Luis Maristany, el novísimo extravagante
Poeta, traductor, profesor y señor de las palabras, la obra del escritor barcelonés, de cuya prematura muerte se celebra el treinta aniversario, explora la figura del marginado en la literatura
17 junio, 2022 22:00Hace treinta años, el 18 de junio de 1992, Luis Maristany regresaba en su vespa de Bellaterra, acababa de entregar en el registro de la universidad todos los papeles para optar a una plaza de profesor de literatura. Su viejo amigo Alberto Blecua le había animado a dejar la secundaria de una vez. Por la Autónoma andaba otro colega de aquella facultad barcelonesa de los cincuenta, Sergio Beser; incluso en el mismo pasillo tenía el despacho hasta el más impertinente y joven, cinco años menos, Francisco Rico, el más afamado catedrático de literaturas hispánicas en aquel año olímpico y sucesivos. Todo encajaba de nuevo, como en las fábulas de Monterroso.
Su amigo Juan Antonio Masoliver Ródenas lo llamó “el último de nuestros raros”, Luis Maristany era el más original con “acertada independencia de juicio” entre aquellos muchos, ¡cuántos!, que fueron los novísimos. Decidió rebautizarlo como Luis Marista para que hablara en Beatriz Miami (Anagrama, 1991) en una suerte de pleito de la amistad, de cuento sabio sobre ironías y complicidades: “Recuerdo la vez que empezamos a pelearnos por Rigoberto Echevarría: él decía que era un tipo interesante, yo no lo negaba pero quería matizar, y él se puso terco diciendo que lo interesante es simplemente interesante, por eso había elegido esa palabra, porque existía con todo su significado a cuestas. “En contra de lo que crees”, me dijo, “las matizaciones no llevan a la precisión sino a la ambigüedad, porque si aceptamos que las palabras nunca significan plenamente y en ellas algo blanco o vacío, a más palabras más vacíos o blancura”.
Maristany fue el afán de la eficacia expresiva. Nos colocaba ante el espejo, literal y literariamente, con el mismo entusiasmo de Lewis Carroll con sus Alicias: “la extrañeza ante los mecanismos de la lengua, tan cara a los niños que juegan todavía con las palabras en su periodo de aprendizaje, persiste más tarde y está en la base de la fascinación que aquellas ejercen sobre los poetas”, escribió Maristany en el prólogo a su traducción Alicia a través del espejo (la novela corta, 1981). Unos años más tarde publicó sus versiones –las mejores aún hoy– de Alicia en el país de las maravillas, Alicia a través del espejo, La caza del Snark y Cartas a niñas (Plaza&Janés, 1987).
En aquellos años setenta y ochenta reconocer una traducción de Luis Maristany era celebrar el goce de la palabra cierta, sin rodeos. Cuando, una década atrás y por fin, se publicó la versión española de El Castillo de Axel (Estudios sobre literatura imaginativa 1870-1930) de Edmund Wilson (Planeta, 1977), la crítica mexicana alabó la traducción de Maristany como un hallazgo que encumbraba aún más el poder de la erudición y la inteligencia del crítico norteamericano. Sus versiones eran también juegos de palabras, “lógicamente intraducibles -decía, que exigen buscar un paralelo en la otra lengua”, eran inversiones infinitas de espejos que disociaban “el sonido del sentido, la imagen acústica del objeto referencial”.
Crítico, muy crítico con la literalidad, con la metáfora simplona, con el símbolo maniqueo: “Los chistes dejan de ser chistes, porque la asociación entre las palabras deja de ser libre y necesaria y los poemas deja de funcionar como poemas. Por tanto, no lo son o lo son solo nominalmente. Entonces, cuando un personaje –Alicia o el que sea– declara explícitamente que se trata de un chiste de un poema, el pobre lector sin acceso al original no puede sino lamentar que así nos lo declare, al igual que Ortega y Gasset lamentaba el tic de Emilia Pardo Bazán, narrativamente pésimo, de llamar cien veces “muy gracioso” a un personaje que, en ningún momento, por sus dichos o reacciones, se manifestaba como tal. Y concluía con razón Ortega: “El imperativo de la novela es la autopsia. Nada de referirnos lo que un personaje es: hace falta que lo veamos con nuestros propios ojos”.
