La huella cultural de los 'beatniks'
Anagrama edita los cursos que Allen Ginsberg dictó sobre la ‘Generación Beat’ en el Naropa Institute, donde el poeta analiza la génesis y la literatura de la contracultura
16 octubre, 2021 00:10Detrás de cualquier rebelde –tenga o no una causa que lo ampare– siempre habita un místico. Y viceversa: los espíritus realmente libres que en algún momento han viajado al territorio del De Profundis, como diría Oscar Wilde, emulando el célebre salmo bíblico, acostumbran a tomar distancia de los hábitos, costumbres y valores de la mayoría del rebaño. Es ley de vida: aceptar la mayor sin ejercer la crítica implica renunciar a pensar. Y esto, en cierto sentido, es equivalente a suicidarse en vida. Si algo caracterizó a la contracultura norteamericana de mediados del pasado siglo fue justo lo contrario: el superlativo, vehemente y salvaje sentimiento de vivir las experiencias que, igual que un libro abierto, ofrece la existencia.
En contra de la etiqueta que la sociedad de orden –hablamos de la Norteamérica de los años cuarenta y cincuenta– adjudicó a los jóvenes bohemios que esos años se salieron de la fila que conducía al materialismo consumista y a la decentísima (o quizás no tanto) vida de familia, que los consideraba delincuentes y violentos, los beatniks, soldados de sí mismos, fascinados con llevar la contraria, predicaban (y practicaban) una forma de religiosidad que, aunque se inspiró en las primitivas creencias orientales (el budismo, la cultura zen), era sustancialmente profana.
“[…] Las únicas personas para mí son los locos, los que están locos por vivir, locos por hablar, locos por salvarse, deseosos de todo al mismo tiempo, los que nunca bostezan ni dicen algo vulgar, sino que arden, arden, arden como fabulosas velas romanas amarillas explotando como arañas a través de las estrellas y en el medio se ve la luz central azul explotar y todos dicen: ¡Awww!”, escribió Jack Kerouac en On the Road (1957), la novela germinal de aquella generación que no quería vivir igual que sus padres ni tampoco como los hijos que –entonces– todavía no habían tenido.
Ellos eran su fin y su principio. Sencillamente aspiraban a vivir sin ataduras ni obligaciones. A su aire. Tiene lógica, por tanto, que los hipsters –un término que todavía se utiliza como sinónimo de alternativo, pero que procede de la jerga de los afroamericanos de los años cuarenta, entregados a los ritmos del jazz– terminaran fundando una suerte de iglesia cuyo mandamiento fundamental lo enunció Bob Dylan, uno de sus mejores discípulos, aquel día que dijo: “Lo único que puedo hacer es ser yo mismo, sea quien sea”. Cualquier religión, sobre todo las que aspiran a abolir a las anteriores, requiere una teogonía y, por descontado, contar con un profeta eficaz. Necesita además un relato sagrado que explique cómo nació el mundo, se formó la constelación de sus dioses particulares y recoja una relación de hazañas. Una señora epopeya.
Aquí es donde entra en escena Allen Ginsberg, el Herodoto de la Beat Generation. Autor de un poemario fundacional –Howl–, el equivalente en verso (libre) a la novela de Kerouac, el escritor de Newark, homosexual militante, activista infatigable y colosal relaciones públicas –la fundación que custodia su legado acabó convirtiéndose en un Trust– es, en términos políticos, el gran divulgador de la obra (colectiva) de sus iguales. Sin él no habría Generación Beat. Cada uno de los miembros del movimiento –el grupo fundacional de Nueva York, creado entre la Universidad de Columbia y los bares y callejones traseros de Times Square; los sonrientes poetas del renacimiento de San Francisco y el núcleo secreto de Black Mountain– escribió a su aire, aunque buena parte de ellos compartieran determinados presupuestos comunes.
