Retrato de Juan Antonio Masoliver Ródenas en la terraza de su casa en Masnou / LENA PRIETO

Retrato de Juan Antonio Masoliver Ródenas en la terraza de su casa en Masnou / LENA PRIETO

Letra Clásica

Juan Antonio Masoliver: "Barral era muy simpático, pero también un cantamañanas"

El crítico literario, que acaba de publicar un libro de memorias sobre su infancia en el Masnou, repasa sus relaciones con los escritores del ‘boom’ y los editores de Barcelona

8 junio, 2020 00:10

Poeta, novelista y crítico literario, Juan Antonio Masoliver Ródenas fue catedrático de literatura española y latinoamericana en la Universidad de Westminster de Londres. Hablar con él es recorrer la historia literaria en lengua española de los últimos cincuenta años. Acaba de publicar Desde mi celda (Acantilado), un libro en el que regresa a su infancia en Masnou, su pueblo, al que ha vuelto para reconstruir un periplo vital marcado desde muy temprano por la literatura, la escritura y la lectura. 

–El título de su libro remite a Bécquer, pero también evoca a Montaigne. ¿El espacio cerrado, alejado del mundanal ruido, es el espacio natural de un escritor?

–Diría que no y, en efecto, para mí no lo ha sido. En Inglaterra, donde estuve viviendo durante cuarenta años, escribía en los pubs. Entonces, podía escribir en cualquier parte, no necesitaba encerrarme. Con el paso del tiempo la sociedad literaria ha acabado por cansarme, y ha sido principalmente este cansancio, y no la necesidad de recluirme para escribir, lo que me ha hecho volver al Masnou, donde nací. Hay mucho canto a la soledad en literatura, pero, como te decía, no necesariamente se necesita estar solo para escribir. De hecho, si bien ahora me he retirado aquí y me gusta la soledad, cada día voy al bar La Calandria para escribir y leer.

Retrato de Juan Antonio Masoliver Ródenas en su casa de Masnou / LENA PRIETO

–¿Se siente más libre a la hora de escribir lejos del mundo literario?

–Mucho más. El contacto con otra gente contamina y te hace perder el tiempo. En lugar de hablar de literatura terminas por criticar a uno y a otro, te vuelves mezquino. Por eso me gusta vivir aquí, junto a mis libros y a mi mujer. 

–¿Desde mi celda es un libro de memorias atípico?

–Yo diría que no es un libro de memorias, a menos no como se suele entender. Es cierto que cuento parte de mi vida, pero lo hago con el propósito de que el lector se entretenga, no para hablar simplemente de mí. De ahí que el libro adopte la forma de una novela. No quiero presumir de la vida que he llevado, porque no es mejor que la de muchos otros. Eso sí, he tenido la posibilidad de estar en sitios curiosos y de conocer a gente interesante. Y esto es lo que narro, a través del humor y de la reflexión. La gente esperaba que Desde mi celda tuviera esa mala leche que me define, que fuera un texto en el que criticara a mucha gente… pero no es esto, no lo es en absoluto. 

–¿Es un canto a Masnou y un libro sobre sus recuerdos de infancia?

–En mi vida hay tres Masnou: el que conocí siendo niño, el que vi desde lejos mientras estaba en Londres y en el que vivo ahora. Con este libro quiero hacer una especie de homenaje a la infancia y reflexionar sobre cómo ésta marca a los seres humanos una vez que llegan a la edad adulta. Intento no caer en la nostalgia. No me interesa llorar por el Masnou que fue y que ya no existe; lo que buscaba era describir cómo ha ido cambiando la ciudad a partir de mi relación con ella a través de los años. 

–El Masnou de las vacaciones de su infancia contrasta con la Barcelona burguesa y franquista en la que se educa.

–Fui a Barcelona a los nueve años, mi primera infancia es masnouense. Yo llegué a la Ciudad Condal para vivir en casa de una familia burguesa que estaba en el centro y estudiar en los escolapios. Cuando me instalé ahí mi vida cambió por completo. Barcelona no me gustó demasiado y, en realidad, sigue sin gustarme. No entiendo las apologías en torno a esta ciudad, en la que comencé a relacionarme con gente de una clase social que nada tenía que ver con la que yo frecuentaba en el Masnou. 