En esa búsqueda de un lenguaje vivo, sin retruécanos, ni abstracciones, ni preocupaciones eruditas ni librescas, halló al cronista Bernal Díaz del Castillo, y se sumergió en el estudio de su escritura como ejemplo, sin mixtificaciones grandilocuentes, de un autor que baja el tono de voz y sitúa al lector en el momento psicológico adecuado, “en la perspectiva del simple soldado que participa a diario en la campaña de Nueva España”. Maristany siempre buscaba e identificaba “testigos de vista”, cotidianos. Luis Maristany entra en el aula, cinco minutos de aquí para allá, tiempo suficiente para desordenar el espacio e inventar espejos. La cuadrícula salta por los aires. Estamos en COU o en bachillerato, él se sienta en una esquina del círculo y leemos El Quijote, la carta a Dulcinea, su ilusión vulnerable. Leemos y comenta, Don Quijote no está loco, comentamos, y cita unos versos de Aldana: “Déjese descansar de cuando en cuando, / sin procurar subir, porque no rompa / el hilo que el amor queda tramando”. Nos miramos, sus alumnos y sus alumnas, hemos cambiado.
Contaban sus amigos que a todos les sorprendía que siendo todavía estudiante tenía “una madurez literaria (de lecturas y juicios) que se aliaba a un sentido de la independencia tan radical que podía confundirse con la intolerancia. Un radical inconformista, un liberal esencial lo llamó Vázquez Montalbán, su compañero en la preparatoria para el acceso a la universidad (1955-56) al que le descubrió autores que nada tenían que ver con lo que se enseñaba en las aulas: “Parecía un joven de manual pedagógico finisecular, aspirante a plaza segura en cualquier Caja de Ahorros, con el disfraz que entonces solían llevar los aspirantes, hasta que empezaba a hablar de poesía y muy especialmente de sus queridos Salinas y Guillén que antecedieron a Cernuda en sus obsesiones”.
Vázquez Montalbán recordó en 'Clases nocturnas' (1993), su personal homenaje a Maristany, que Luis era hijo de vencedores que creció como testigo de vencidos: “Entre quejas, silbidos, / por un instante dueños en la sombra / regresaban en fila, con impulsos / de comerse aún las letras del rosario, / despacio, hacia la iglesia, sin merienda” (Letras palabras puertas, Pre-Textos, 1995). Llegado el momento, le confesó a su amigo que se burló del Régimen cuando su familia rechazó que los restos de su padre se enterrasen en el Valle de los Caídos. Aquellos jóvenes estudiantes barceloneses eran hedonistas, irónicos, despreciaron la Universidad, pero volvieron a ella: Pep Termes, Carlos Pujol, Biel Oliver, Helena Valentí, Nissa Torrents, Juan Antonio Masoliver, Clara Janés… Maristany aparecía y desaparecía, pero “lo que no se perdía nunca era el seminario-taller de literatura práctica que José María Valverde nos dedicó a un grupo de estudiantes literariamente prometedores”, recordó Vázquez Montalbán.
El cambio definitivo se produjo en 1965, cuando abandonó el piso familiar del Ensanche con apenas veintiocho años, donde había vivido desde niño, y marchó primero a Cincinnatti y después a Londres. En 'Sesión continua' volcó un desdoblamiento –rebelde y dócil–, como el que pudo vivir con su partida y con su retorno a la Barcelona tardofranquista, algo más cosmpolita: “No supe más. La silla debió quedar allí vacía, es un decir, al abrirse el descanso, no supe más. O acaso la ocupara un yo nuevo, qué importa si en otro cuerpo y con otra indumentaria, unánime con sus documentos, su palabra y sus títulos, sentado en una cátedra muchos años después, viendo pasar idénticos minutos, sombras blancas por la pantalla, pasen pasen, el espectáculo del siglo, la ceremonia del minutero nacional, supervivencia” (Letras palabras puertas, Pre-Textos, 1995).
Tres años fueron suficientes para retornar liberado de sus máscaras. En Ohio madura el profesor universitario, el investigador, el poeta y el traductor. De Londres retorna un incipiente treintañero aún más irreverente que vive ya –recordaba Masoliver– en “una constante pirueta verbal imaginativa y hasta física que se apoyaba en una dedicación absoluta a la literatura en un rigor intelectual poco frecuente y en una admirable sensatez”. Inicia su tesis sobre Baroja (“La concepción barojiana de la figura del golfo" Bulletin of Hispanic Studies, 1968), que abandona y, en un quiebro de curiosidad infinita y ácrata por el marginado en la literatura, se interesa por las teorías positivistas sobre el delincuente, por la frenología y el término mattoide, ese ser sano en la vida diaria y enfermo en las ideas.
En 1973 Anagrama publica su breve (e inicialmente orwelliano) ensayo: El gabinete del doctor Lombroso (Delincuencia y fin de siglo en España). Sus intereses son tan amplios y movedizos que no presentará su tesis hasta 1985 bajo el título El artista y sus congéneres. Diagnósticos sobre el fin de siglo en España, dirigida por José Manuel Blecua. En Barcelona, a mediados de los setenta, algunos novísimos o no tanto –generacionalmente lo son– inventan y fundan sellos editoriales de vida corta, pero con una producción intensa y excepcional. Es el caso del sello 'La novela corta' del poeta y profesor de instituto José R. Santamaría España.
