación activa de la tradición.
Billete de dólar con la efigie de Dylan
De Dylan suele decirse que muta a velocidad de vértigo. Pero, sin embargo, no se ha movido del mismo sitio: el eje de la música popular estadounidense, asentada entre la cordillera de los Apalaches (country), el hondo Sur de Missisippi, Lousiana o Texas (la placenta del blues rural, mutado más tarde en eléctrico en la industrial Chicago), el folk ancestral y bíblico de la América profunda y hasta la música de las grandes orquestas de jazz, reducida a su más sobria expresión en su reciente pentalogía de standards. En ese territorio sentimental está todo. No hace falta más.
Dylan buscó el éxito desde el comienzo –fingiéndose un folkie en lugar de un rocker, convirtiéndose más tarde en un tradicional padre de familia de Woodstock mientras su generación celebraba, entre drogas y promiscuidad, la era de Acuario– pero no lo hizo al precio de sacrificar su arte, aprendido –como los repentistas– gracias a las grandes sesiones de radio y a los discos venerables hechos con el acetato humilde de quien no aspira a ser inmortal porque sabe –de sobra– que la vida eterna consiste justamente en asumir lo perecedero de la existencia.
Su Never Ending Tour, la gira interminable creada a partir de la mímesis de los músicos ambulantes de feria –una mímesis minstrel representada en la versión de Jim James y Calexico de Going to Acapulco de I´m not there, el biopic de ficción rodado por Todd Haynes a partir de sus infinitas reencarnaciones–, mantiene cancelado desde el mes de diciembre de 2019, unas semanas antes de la irruoción de la pandemia, las fechas y conciertos contratados.
Desde entonces, forzado por las circunstancias a detener su carrusel –la vida, con independencia de cuál la edad, consiste en no dejar de moverse hasta el último instante– deslumbró a todos con la publicación, nada más comenzar las oleadas del coronavirus, de Murder Most Foul, una extraña y sobría elegía que, como siempre, trata sólo en apariencia del asesinato de J.K. Kennedy, incluida un disco Rough & Rodwy Ways basado en su caricatura, como si en el tramo definitivo de su carrera aquel joven de Duluth que se presentó ante el mundo como un falso cantante protesta –“watch the river flows”– y después encarnó a un Rimbaud de pelo revuelto y enjuto como un junco, se hubiese convertido en Rabelais o en Swift. Lleno de referentes literarios –William Blake, Poe, Mary Shelley– su última obra es una inteligente autoparodia.
No sólo porque, como ha hecho en otras ocasiones, tome prestados motivos ajenos, sin justificarlo con la estupidez del apropiacionismo, sino como un homenaje a quienes le antecedieron y un aviso a quienes ya no podrán sucederle. También porque juega con la muerte, sobre la que escribió It´s not dark yet, una canción absolutamente sobrecogedora. Es el destino más probable, salvo pacto con el Diablo, para un hombre con ocho décadas a sus espaldas y que lo ha visto todo, ha tocado en casinos, bares de carreteras, gimnasios y espacios como Ryman Auditorium de Nashville, sede del Grand Ole Opry –en cualquier sitio salvo en la ceremonia del Premio Nobel–. Alguien que ha cenado con reyes y almorzado con mendigos, al que no le amedrenta ni el oro del dinero ni la púrpura del poder. Un poeta que está muy arriba, pero sigue mirando desde abajo.
Entrada al 'Bob Dylan Center', en Tulsa, donde se reúnen más de 100.000 objetos relacionados y la vida y obra del músico de Duluth
Sus ochenta años son como ochenta secretos sin revelar cuyos archivos reposan en el centro de investigación sobre su obra que abrirá sus puertas el año que viene en Tulsa (Oklahoma). Lo convirtieron –y en cierto sentido todavía lo celebran– como un profeta de su tiempo sólo por joder(le). A quienes han querido escucharlo, y seguirán haciéndolo, en lugar de convertirlo en un santo en una peana, les recuerda que la vida es dudar y continuar adelante. “Si tratas de ser cualquier otro que no seas tú, fracasarás. Si no eres leal a tu propio corazón, fracasarás. Sólo fracasas cuando dejas que la muerte te aceche y te arrebate parte de tu vida que debería estar viva”.
Por supuesto, uno puede desear ser siempre joven –“may you stay forever young”– pero la única forma de conseguirlo consiste en aprender a ser viejo. “Los días de la tierna juventud quedaron atrás. Uno puede delirar en su juventud, pero a medida que creces, las cosas suceden de verdad”. “But it's alright, Ma, it's life, and life only”.