Letra Clásica
Monterroso y la literatura minúscula
El escritor centroamericano, nacido hace un siglo, dejó una obra narrativa llena de ironía, humor e ingenio que ha pasado a la posteridad por su elegante brevedad
3 julio, 2021 00:10En el cumpleaños número cien de Augusto Monterroso (1921-2003), la celebración habría que hacerla no con una gran tarta sino con un breve pastel. Y en vez de con cien velitas con una sola, a ser posible curva, tal que así: C. El conciso numeral romano, un círculo sugerido en su elipsis. Porque el escritor guatemalteco nacido en Honduras y residente en México desde 1944 hasta su muerte, uno de los más destacados autores hispanoamericanos del siglo XX, creó una obra no muy extensa que a la postre ha quedado en el recuerdo del público, con una muy injusta sinécdoque, como la del cuento más sucinto del mundo, ese con el que es imposible acogerse al derecho de cita sin abusar y acarrearlo entero, aun copiando tan poco: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía seguía allí”. Es un cuento de una sola línea que hay que leer entre líneas, toda una lección de literatura.
Monterroso vio la luz en Tegucigalpa, la capital hondureña, pero además de vivir allí sus primeros años pasó la infancia y juventud en Guatemala, de donde era su padre. Por motivos políticos tuvo que exiliarse en México cuando este ofrecía su hospitalidad a personas de todo el mundo, como Trotsky y los españoles republicanos antes, los colombianos Álvaro Mutis y Gabriel García Márquez en su época, o el chileno Roberto Bolaño después. En México hizo su carrera y se convirtió en un escritor más de aquel país, habitante de la capital de la edición en español de Norteamérica, como Buenos Aires lo era en Sudamérica o como Barcelona, en tiempos del Boom y no en la del Catapún nacionalista, lo fue en Europa.
Su nacimiento tuvo lugar en una fecha más o menos capicúa, casi un palíndromo: el 21 del 12 del 21. Es curioso, porque fue siempre un gran partidario de los palíndromos (palindromas los llamaba). Uno, muy conocido y que él reproduce en alguna página suya en que cita varios, es este: “Dábale arroz a la zorra el abad”. Le encantaban, efectivamente, no solo los juegos conceptuales sino también los de palabras. En “Onís es asesino” se ocupa de ellos y repasa precedentes de Villamediana, Calderón, Gracián o Villaurrutia, sin olvidar a Julio Cortázar, autor de “Átale, demoniaco Caín, o me delata”. Ese carácter lúdico se manifiesta igualmente en casi todos sus escritos, muchos de los cuales transitan las aguas intermedias del relato y del ensayo, como el delicioso “Estatura y poesía”, donde cita a su apócrifo Eduardo Torres con genial ironía: “Los enanos tienen una especie de sexto sentido que les permite reconocerse a primera vista”. Hay que señalar, antes de acusarlo de crueldad, que él mismo era bajito y, como aclara en la misma narración o lo que sea, “desde pequeño fui pequeño”.
Obras completas (y otros cuentos), de 1959, fue su estreno como autor publicado, más allá de una plaquette con dos pares de cuentos que le sacó Juan José Arreola en la colección que dirigía. Pero además de varios volúmenes de prosa también cultivó, y esto es menos desconocido, poesía, aunque luego la abandonó por el gran respeto que sentía hacia ella. Lo ha demostrado Alejandro Lámbarry, que ha tenido acceso a los archivos de Princeton y Oviedo (Bárbara Jacobs, viuda de Monterroso, hizo un importante legado a la universidad asturiana) y ha hallado allí décimas y sonetos inéditos y una silva, “La Sibila”, que publicó en 1949 en la revista América.
En aquel libro inaugural, el protagonista de “Leopoldo (sus trabajos)” está inspirado en él mismo, usuario de biblioteca, y, sobre todo, en el aprendiz de escritor que se bloqueaba. Creía entonces que para hacer un cuento había que saberlo todo sobre el tema. Según él, “como es natural, esto me llevaba a no terminar nunca nada que emprendiera, con lo que fui acercándome peligrosamente al antiguo arquetipo del escritor que no escribe”.