En esa colección Maristany publica una edición corregida de La isla de oro. El oro de Mallorca de Ruben Darío, una traducción de El indiferente de Marcel Proust, además de su versión de Alicia a través del espejo. Pero el paso que marcó su trayectoria como investigador y ensayista fue la precoz edición crítica de la obra de Cernuda, Crítica, ensayos y evocaciones (Seix Barral 1970), a la que se suma La realidad y el deseo (Laia, 1982), y por fin la Obra completa en colaboración con Derek Harris (Siruela, 1993), que no pudo ver impresa. Se identifica con el poeta sevillano.
No es excesivo decir que Maristany compartió o comprendió la actitud ética de Cernuda ante su difícil experiencia humana, fuera por el exilio –español y mexicano–, su homosexualidad reconocida, su desprecio o su premeditada indiferencia hacia las autoridades y, por supuesto, su exigencia estética. Todos, amigos y críticos, coinciden, para Maristany, Cernuda fue su influencia más determinante. Sus amistades mexicanas fueron decisivas en el envío de materiales desconocidos e inencontrables para alcanzar y reunir la obra completa cernudiana, y entre ellos Salvador Moreno.
De las relaciones epistolares entre este exiliado español y Juan Gil Albert, Maristany editará una de las joyas literarias del poeta alicantino: Cartas a un amigo (Pre-Textos, 1987). Y en México, su México, estudiará y editará una polémica antología de la poesía de los Contemporáneos (Anaya&Mario Muchnik, 1992) que reúne poemas de Gorostiza, Villaurrutia, Cuesta, Owen y Novo, y donde denuncia el muralismo como “la máscara monumental de la moral”. En el prólogo apuntó: "El contexto les fue hostil y les definió reactivamente como grupo. Su obra se inscribe conflictivamente en el paisaje cultural de un nacionalismo populista autocomplaciente, en vías de institucionalizarse. Sea como sea, ellos tuvieron siempre una aguda conciencia de su diferencia con el medio".
Maristany fue el poeta extravagante de aquellos novísimos. Sus poemas fueron apareciendo, poco a poco, en Cuadernos del Ruedo Ibérico, El zaguán de otoño o Trafalgar Square o en el volumen Ocho poetas (Premio de Casa de las Américas, 1969). Fue colaborador habitual de Camp de l’Arpa y de Hora de Poesía de Javier Lentini, y en México de Diálogos, Vuelta y Blanco móvil. En 1995, dos años después de la accidental muerte de Maristany, Juan Antonio Masoliver y César Palma seleccionaron su obra poética ya publicada (25 poemas) y la más extensa e inédita, y editaron el volumen Llaves palabras puertas (Pre-Textos).
Hay reflejos de su historia personal y familiar, pero sobre todo sus poemas en verso y prosa son un laberinto de puertas como el jardín borgiano de senderos que se bifurcan. Todo puede ocurrir si la puerta se abre o se cierra, como una caja de recuerdos familiares: “Llavín en mano, abre la puerta, no distingue nada, pero presiente bajo los pies una baldosa vacilante”. Es el absurdo de la realidad cotidiana ordenada y acumulativa. Maristany busca la carencia de sentido como la paradoja cotidiana del movimiento de seres solitarios. En el homenaje de 1993, su gran amigo, el artista Benet Rosell (1937-2016), interpretó a Maristany como un personaje gráfico, hechos de signos y piruetas con sus propios movimientos, divertido pero radicalmente solo, caminando siempre por la cuerda floja de la vida cotidiana.
Dice Masoliver que entre la generación de los 50 y la de los novísimos, “hay un extraño paréntesis que rechaza todo tipo de esquema o de agrupamiento”, lo que en todo caso les une es la paradoja, y que hace que cada uno de ellos sea inclasificable. El Maristany crítico, poeta, profesor, traductor, ensayista era inofensivo, pero asustaba a los bien pensantes e incomodaba a los correctos. Era serio, riguroso, pero se reía de lo trascendental. Sí, fue un novísimo único, por extravagante y excepcional. El 18 de junio de 1992, Luis y su vespa cayeron hasta acabarse el tiempo y el aire en su pecho. La vieja portera, que aún vivía en el edificio de su infancia, acudió al golpe seco en la acera ante al mismo portal y supo que, después de tantos años, Luis había vuelto, inerte: “Algún día me caigo / rodando / por las escaleras / y dejo mi sombra/– como epitafio / inútil para algunos amigos”.