–Barcelona fue la ciudad de sus inicios literarios.  

–A pesar de que, como cuento en uno de mis libros, en el colegio de los escolapios conocí lo que es la pederastia, debo reconocer que tuve profesores muy buenos que estimularon mis intereses literarios y me animaron a escribir en la revista de colegio. Empecé en Masnou a escribir poemas imitando a mi hermano mayor, pero fue en Barcelona donde comencé no solo a escribir, sino a ser consciente de que me gustaba la idea de ser escritor. 

El libro de Juan Antonio Masoliver Ródenas 'Desde mi celda' / LENA PRIETO

–En La inocencia lesionada relata el episodio de los abusos que sufrió de niño.

–El hecho que narro en ese libro es, efectivamente, duro, pero traté de no dramatizarlo y de entender, aunque no sé si es posible, al pederasta, que es un ser humano como yo, solo que enfermo. En el fondo, los pederastas dan pena: son hombres condenados a una serie de torturas que viven con el miedo a que los descubran. Hay que darse cuenta de lo contradictoria puede llegar a ser la naturaleza humana; tan contradictorio como lo era aquel hombre, un buen profesor que, sin embargo, se excedió conmigo. Hay gente a la que los abusos les afectan toda la vida. No ha sido mi caso. Yo tuve una mala experiencia, pero no borra las buenas cosas que viví en mi infancia. 

–Se formó en la universidad de Barcelona de Blecua, Riquer, Vilanova… 

–La mayoría de la gente, de forma irreflexiva, destaca lo horrible que era la universidad en aquellos años. Es cierto que estábamos en pleno franquismo y, por tanto, la enseñanza se encontraba mutilada y dependía de lo que dictaba el régimen; entre otras cosas, la obligatoriedad de las clases en español. Es cierto también que había profesores enchufados. Dicho esto, yo quiero recordar a los buenos profesores que tuve, que no fueron pocos. No se puede denigrar por completo la universidad de aquellos años, había excelentes docentes. Ahora la cosa está peor, al menos en mi opinión, en parte por la fragmentación de las distintas facultades.

–Usted estudió Filosofía y letras, una carrera que ya no existe.

–Efectivamente. Fue en las aulas universitarias donde encontré la motivación para estudiar italiano y francés, y fue allí donde recibí la formación que me marcaría en los años siguientes. No puedo quejarme de la educación recibida, pero tampoco del ambiente en el que crecí. ¿La educación era más represiva? Sin duda, empezando por la de los padres. Esto no quita que mi hermano y yo nos convirtiéramos en unos gamberros de campeonato. Nos escapábamos de los ejercicios espirituales en moto, los profesores nos querían echar del colegio. Me salvaba casi siempre porque era un niño despierto que leía mucho. Recuerdo que estuve dos semanas sin ir al colegio. Normalmente cuando faltaba a clase, a escondidas de mi padre, falsificaba su firma, pero en esta ocasión, puesto que eran muchos días seguidos, me pillaron. Los curas llamaron a mi padre que, aunque era muy severo, no me riñó. Y el director del colegio, que era el que me protegía y me animaba a escribir, me castigó obligándome a escribir dos poemas en el periódico escolar. Uno tenía que ser sobre la primavera y el otro, sobre los padres.

–En el libro compara a su maestro, Martí de Riquer, con su editor Jaume Vallcorba. Define a ambos como dos eruditos. 

–Es que lo eran. Además, eran también muy amigos. Vallcorba le publicó varios libros a Riquer, que, siendo ya muy mayor, no salía de casa. Recibía con mucha frecuencia la visita de su editor, que iba a tomar un whisky con él. Riquer nunca perdonaba ni su whisky ni su pipa. En los últimos años dejó de investigar y comenzó a leer mucha novela policiaca. Recuerdo perfectamente que sus clases tenían algo de policiaco: él era muy buen narrador y sabía crear un clima de intriga entre sus alumnos, mientras daba golpes secos contra la mesa con su brazo de madera. Vallcorba siempre le fue muy fiel y le publicó libros que, de otra manera, no habrían encontrado editor. 