La oveja negra y demás fábulas es de 1969. Sus fábulas no aleccionan a un educando pasivo; exigen, por el contrario, la inteligencia activa del lector. Escribió bastantes más de las publicadas, pero el rigor y la autoexigencia le hicieron rechazarlas. Para completar el volumen y que tuviera dimensiones aceptables, este se vio enriquecido por las ilustraciones del pintor y editor Vicente Rojo, fallecido este año. A Monterroso le es cara la ruptura de la lógica, buscarle la vuelta a la realidad superficial.
En “El Conejo y el Léon” muestra a un psicoanalista que deduce en una tesis muy celebrada lo siguiente, tan chocante: “El León es el animal más infantil y cobarde de la Selva, y el Conejo el más valiente y maduro: el León ruge y hace gestos y amenaza al universo movido por el miedo; el Conejo advierte esto, conoce su propia fuerza, y se retira antes de perder la paciencia y acabar con aquel ser extravagante y fuera de sí, al que comprende y que después de todo no le ha hecho nada”. Hablando de su libro de fábulas y abundando en el tema de la brevedad, rememoró: “Por desgracias, no encontré editor que quisiera publicar un libro con seis u ocho textos de dos o tres páginas cada uno, de manera que me vi en la necesidad de añadir mucha basura destinada a los espíritus selectos que saben apreciarla”.
“La tela de Penélope o quién engaña a quién” juega también con la parodia y la paradoja, dándole la vuelta a la historia conocida, incluido el adagio sobre el descuido al que todos estamos expuestos: “De esta manera ella conseguía mantenerlo alejado mientras coqueteaba con sus pretendientes, haciéndoles creer que tejía mientras Ulises viajaba y no que Ulises viajaba mientras ella tejía, como pudo haber imaginado Homero, que, como se sabe, a veces dormía y no se daba cuenta de nada”.
Antes de que la corrección política se desmadrara y nos sumiera en el pozo tontorrón en que bogamos hoy, Monterroso, hombre no sospechoso de ser de derechas, escribió en “Cómo acercarse a las fábulas” (La palabra mágica): “Si no fuera malo, el mundo se regiría por las fábulas de Esopo; pero en tal caso desaparecería todo lo que hace interesante al mundo, como los ricos, los prejuicios raciales, el color de la ropa interior y la guerra; y el mundo sería entonces muy aburrido, porque no habría heridos para las sillas de ruedas, ni pobres a quienes ayudar, ni negros para trabajar en los muelles, ni gente bonita para la revista Vogue”. ¿Hablaba en serio o bromeaba? Más literatura es si no nos queda claro este extremo.
Como una serpiente (solo con el veneno de la literatura), Monterroso cambiaba de piel de un libro a otro, cada uno escrito con una técnica y hasta con una suma de técnicas, como esos en los que combina cuentos, ensayo, memoria. Es lo que le sucedió a Joyce (muy hermoso es el recuerdo que el guatemalteco hace de su visita al cementerio de Zúrich donde reposan los restos del irlandés): que no solo construyó cada libro con un distinto procedimiento sino que en el más emblemático de ellos, Ulises, introduce una forma de narrar diferente en cada capítulo (por cierto, que Monterroso siempre manifestó su admiración por Joyce y en particular por el monólogo de Molly Bloom con el que se cierra la novela de 1922).
Siempre reinventándose y haciendo pocos libros, pero distintos, Monterroso fue publicando Movimiento perpetuo (1972), Lo demás es silencio. La vida y la obra de Eduardo Torres (1978), el ya citado Viaje al centro de la fábula (1982) y La palabra mágica (1984). Recibió por ellos importantes galardones. Las ilusiones perdidas: antología personal le valió el Premio Xavier Villaurrutia en 1975. Otros premios que ganó su talento fueron el Magda Donato, el Juan Rulfo (hoy Premio FIL de Literaturas Romances) y, antes de su muerte, el Príncipe de Asturias de las Letras. Para desmentir que nadie es profeta en su tierra, Guatemala le concedió el Premio Nacional Miguel Ángel Asturias en 1997.