Bob Dylan y Allen Ginsberg leen On the Road junto a la tumba de Jack Kerouac
Es Ginsberg quien dota de una unidad –sobre todo teórica– a estas ramificaciones, creando así el árbol completo de la literatura contracultural a partir de arbustos, frutales, palmeras y colosales secuoyas. Todos juntos forman un bosque, pero cada especie es distinta. La editorial Anagrama edita ahora en español el tratado de botánica elaborado por Ginsberg para describir el ADN de esta selva gloriosa.
Las mejores mentes de mi generación. Historia literaria de la Generación Beat no es ni un tratado académico ni un manifiesto (a posteriori) de las peripecias de aquellos salvajes. Se trata, más bien, de una crónica oral de libros y escritores, un retrato de época, el intento de atrapar el zeitgeist de una América que salía victoriosa de la Segunda Guerra Mundial y aún estaba lejos de Vietnam y la irrupción del movimiento hippie. Entre la posguerra y la era de Acuario.
El poeta Gregory Corso
El libro está construido a partir de la recopilación que Bill Morgan, documentalista personal de Ginsberg, ha hecho de todas las conferencias que el poeta de New Jersey impartió, entre finales de los setenta, los ochenta y los años noventa, en el Naropa Institute, una universidad budista de Boulder (Colorado), y en el Brooklyn College. Es el relato oficial del canon literario Beat. Una visión desde dentro, subjetiva y confesional. También limitada, pues no analiza –por falta de tiempo docente– a los poetas de la Coste Oeste ni tampoco a los de Carolina del Norte.
Ginsberg se concentra en el núcleo fundacional del movimiento –incluidos aquellos que negaban su existencia– y en la trayectoria de sus grandes evangelistas, en los que autobiografía y literatura se convirtieron en sinónimos: él mismo, Gregory Corso, William Burroughs y el autor de Visions of Cody, probablemente un libro más importante –y menos influyente– que On the Road para entender el significado cultural de los beatniks, desdibujado en favor de la habitual y previsible lectura sociológica. El testimonio de Ginsberg sobre su generación tiene un doble valor: histórico, pues aporta luz sobre las zonas de sombra que acompañan a los movimientos que surgen en los subterráneos de la cultura, al principio como pulsión juvenil, más tarde como una corriente del mainstream: y documental, al recoger las referencias (literarias, musicales, ideológicas y sentimentales) que alimentaron la hoguera de esos años, consumida por el paso del tiempo.
Lejos de ser una narración arqueológica –la mayoría de los beatniks son ilustres difuntos o abuelos– la historia de estos pioneros resulta insólitamente contemporánea. Ha cambiado el contexto cultural –antes era la sociedad de consumo; ahora es el universo digital– pero no el sustrato que la mantiene con vida. En los años cuarenta y cincuenta el uso de las drogas, la devoción por la pornografía o el interés por la afiladísima cultura de los bajos fondos eran tan anatemas como pueden serlo hoy los discursos que cuestionan el feminismo, la ecología o el pacifismo, principios defendidos por los beats más institucionalizados.
Probablemente, de haber surgido en estos momentos, los beatniks serían acusados de retrógados, del mismo modo que en sus últimos años de reclusión en Florida, Kerouac –alcoholizado y encerrado en una cabaña– era adjetivado de machista. Es el signo de todas las épocas dogmáticas: no toleran ningún tipo de disidencia con independencia de los principios que la inspiren. En el fondo, todo se reduce a un interesado espejismo. La filosofía beat no defendía tanto la liberación social –en su caso especialmente sexual y política– como la libertad mental. Una existencia al margen de las convicciones dominantes. Que éstas sean ahora distintas, y en apariencia coincidentes con la herencia de los sesenta, no anula, sino más bien confirma, el viento que impulsa el barco errante de la contracultura. Y no es, ni de lejos, la filosofía de la cancelación.