Juan Antonio Masoliver Ródenas comenta su infancia / LENA PRIETO

–En su libro afirma que gracias a Herralde, Beatriz de Moura y Vallcorba se leyeron unos libros en España que de otra manera no hubieran llegado.

–Así fue. Lo que pasa es que yo viví mucho tiempo en Londres, donde encontraba todo. Leía directamente tanto en inglés como en francés y en italiano, no tenía necesidad de la traducción. Pero, más allá de mi experiencia, como crítico literario sí que he notado la influencia que tuvieron los catálogos de Tusquets, Anagrama y los de Vallcorba, que era un hombre mucho más erudito. Anagrama tenía una agente en Londres que le recomendaba a Herralde qué títulos en inglés podía ser interesante publicar.

–Llega a Londres cuando sustituye a París como centro literario europeo.

–Sí, cuando yo llegué a la capital inglesa allí vivían casi todos los escritores, sobre todo hispanoamericanos, que antes habían pasado por París, entre ellos Vargas Llosa y Cabrera Infante. En Londres conocí muchísimos escritores latinoamericanos y, gracias a esto, me fue luego muy fácil viajar a México y Argentina. Conocí a Cortázar y a Octavio Paz, del que fui gran amigo; a Vargas Llosa, a Monterroso y a Cabrera Infante. Londres era una ciudad libre. Recuerdo que, nada más llegar, se celebró en Hyde Park un homenaje a Brian Jones, uno de los componentes de The Rolling Stones, que murió ahogado en una piscina, según muchos, por culpa de Mick Jagger, que estaba celoso. Éramos miles de personas ahí reunidas y todo el ambiente olía a marihuana. 

–Ha mencionado a Octavio Paz como uno de sus amigos. Hábleme de Cabrera Infante y Augusto Monterroso.

–Cierto. Recuerdo que una vez invité a casa a varios escritores, entre los que estaba Monterroso, que era procastrista, y Vargas Llosa, que era un convencido anticubano. Afortunadamente, no pasó nada. Sobre Monterroso escribí mucho y siempre que iba a México iba a verlo a su casa. Ahora mantengo una fuerte amistad con Barbara Jacobs, su viuda; de hecho, Sònia, mi mujer, está ahora en México terminando un libro sobre el pintor Vicente Rojo, que es el actual marido de Barbara. Vicente era amigo de Monterroso y, cuando murió, todos los amigos aceptamos con naturalidad que Barbara iniciara una relación con él. 

Juan Antonio Masoliver Ródenas durante la entrevista con Letra Global / LENA PRIETO

–¿No tiene la impresión de que Cabrera Infante es un autor que hoy apenas se lee?

–Nunca fue un autor muy leído, pero no es el único escritor del boom que ha quedado medio olvidado. Ya no se habla de Cabrera Infante, pero tampoco de Carlos Fuentes o de José Donoso. Y más de uno comienza a cuestionar la valía de Rayuela, una novela que mi generación leyó con devoción. Nadie recuerda a Antonio Cisneros, un poeta peruano muy bueno que, junto a Monterroso y Cabrera Infante, fue de mis mejores amigos en Londres. Desde un punto de vista literario, Cisneros me influyó mucho.

–Otro nombre clave es Vargas Llosa. Usted escribió un ensayo sobre Los cachorros.