Él no hacía alarde de lo minúsculo, y lo sobrellevaba como una fatalidad, lo mismo que su propia (baja) estatura. En cierta ocasión escribió que “el escritor de brevedades nada anhela más en el mundo que escribir interminablemente largos textos”. No obstante, defendía el cuento, su validez intrínseca, como un adelantado de Juan Casamayor, el editor de Páginas de Espuma (casa especializada en cuento), aún más bajito que él, donde han aparecido libros que siguen explícitamente su estela: Por favor, sea breve. Antología de relatos hiperbreves en edición de Clara Obligado y con la figura de un dinosaurio demediado en la cubierta, una secuela de esa antología también con ilustración del reptil del Mesozoico, y El fin de los dinosaurios, libro póstumo de microrrelatos de Javier Tomeo.
En su libro Safari accidental Juan Villoro recuerda del taller de cuento que impartía Monterroso y al que él asistió un conjunto de lecciones que él ordena en forma de decálogo (como guiño a su maestro, de doce puntos). El undécimo reivindica esta forma breve: “Los novelistas son aprendices de cuentistas, pero no al revés. El cuento no es una preparación para otro género”. Carlos Fuentes lo definió como un destilado de la mejor prosa escrita en la América Latina del siglo XX: “Lo que a unos nos tomaba cien páginas a él le tomaba una frase”. Su timidez, su retraimiento, su parquedad, pueden estar explicados en esta respuesta contenida en una de las entrevistas que conforman Viaje al centro de la fábula: “Probablemente yo me haya estado disfrazando de hormiga por el temor de presentar demasiado blanco ante el público o ante mis amigos”.
Amigo de las paradojas, ese incentivo del humor, en “Milagros del subdesarrollo” (La vaca) recuerda su adolescencia como usuario constante de la Biblioteca Nacional de Guatemala. Y ahí va el prodigio: “La Biblioteca era tan pobre que sólo contaba con libros nuevos. Constituyó una suerte para mí que su presupuesto fuera tan escaso como para que no pudiera darse el lujo de adquirir libros malos, es decir, modernos”. Detestó también los clichés, la artrosis del lenguaje. En “Míster Taylor” describió: “De un salto (que no hay para qué llamar felino)”.
No le faltó mirada crítica a su entorno. En un aforismo sobre la explosión demográfica atribuido a Torres en Lo demás es silencio observó con ironía, con ese humor a menudo triste que lo caracteriza: “La mayoría de los países hispanoamericanos, por una razón o por otra, están llenos de niños, adultos y muertos. A medida que los primeros se van convirtiendo en adultos, empeoran; al contrario de lo que por lo común sucede entre nosotros con los segundos, que mejoran a medida que van convirtiéndose en los últimos”.
Nótese que cultivó el aforismo aunque fuera a través de Torres, sabio de provincia y bobo universal. Lo minúsculo estaba en consonancia con él, no en vano escribió que “tres renglones tachados valen más que uno añadido”. Bromeando, dijo de sí mismo que era “más bien un escritor breve, tan breve que ya ni escribo libros de bolsillo, sino que soy escritor de bolsillo”. También sobre la concisión dejó esta perla: “Julio César inventó el telégrafo 2000 años antes que Morse con su mensaje: Vine, vi, vencí”.
Aunque Monterroso fue amigo de falsos decálogos, generalmente tocados por la ironía y a veces jugueteando con el absurdo, e impartió clases de cuento y hasta proyectó redactar un libro sobre el género, jamás se deslizó hacia el dogmatismo o la teorización académica, ventajas de haber abandonado la educación primaria a los once años (aunque luego se arrepentiría de ello).
Juan José Arreola y Julio Torri, por nombrar solo dos autores del ámbito mexicano, ya habían publicado microrrelatos cuando Monterroso hizo lo propio, pero hay que destacar que este último, por un lado, se ha llevado la palma de la brevedad y que, por otra parte, la brevedad es consustancial a él, incluso en la extensión de sus libros, si bien sus relatos pueden superar la veintena de páginas. Monterroso es el maestro de lo breve por antonomasia. Su influencia ha sido enorme. Por más que despertara el dinosaurio del cuento, se le puede aplicar el refrán: “Cría fama y échate a dormir”.