William Burroughs y Jack Kerouac en el apartamento de Ginsberg en el Nueva York de los años 50
Ginsberg lo explica en sus charlas: “¿Qué ocurriría si todo el mundo dijera y escribiera en público lo que piensa en privado?”. Sin duda en estos momentos, igual que entonces, provocaría un escándalo. En esto consiste la actitud beatnik: en no renunciar a la honestidad íntima, con independencia de lo que opinen los demás, dicte la comunidad e imponga el santoral. Ante sus alumnos, Ginsberg no practica los eufemismos políticamente correctos –se define a sí mismo como “maricón”; llama “negros” a los afroamericanos, no inventa nombres para designar la realidad– y tampoco cae en la tentación del victimismo. No tiene motivo para hacer teatro: los escritores contraculturales no tenían necesidad de reivindicar ningún orgullo en favor de su condición personal –algo que, en el fondo, es una manera de mendigar la aceptación de los demás– porque nunca necesitaron el nihil obstat de la sociedad. Eran los señores de sus propios laureles. Con eso les bastaba.
Vivían como sentían, escribían como querían. La transgresión, en su caso, no consistía en adorar por turnos a un ídolo de barro, sino en mantener una coherencia natural. Kerouac siempre expresó un hondo sentimiento católico. Burroughs, ese aristocrático reptil que experimentó con las drogas y, como Jean Genet, buceó en lo más profundo de la miseria humana, no llevaba consigo a ningún acomplejado, sino a un filósofo de la frialdad. El propio Ginsberg, teórico de un movimiento sin más teoría que la espontaneidad, defendió causas izquierdistas sin necesidad de reclamar ninguna discriminación positiva. De ahí que la lectura de este libro demuestre que la identidad no consiste en hacer industria de la diferencia, sino en practicar la franqueza. Contra todos. Sea quien sea.
La exégesis política de la contracultura, utilizada para avalar los dogmas de las escuelas del resentimiento, como las denominó Harold Bloom, es únicamente una de las posibles interpretaciones –y bastante lateral, por cierto– de la herencia beatnik. Su verdadera esencia, lejos de limitarse a lo sociológico, reside en su capacidad artística. En su reflexión sobre el hecho cultural. En algunos ámbitos ha prendido la idea de que la literatura beat está sobrevalorada y es hija de su tiempo. Este libro enseña lo contrario: Ginsberg inserta en sus conferencias pasajes, fragmentos y textos literarios donde analiza con sumo detalle cómo funcionaba la máquina creativa beatnik con independencia de cuál fuera su impacto social. Su tecnología no ha caducado.
Aunque Kerouac no hubiera tenido lectores –en su momento se convirtió en una celebridad– nadie puede negarle su capacidad de innovación retórica al incorporar los ritmos del jazz, la seductora cadencia del habla corriente y el arte de fraseo a una prosa que venía del decadentismo elegante de Scott Fitzgerald. Tampoco, más allá del mito del gélido espectador, parece discutible que la prosa de Junkie, la novela de Burroughs sobre sus años como adicto a las drogas, bebió del estilo de la literatura negra –especialmente de Chandler– y prolonga, mediante la técnica alucinada de los cut-ups, los famosos collages de T.S. Eliot.
Kerouac escribió sobre la promesa de América. Burroughs sobre el imperio norteamericano como si fuera la antigua Roma. Ginsberg compuso un poema donde canta: “América ¿por qué tus bibliotecas están llenas de lágrimas?”. Todos conocían la tradición que los antecedía. Eran los bisnietos de Walt Whitman después de leer El idiota de Dostoyevski y La decadencia de Occidente de Spengler. No se rebelaron contra nada en concreto o lo hicieron únicamente en la medida en que para ser ellos debían cuestionar determinados estereotipos culturales. No ambicionaban la tábula rasa. Su literatura está llena de la ternura desconsolada de quienes se saben mortales. Los beatniks no gritaban. Lloraban por un mundo donde tener conciencia significa entender juntas la belleza y la crueldad de la creación. Algo que muchos todavía son incapaces de comprender.
Un grupo de beatniks en un café de North Beach (San Francisco) en los años sesenta