–Sí, aunque no es el único texto que he dedicado a Vargas Llosa. De he hecho, he escrito más de un artículo sobre su obra y él, más de una vez, me ha dicho que soy un experto. Pero no, yo sólo soy crítico literario. De todas formas, es cierto que he leído todo cuanto ha escrito y, cuando comenzó a preparar sus obras completas, Vargas Llosa pidió que yo colaborase en la edición. Como te decía, he seguido de cerca su carrera y sigo leyéndole, a pesar de que no me gusta mucho lo que hace ahora. Las últimas dos grandes novelas de Vargas Llosa fueron La guerra del fin del mundo y La fiesta del chivo. Las otras no son comparables. Evidentemente, no es un mal escritor, pero sus últimos trabajos nada tienen que ver con los anteriores. Él es consciente. No se puede comparar lo de ahora con sus primeros libros, aunque los críticos caemos en este error: comparamos lo que escribe un escritor en el presente con lo que ha escrito antes. Yo intento no caer en esto y pararme en cada nuevo libro como si no hubiera ninguno antes. De todas maneras, lo que es indudable es que Vargas Llosa ya no escribe como antes. Además debo decir que me da un poco de pena ver cómo, a sus ochenta y tres años, va de la mano de la Preysler y sale en las revistas. Me parece un poco ridículo, la verdad. 

Juan Antonio Masoliver Ródenas opina durante la entrevista con Letra Global / LENA PRIETO

–A usted Cien años de soledad y García Márquez no terminaron de convencerle. 

–No le criticaba a él como escritor, solamente decía que me parecía que El coronel no tiene quien le escriba, Crónica de una muerte anunciada y Relato de un náufrago eran superiores a Cien años de soledad. Cuando escribí una reseña sobre su primer libro de memorias, Vivir para contarla, subrayé esta idea, que en parte él mismo compartía. Cien años de soledad es un gran libro. Sería una tontería decir que es malo. Pero es una novela con muchos trucos para seducir al lector. 

–La leyenda, luego desmentida, dice a Barral tampoco le entusiasmó.

–Barral fue el que apostó por Vargas Llosa publicando La ciudad y los perros y premiándola con el Biblioteca Breve. Sin embargo, después, cuando Seix Barral se rompió y Barral se quedó solo, las cosas cambiaron. Recuerdo a Vargas Llosa diciéndome que cada salida para ir al cine con sus hijos equivalía a veinte ejemplares vendidos y que no podía permitirse el lujo de seguir publicando con Carlos Barral, que había fundado entonces una nueva editorial, Barral Editores. Barral era muy simpático, pero también un cantamañanas que no siempre se leía los manuscritos. Recuerdo que, una vez coincidimos en el jurado de un premio y él, de entre todos los escritores candidatos, solo hablaba de uno, un poeta.  Entendí en seguida de qué iba la cosa: era el único de los autores que había leído y era su amigo. Los demás, que habíamos leído las obras que optaban al premio, lo desarmamos. Finalmente se premió a Álvaro Pombo. Tengo muchas anécdotas con Barral, a quien conocí cuando tenía dieciocho años.

–¿Cómo se conocieron?

–De una manera un tanto curiosa. Estaba haciendo autostop y un coche se paró para recogerme. Lo conducía Barral. Me pareció en seguida muy simpático, una persona muy singular. Como editor tenía un equipo muy bueno que le asesoraba, pero cuando montó Barral Editores ya no tenía ni ese equipo ni tampoco el dinero que tenía en los años de Seix Barral, así que terminó como terminó. 

Juan Antonio Masoliver Ródenas opina sobre el mundo literario para Letra Global / LENA PRIETO

–En su libro relata la vida literaria en la Barcelona de la Generación del 50. 

–Esa generación fue muy importante en Barcelona, pero sobre todo por la poesía. Aquí estaban José Agustín Goytisolo, Gabriel Ferrater, Gil de Biedma o Gimferrer. La novela estaba en Madrid, donde vivían los escritores de moda, como Cela o Umbral. A propósito de Gil de Biedma, en un homenaje que se le hizo después de su muerte, dije que era uno de los pocos que no fardaba de ser su amigo, pues solamente lo había visto cuatro veces, pero sin intercambiar palabra alguna. Y eso que él sí quería verme. Tras leer un artículo que le había dedicado me escribió una carta en la que me agradecía el texto y me animaba a quedar con él y conocernos. Nunca nos vimos. Volviendo al homenaje, al final del acto, se me acercó su hermana y me dijo: “Menos mal, eres la única persona que ha reconocido que no era amigo de Jaime”. 

–En Desde mi celda señala que en Londres conoció la literatura hispanoamericana y que ahora le interesa más que la española.

–Dejando de lado los clásicos españoles, es cierto que desde hace muchos años me siento más identificado con la literatura que se hace en Latinoamérica porque es más libre. En México y Argentina entienden muy bien lo que hago y se sienten próximos a mi literatura. En España tengo la impresión de que no terminan por comprenderme, pero no me sorprende: ¡si ya les cuesta comprender a Vila-Matas! Lo latinoamericano, desde  Londres, me fascinó y despertó mi interés. 

–Dos de los autores que más le interesan son Pitol y Piglia.

–Pitol es el autor más respetado que leído. Vila-Matas y yo éramos sus amigos. Una persona entrañable y un gran escritor. Sus cuentos son formidables, aunque para mí su mejor trabajo es El arte de la fuga. Definiría a Pitol como un sabio distraído. Por lo que se refiere a Piglia, era un gran amigo y estuve en contacto con él casi hasta el final: me enviaba mails que, evidentemente, él no escribía, puesto que ya no podía y me contaba cómo estaba. Murió de una enfermedad terrible. La última vez que lo vi fue con Cristina Fernández Cubas; ya no podía hablar, tenía afasia, estaba medio sordo. Tenía un secretario bueno que traducía todo lo que él decía, pues era casi imposible entenderle. No perdió en ningún momento la lucidez y, de hecho, leyó los últimos textos que le dediqué en ocasión de la publicación de sus Diarios, que fueron las obras con las que el gran público comenzó a celebrarlo, si bien su mejor novela es Respiración artificial.

Retrato de Juan Antonio Masoliver Ródenas en su despacho en el Masnou / LENA PRIETO

–Usted define a Vila-Matas y a Alan Pauls como “aventureros de la narrativa”. ¿La mejor literatura es obliga a correr riesgos? 

–Sin duda. Por esto, Enrique y yo nos entendemos muy bien. Él entiende mi obra y, de hecho, me ha presentado más de un libro. Junto a Vila-Matas y a Pauls, también citaría a Eduardo Lago, aunque no me cayó bien de inmediato, puesto que, nada más conocerme, me dio su libro por si quería reseñarlo. Nunca comento ningún libro cuyo autor me haya pedido antes que lo comentara. Por eso me cayó mal Eduardo. Sin embargo, comencé a leerlo y me interesó de inmediato. Respeto su obra. Nos volvimos a encontrar varias veces y entablamos una buena amistad. A Pauls le conozco también desde hace tiempo, es un gran escritor y un brillante ensayista. Los escritores latinoamericanos se formaron con una libertad estética mayor que los escritores de aquí. La literatura española, a excepción de Vila-Matas y pocos más, es muy formal. Si se critica a Vila-Matas es porque en España se sigue haciendo narrativa tradicional. Hay escritores buenos, como Marsé o Martínez de Pisón, pero una cosa no quita la otra.

–Me ha sorprendido no encontrar en su libro a Roberto Bolaño.

–Casualidad. Revisando mi archivo, la correspondencia que he mantenido con muchos escritores a lo largo de estos años, he encontrado la única postal que me envió Bolaño. En ella, me trata de usted y me da las gracias por la reseña de La literatura nazi en Hispanoamérica. Cuando la publiqué, casi nadie había leído a Bolaño. Me lo recomendó Gimferrer y me entusiasmó. Tengo por norma no contestar a los escritores que no conozco y me dan las gracias por mi reseña. No lo hago porque normalmente este gesto de agradecimiento no deja de ser un intento de conseguir mi amistad para que, cuando publiquen su segundo o tercer libro, vuelva a escribir de forma positiva. Siguiendo esta norma, no le contesté a Bolaño. Eso sí, seguí escribiendo sobre él y recomendé Nocturno chileno a un editor inglés que, cuando se decidió a publicarlo, montó una cena en la que finalmente conocí a Roberto y le expliqué el porqué de mi silencio. Ya estaba muy enfermo, pero comenzamos a intercambiamos mails, pero no puedo decir que fuéramos amigos.